| Foto: León Darío Peláez

CRÓNICA

La frontera saudita

Hay pueblos cuya suerte depende de otros. Paraguachón y Maicao, ubicados en el límite con Venezuela, han vivido la abundancia y la crisis amarrados a la fluctuación del bolívar. Ahora recuerdan los buenos tiempos mientras esperan el futuro entre la incertidumbre y el miedo.

Sinar Alvarado*
25 de agosto de 2012

Entre Maicao y Maracaibo hay dos horas de viaje agreste: el desierto a veces interrumpido por algunos pueblos habitados por los wayúus. Hay chivos y vacas famélicas que cruzan la vía sin avisar. La tierra es amarilla. Hay retenes de la policía y alcabalas de la Guardia Nacional. Nunca llueve. Hay contrabandistas que viajan de noche entre Colombia y Venezuela cargados de mercancías.

Durante diez años, una vez por semana, Fénix Fernández también cruzó esa carretera:
—Empecé a viajar en el 83. Siempre sola y nunca me pasó nada. Claro, en esa época era más seguro. Yo llegaba a Maicao, estacionaba, compraba y me devolvía con la maleta llena.

Alta y morena, 70 años bien llevados, Fénix está sentada en el patio de su casa, en Maracaibo. Dice que en la maleta del carro llevaba lo que más vendía:
—Ropa para damas y perfumes finos. Llegaba por la noche, extendía mi mercancía en la cama y ponía los precios al ojo.

De eso vivían ella y sus dos hijos.

La vida en la frontera siempre ha estado ligada a la suerte de Venezuela. El boom petrolero de los setenta enriqueció ese país de forma súbita, y a Maicao llegaron miles de compradores llenos de bolívares sobrevaluados: 17 pesos cada moneda.

—Vea, hasta la luz la trajimos de Venezuela. Eso fue en el gobierno de Lleras.
Atif Issa –70 años, alto y delgado, pelo cano y voz aguda– lidera el gremio textil en Maicao: 90 socios, casi todos árabes, y 650 empleados. Atif mide el tiempo en períodos presidenciales: con Pastrana aumentaron los secuestros; con Gaviria empezó a organizarse el comercio informal y mermó el contrabando; con Uribe bajó el impuesto de 10 al 4 por ciento. Pero el mejor momento duró hasta el gobierno de Belisario.

—Mandábamos bolívares a Maracaibo y nos devolvían dólares en cheques de gerencia. Muchos abrieron cuentas afuera, en el Royal Bank de Canadá.

Maicao, un pueblo en pleno desierto, convenientemente ubicado cerca del mar de La Guajira, ni siquiera tenía bancos donde guardar las utilidades de su éxito repentino.

A las siete de la mañana los venezolanos aparecían, listos para comprar ropa, electrodomésticos, perfumes y whisky. Si no vendías 10.000 bolívares (2.300 dólares de la época) antes de mediodía, estabas mal. A las dos cerraban todos los negocios: ya habían hecho suficiente dinero.

Entonces la mercancía entraba por distintos puntos de la costa en barcos de contrabando abierto. Atif lo recuerda con una sonrisa:

—Teníamos que evadir a los guardacostas, y después burlar a la aduana. Los almacenes tenían depósitos y ahí se guardaba la mercancía apenas llegaba al pueblo. Si alcanzaba a llegar, no la quitaban. Había un pacto.

Pero hubo disputas y protestas contra el estatuto de 1999 que fijó un impuesto único para esa Zona Aduanera Especial: aquel año incendiaron dos veces la sede de la DIAN en Maicao. Buscando seguridad, el gobierno construyó la nueva oficina en los terrenos de un batallón del ejército.

Hasta principios de los ochenta en Maicao funcionaron 4.000 locales comerciales. En muchos se pagaban hasta 200.000 dólares para concretar un arriendo. El dinero fluía y los hombres viajaban con maletas llenas de bolívares para consignar en Maracaibo.

El crecimiento fue vertiginoso: en 1963 Maicao era un caserío de cuatro calles polvorientas; en el 73 inauguraron el hotel más grande, con 13 pisos y piscina en la azotea; y diez años después, en la cima de la bonanza, llegó el descalabro. El bolívar había conservado durante décadas su valor frente al dólar, pero el petróleo cayó empezando los ochenta, las exportaciones de Venezuela pasaron de 19.300 millones de dólares a 13.500, y el presidente Herrera Campins tuvo que devaluar. La fecha, 18 de febrero de 1983, se conoce como el ‘viernes negro’. Y el coletazo de aquella decisión, tomada en Caracas, se sintió en Maicao de inmediato. Muchos comerciantes quebraron. El 80 por ciento de los negocios dependía de los venezolanos, y los venezolanos jamás volvieron.

Maicao empezó un declive acelerado que aún no se detiene. De aquellos 4.000 locales hoy solo operan 1.500. Donde hubo 13.000 árabes prósperos, hoy sólo quedan 2.000 empecinados. Y del auge solo quedaron algunas decenas de edificios y unas pocas calles pavimentadas. Maicao siguió siendo el mismo: un campamento habitado por negociantes sin arraigo.

Fénix Fernández nació en el Cesar y migró a Maracaibo en 1977. Como muchos otros colombianos, viajó atraída por las oportunidades que ofrecía la llamada ‘Venezuela saudita’: un Estado de bienes-tar que parecía acogerlos a todos. Pero en 1983 su situación cambió: divorciada y con dos hijos, subsistió aprovechando el comercio de la frontera:

—Maicao nos sostuvo y nos salvó la vida. Era muy rentable. En la frontera se sentía la abundancia. Todo el mundo trabajaba y producía. Y mientras le gente está produciendo, está contenta.

En diez años de comercio entre Maicao y Maracaibo, Fénix recorrió los pueblos ganaderos de Perijá vendiendo perfumes a las mujeres de los hacendados. Sentada en una mecedora, dice que ya no le gusta visitar Maicao. La deprime el deterioro; le molesta la falta de luz, el calor y el ruido que producen las plantas eléctricas alimentadas con gasolina:

—Ahí parece que hubo una guerra, y eso fue lo que quedó.

Durante el gobierno de Hugo Chávez, en los últimos 13 años, la tasa de cambio real en Venezuela (hay control de cambio y existen dos mercados: el oficial y el paralelo) pasó de 700 a más de 9.000 bolívares por dólar. En la frontera siguen esa fluctuación como los latidos de un corazón agónico en el monitor de cuidados intensivos.

Elías Felizola, un treintón calvo y dicharachero, cambia dinero en la plaza de Maicao desde el año 91, cuando un bolívar valía 11 pesos.

—Esa fue una época dorada, pero el bolívar siguió bajando. En el año 2001 costaba 2,85 pesos, y con la devaluación bajó a 1,80. ¡En un solo día! Aquí mucha gente perdió plata. Yo perdí 800.000 pesos en un ratico. En 2003 llegó a 0,90. Por primera vez el peso valía más que el bolívar. ¿Cuándo se había visto eso?

Como sus 90 colegas, Elías trabaja en un pequeño escritorio lleno de billetes: pesos, bolívares, dólares y euros. Para sobrevivir en ese negocio debe mantenerse informado:

—Uno llama a Cúcuta o a Venezuela y pregunta a cómo está el dólar allá. Lo ideal sería saber cuándo viene una devaluación, pero nunca se sabe. Dicen que viene otra y el bolívar, que está a 19 centavos, se va a poner a 17:  100 veces menos que en el año 83. Mejor dicho, ná.

La mayor parte del comercio en Maicao ya no se surte del contrabando. La DIAN ha logrado poner cierto orden con cupos anuales en dólares para la mercancía que importan los cuatro gremios principales: comerciantes de telas, llantas, calzado y licor. Casi todo entra por Puerto Nuevo, dos horas y media hacia la Alta Guajira: un muelle de palos y tablas donde los wayúus descargan sobre sus hombros todos los barcos que llegan.

Pero las fronteras son territorios ingobernables, y acá sobreviven varios negocios ilegales. Todas las mañanas, antes de las seis, llega una caravana de camiones cargados de comida que viene de Venezuela: bolsas de leche y de azúcar, potes de aceite y otros productos, subsidiados por el gobierno de Chávez, que son extraídos y revendidos en Maicao, donde hoy abunda lo que en Venezuela escasea.

Por las noches, con frecuencia, se va la luz en Maicao y las calles se vuelven oscuras, pero la logística del negocio nocturno funciona como una máquina autónoma. Por todas partes hay camiones listos para volver a Maracaibo cargados de papel higiénico, de bolsas plásticas o de frutas venidas de Chile. Centenares de hombres salen de los almacenes y llenan los carros a un ritmo azaroso, mientras el comercio legal duerme: le ha dado su turno al laborioso vaivén del contrabando.

Desde hace dos años la violencia ha vuelto a los alrededores. Muchos comerciantes, que tienen tierras en la cercana zona rural La Majayura, ya no visitan sus fincas: el Frente 59 de las Farc ha atacado al ejército y ha instaurado sus viejas prácticas de extorsión y secuestro. En la frontera todos dicen que la guerrilla controla el negocio de la gasolina: por las distintas trochas pasan hacia Colombia carrotanques cargados del combustible venezolano, que es ridículamente barato: unos cien pesos el galón. Allá dicen que la gasolina es mejor negocio que la coca. “Y no te piden los gringos”.

 A solo diez minutos de Maicao, hacia el norte, por una carretera donde suelen asaltar, está la frontera real, ‘la raya’: un pedazo de vía bordeado por Paraguachón, un pueblo sin alcantarillado, sin agua y sin servicio de aseo. Hay venta de chucherías, puestos con parrillas humeantes, techos de lata, abastos, mulas parqueadas en la orilla de la carretera, carros, taxis y buses con placas de aquí y de allá. Hay cambiadores ambulantes que caminan con fajos de billetes en las manos; hay comerciantes; hay funcionarios uniformados; hay pimpineros que venden gasolina con mangueras terciadas al hombro. Hay buscavidas de todo tipo.

A este lugar, en los ochenta, llegaban casi a diario buses llenos de colombianos deportados: los bajaban, los reseñaban y los soltaban. Algunos se devolvían, decididos a intentarlo de nuevo en el paraíso petrolero. Pero eso ya no ocurre: son pocos los colombianos que emigran; ahora más bien hay paisanos que vuelven a su país después de vivir muchos años en Venezuela.

El último límite entre ambas naciones estuvo marcado durante años con dos letras de granito del tamaño de un hombre mediano: una C y una V. La de Venezuela la quitaron en una remodelación reciente. La de Colombia permanece, sólida junto a la bandera que se agita con la brisa del desierto. Y allí, a unos pocos metros, pasando la oficina de la DIAN y la caseta del ICA, está el letrero: “Bienvenidos a Colombia”.

Venezuela atrajo a 2 millones de colombianos durante décadas, sobre todo entre los setenta y los noventa. Las familias acudieron al llamado atraídas por la solidez del bolívar: si tenías un buen trabajo podías vivir bien, ahorrar y mandar dinero a tu gente en Colombia. Rendía tanto el dinero, que cuando llegaron los tiempos duros Fénix Fernández pudo mantener su casa en Maracaibo comprando y vendiendo los productos que conseguía en la frontera. Y nunca dejó de pasar vacaciones en Colombia.

Ese fue el tipo de sueño, o el espejismo potencial que muchos colombianos salieron a buscar. Pero no podía durar para siempre.

—Detrás de la realidad económica –dice Fénix 30 años más tarde– está la realidad social. La mayoría de los colombianos que siguen en Venezuela ya no puede volver a su país. Es muy caro.

Viajaron persiguiendo el bolívar, y ahora con su caída terminaron atrapados.
 
*Periodista y escritor colombo-venezolano, autor del libro ‘Retrato de un caníbal’.

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