Casi 20 años después se supo que personas que habían sido consideradas desaparecidas habían salido vivas del Palacio de Justicia. | Foto: SYGMA

CRÓNICA

La herencia del Palacio

La tragedia del Palacio de Justicia no sólo transformó la vida de las víctimas y sus familias: uno de los abogados que las representa ha visto su vida alterada a medida que avanza el proceso. Esta es su historia.

Carol Ann Figueroa*
25 de agosto de 2012

Un niño y una niña de 4 años posan disfrazados de campesinos para un fotógrafo en la Plaza de Bolívar. Exhiben su mejor sonrisa mientras detrás de ellos un puñado de palomas, la fachada del Palacio de Justicia y varios transeúntes decoran la escena. La fecha impresa en el borde inferior de la fotografía indica que fue tomada el sábado 2 de noviembre de 1985, horas antes de que los niños actuaran en una obra infantil en el Teatro México y cuatro días antes de que 35 guerrilleros del M-19 se tomaran el Palacio de Justicia. Poco después de la toma hombres del Ejército y la Policía entraron al lugar para una retoma. Los combates dejaron los resultados que conoce buena parte del país: 260 personas rescatadas, 109 muertas y 11 desaparecidas; el Palacio de Justicia, arrasado.

Hoy, 26 años después, el niño de la foto es un hombre y representa a los familiares de los desaparecidos del Palacio de Justicia, al lado de los abogados Rafael Barrios y Jorge Molano. Se llama Germán Romero. Me cuenta que ve esa fotografía como una especie de eslabón perdido entre una tragedia casi mítica para su generación y un acto de barbarie que, desde que asumió el caso, invade cada vez más nítidamente su vida.

A diferencia de sus colegas Barrios y Molano, Romero no recuerda dónde estaba el 6 de noviembre de 1985 mientras un tanque de guerra rompía la puerta del Palacio y un helicóptero se acercaba a la azotea para que miembros de las Fuerzas Armadas se descolgaran hacia la terraza. Recuerda, eso sí, que a los 8 días su familia sólo hablaba de la avalancha que sepultó a Armero.

Por esos días pocos en el país tenían ojos para ver los restos calcinados que salían del Palacio o las máquinas de escribir derretidas que evidenciaban la intensidad del incendio; pocos vigilaron el irregular levantamiento de cadáveres que entorpeció su identificación, y aún menos tuvieron oídos para los reclamos de los familiares de los trabajadores de la cafetería que no aparecían en el listado de rescatados, ni en los hospitales, ni en Medicina Legal. Casi el único que vio las irregularidades y escuchó a esas familias fue el abogado Eduardo Umaña, quien tuvo la entereza para sostener que pese al caos, el Estado debía rendir cuentas sobre las desproporcionadas acciones del Ejército.

Luego de un tiempo el padre de Romero fue trasladado a Neiva, mientras un Tribunal Especial creado por el gobierno comenzaba a investigar los crímenes cometidos durante la toma y los fotógrafos de la Plaza de Bolívar empezaban a darle la espalda a las ruinas del Palacio para que la vida siguiera su curso. Seis meses después el Tribunal concluyó que el único responsable de lo ocurrido era el M-19; frente a los desaparecidos, dijo, se podía concluir que habían muerto en el incendio del cuarto piso, pese a que los familiares afirmaron haber recibido llamadas de soldados que les aseguraban que habían salido vivos y estaban en el Cantón Norte.

Así, mientras se sembraba la semilla de la impunidad entre las cenizas del Palacio la violencia hacía lo suyo en la infancia de Romero: su familia fue desplazada de Neiva a Bogotá y de Bogotá a Arauca, debido a amenazas a su padre por cuenta de su trabajo en una empresa de obras civiles. En Arauca la guerrilla, el ejército y los paramilitares moldearían la adolescencia de Germán, quien a los 14 años vio a un encapuchado disparar contra un sindicalista y decidió seguir al criminal sólo por la adrenalina que gobernaba sus impulsos. Recuerda haber curtido su rebeldía viendo cómo "las Convivir empezaban a matar muchachos y a prohibirles salir después de las siete y media", o viendo abusos de las autoridades, como aquella vez en que jugaba básquet y se acercaron agentes del DAS, quienes le dieron 30 segundos para correr o "me levantaban a plomo".

A los 16 años, cuando entró a la Universidad Nacional a estudiar Derecho, otra vez en Bogotá, empezó a trabajar con las comunidades desplazadas que llegaban pidiendo ayuda y participó en varias protestas, tras las cuales vivió en carne propia la experiencia de ser torturado.

El día en que conoció a Eduardo Umaña en una charla le bastó escuchar un comentario del abogado sobre la impunidad que rodeaba el caso del Palacio de Justicia para empezar a investigarlo por su propia cuenta.

Hasta ese momento, las únicas indagaciones oficiales sobre el caso corrían por cuenta de la justicia militar, que investigó al general Jesús Armando Arias Cabrales por los disparos de los tanques contra el segundo y el tercer nivel de la edificación, a sabiendas de que allí había rehenes. También estaban investigando al coronel Edilberto Sánchez Rubiano por las torturas a dos estudiantes del Externado que estaban en el Palacio. El resultado: una sanción disciplinaria y el cese de ambos procesos en 1992, luego de que el juez expusiera que los disparos buscaban dar salida al humo del incendio para evitar que la gente se sofocara, y que frente al tema de las torturas, a su criterio, Rubiano no había sido el autor.

Las Fuerzas Militares determinaron que no existía mérito para juzgar a sus oficiales y la desesperación comenzó a invadir a los familiares de los desaparecidos. Solo Umaña continuaba investigando y vinculando abogados al caso, entre ellos a Rafael Barrios y Jorge Molano.

El 18 de abril de 1998, un mes después de que Romero lo conoció, Eduardo Umaña Mendoza fue asesinado. Murió mientras concretaba uno de sus logros más importantes frente al caso del Palacio: la exhumación de 90 víctimas enterradas en la fosa del Cementerio del Sur. Nunca quedó claro si lo habían matado por defender a las víctimas del genocidio de la Unión Patriótica, o a los sindicalistas de Telecom, la ETB y la USO, o por buscar que la desaparición forzada fuera tipificada como delito en Colombia. O por el caso del Palacio. En la manifestación de repudio por la muerte del abogado, Germán Romero decidió que trabajaría por los derechos humanos.

El caso palideció ante la opinión pública y nadie se sorprendió cuando el trabajo que hizo el CTI con los restos sólo arrojó la identificación parcial de Ana Rosa Castiblanco, asistente del chef de la cafetería. Tampoco hubo sorpresas cuando tales restos fueron entregados en custodia al Laboratorio de Antropología Física de la Universidad Nacional, dado que el CTI no tenía espacio ni condiciones para conservarlos.

La impunidad le daba tiempo a Romero de graduarse antes de entrar al caso y empezar a trabajar como auxiliar en el Colectivo José Alvear Restrepo, entre cuyos fundadores estaban Umaña y Barrios. Para ese momento Barrios trabajaba desde el exilio, mientras Molano hacía lo suyo en la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz.

La lenta justicia colombiana todavía necesitaba que la desaparición forzada fuera tipificada (sucedió en el 2000); que los estudiantes de Antropología Forense de la Nacional realizaran la identificación genética del cuerpo de Ana Rosa Castiblanco (en el 2001) y que la Fiscalía abriera la primera investigación sobre los desaparecidos (también en 2001). Apenas en 2005 el caso llegó a la Unidad Nacional de Derechos Humanos, y la fiscal Ángela María Buitrago condujo la investigación que sacó a la luz el video donde se ve a varios desaparecidos saliendo con vida del Palacio de Justicia. Fue la misma fiscal quien permitió analizar las grabaciones de las operaciones militares, y estableció que la frase "esperamos que si está la manga no aparezca el chaleco" era una orden de desaparición.

En 2007 la fiscal Buitrago profirió resolución de acusación contra un coronel, un capitán y cuatro sargentos por su coautoría en los delitos de secuestro agravado en concurso con desaparición forzada, y ordenó investigar a los generales Arias Cabrales y Samudio Molina por su participación en estos actos. La Justicia se puso en marcha, y un inusitado volumen de trabajo, presión y decisiones cayó sobre los hombros de los familiares de las víctimas y su equipo de abogados, quienes pidieron ayuda a la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, donde entonces trabajaba Romero. Teniendo claro que el caso absorbería todo su tiempo y temiendo por la suerte de su recién iniciado matrimonio, el niño de la foto finalmente entró al caso del Palacio de Justicia.

Al recordar cómo conoció a Barrios y Molano, Romero no oculta el entusiasmo que le produjo empezar a trabajar con abogados que le llevaban más de una década de experiencia, y sonríe con algo de nerviosismo. Cuenta que durante su primera diligencia, una ampliación de indagatoria del coronel Alfonso Plazas Vega, Barrios llegó en su carro blindado y la fiscal Buitrago con dos carros de escoltas, "mientras yo me bajaba corriendo de una buseta". Una vez dentro del Cantón Norte, lo que más lo impactó fue la escena con que empezó la diligencia: detrás de Plazas Vega, que llegó sonriente pese a estar detenido, entraron dos meseros con corbatín y charolas, quienes seguían sus órdenes cada vez que éste les decía a sus acusadores: "Señores ¿qué quieren tomar?".

"Me causó mucha impresión ver cómo el coronel Luis Carlos Sadovnik -identificado en las grabaciones como autor de la orden explícita de desaparición y quien murió pocos días después de haber sido llamado a indagatoria por la Fiscalía- se sentó frente a Plazas Vega con una actitud que parecía advertirle que él estaba allí para garantizar que el pacto de silencio que habían empezado en 1985 siguiera intacto".

Cinco años después de ese día el matrimonio de Romero efectivamente se desbarató. Pese a tener la satisfacción de haber logrado dos condenas de 30 y 35 años de prisión para Plazas Vega y Arias Cabrales, Romero sabe que su historia con el caso aún no termina, pues ahora debe trabajar por hacer que las condenas conseguidas no se cumplan en la exclusividad de una guarnición militar, que el resto de la cadena de mando involucrada llegue a juicio y que el Estado colombiano asuma su responsabilidad frente a la justicia internacional.

Ahora que el caso del Palacio es apenas uno de los muchos que ha asumido, sabiendo que resolverlos le tomará mucho tiempo, Romero agradece todo lo que le ha entregado ese momento negro de la historia del país, pues no sólo le enseño "muchísimo sobre derecho penal, sino también sobre la miseria de lo que es nuestra sociedad; sobre el dolor de la gente y el valor que tiene la dignidad de seguir luchando".

A punto de cumplir 31 años, el niño de la foto no consigue imaginarse a los 60, no piensa en su descendencia ni cree en Dios. Confía, eso sí, en que su trabajo contribuya a que las cosas cambien en algún momento, así él no llegue a verlo, y que aquellos que vengan detrás hereden "un país aunque sea un poquito diferente, donde la dignidad de la gente deje de ser pisoteada".
 
* Periodista, guionista y documentalista colombiana.

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