| Foto: Archivo SEMANA

OPINIÓN

Mambrú se fue a la escuela de la post-violencia

Los que tuvimos el honor y la obligación de prestar servicio militar, pasamos buena parte de nuestro tiempo como soldados de la patria cantando algún estribillo de la popular canción francesa de Mambrú se fue a la guerra.

Felipe Cárdenas Támara
29 de septiembre de 2016

Tuve la fortuna como recluta de no tener que matar a otro ser humano. Muchos soldados a lo largo de la historia no tuvieron igual fortuna, puesto que una de las funciones del aparato de Estado es legitimar la muerte y la violencia, naturalizando eventos que responden, en muchas ocasiones, a lógicas culturales totalmente demenciales.

Nuestros cantos militares, aprendidos como reclutas, buscaban hacernos creer que podíamos ser crueles y eficientes en el despliegue de nuestra fuerza como miembros del aparato de guerra. Las animaciones militares, sus cantos y proclamas son fundamentales para entender como el adoctrinamiento está en la base de la educación, y cómo la educación, en lo más profundo de su esencia, es un proceso de domesticación que opera sobre la socialización y endoculturación de las personas, los grupos humanos y culturas.

Lo esperanzador de todo ello, es que el ser humano, es un agente maleable y plástico que gracias a la educación que reciba puede llegar a construir el régimen político que desee, ya sea el de los espartanos o los atenienses. En efecto, la educación, entendida como un proceso que desborda a los sistemas escolares, es la dimensión humana que fundamentalmente puede construir una experiencia de orden centrada en escenarios sociales y culturales orientados a crear condiciones vitales y existenciales que respondan a la generación de espacios de vida y celebración marcados por los tiempos del post-conflicto y la post-violencia.   

Una extensa literatura científica puede evidenciar que el ethos occidental, el modo de ser de occidente, se ha construido con base en imaginarios, símbolos, discursos, narrativas, relatos, prácticas y representaciones sociales que apelan a la violencia como mecanismo estructurante en la constitución de la identidad de las personas, los grupos humanos y del pueblo. Es decir, en gran medida, nuestro modo de ser, nuestra identidad se debe a la violencia. Dicho en otras palabras: la violencia genera identidad cultural, y algunos hombres lucharán por reproducir, de manera sutil e inconsciente,  esa huella cultural en el horizonte existencial de sus hijos y herederos. Nuestra ciudadanía occidental es hija de la violencia.

Nuestras paradas militares, bandas de guerra y días patrios, generalmente están expresando el mimetismo de la muerte y la violencia legitimadora de los victoriosos y sus historias de verdad.  La revolución francesa, y el régimen del terror impuesto durante y posterior a la toma de la Bastilla en 1789, se basó en la violencia, y es ella el fundamento de los regímenes liberales que hoy ven con horror la irrupción del terrorismo islámico en Europa.

Los modelos socialistas, comunistas y anarquistas de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, afirman que el motor de la historia es la violencia. Igualmente, los regímenes liberales y neoliberales operan con mecanismos que son violentos, pues al reducir todo a la lógica del mercado, reducen al hombre a operar exclusivamente desde las categorías de la ganancia y la rentabilidad.

El Estado moderno, según afirman sus teóricos, tiene que tener en sus manos el monopolio de la violencia y las armas. A grandes rasgos, la violencia al estar emparentada con el poder, está diluida en toda la cadena de relaciones sociales que hemos heredado como expresión de la lógica del poder de los más fuertes.

Occidente, con base en sofisticados discursos anclados en la justificación de la llamada guerra justa, desde los desarrollos de san Agustín en el siglo V y de santo Tomás de Aquino (siglo XIII), pasando por los tratados de Maquiavelo (siglo XV) y  Hobbes (siglo XVI); como de los desarrollos militares de Clausewitz en el siglo XIX, ha contado con un extenso repertorio de imágenes y argumentos que han sido el cimiento de nuestros ordenamientos políticos, casi todos ellos, orientados hacia la construcción de escenarios políticos marcados por la violencia entre los hombres, y de los hombres con la vida.

El título de este análisis quiere significar precisamente la necesidad de un cambio en el ethos de la educación y de la formación política de las personas. No es suficiente con que Mambrú simplemente vaya a la escuela. Los sistemas escolares, públicos y privados tendrán que realizar una importante auto-crítica de sus fundamentos educativos.

Esa autocritica es de orden cultural: tenemos que revisar los sentidos, las significaciones, los valores y normas desde las cuales queremos proyectar una práctica educativa centrada en la paz y proyectada a la realización plena de los educandos. No es suficiente afirmar que estamos brindando una educación en valores, como lo afirman todos los proyectos educativos institucionales en Colombia.

El enunciado: una educación en valores, viene siendo la expresión facilista con la que los directivos educativos hemos reducido la educación a un lugar común que no afirma nada sustancial. Los tiempos de la post-violencia nos deben llevar a explorar, en diálogo con lo mejor del ethos y de la tradición de la civilización occidental, escenarios sociales donde la vida es objeto central de celebración.

*Felipe Cárdenas Támara
Director Maestría en Educación
Universidad de La Sabana