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LA TRINIDAD DE VADIM

Virginidad, sexo inmediato e impotencia, las primeras experiencias de Roger Vadim con las diosas Bardot, Deneuve y Fonda, reveladas en su autobiografía que acaba de ser publicada en Francia y Estados Unidos.

5 de mayo de 1986

BARDOT
"Un sábado por la tarde a la salida de cine descubrí que me quedaban pocos francos en el bolsillo. Tenía que escoger entre tomar el metro o hacer una llamada telefónica. Me decidí por llamar a Brigitte. Al contrario de lo que esperaba, fue ella quien respondió. Había encontrado una buena excusa para no tener que pasar el fin de semana con sus padres en Louvecienne Por el tono de su voz, descubrí que estaba encantada con mi llamada. "Vente enseguida", me dijo. "Estoy con mi abuela y un amigo. Ella está cuidando la casa hasta el lunes". Felicitándome por haber gastado inteligentemente esos pocos francos que me quedaban, caminé desde el Bulevar de los Italianos hasta la calle de la Pompe, unos tres kilómetros más o menos.
Brigitte conocía mi debilidad por el chocolate con leche y me había preparado una taza de Ovaltine cremoso y caliente. Nos sentamos en la sala estilo Luis XVI y hablamos de temas aburridos con su amigo. Apenas les llevaba cinco años, pero me sentía completameníe ajeno a sus conceptos. Todo un mundo me separaba de esos adolescentes que jamás habían conocido la guerra y llevaban una existencia ordenada, segura, dependiendo de sus padres para todo.
Cuando el amigo se marchó pudimos hablar de temas más personales, pero la abuela, quien enseguida asumió su rol de chaperona, apareció en la sala con una frecuencia de tres minutos evitando cualquier intimidad entre nosotros. A las siete y media la abuela dio a entender que era hora de marcharme. Alcancé a sorprender un rápido signo de complicidad con Brigitte y ésta desapareció con ella a la habitación cercana. Mientras me despedía en la puerta y aguantando la risa, Brigitte me confesó que la abuela le había pedido que revisara mis bolsillos para asegurarse que no me había robado las cucharitas de plata.
La abracé y nos besamos. Fue un beso largo y apasionado, que sólo se interrumpió cuando escuchamos las pisadas de la abuela.
La opinión que la abuela de Brigitte se había formado de mí ilustra perfectamente la actitud reaccionaria de la burguesía francesa durante los años cincuenta. Asi como la realeza en otros siglos se deleitaba con los bufones, ahora las señoras de la alta sociedad se enorgullecían de atender e invitar a famosos cantantes y actores. Los encontraban encantadores, algunas veces deslumbrantes pero siempre sospechosos, especialmente la gente de cine. Las cosas han cambiado ahora, pero no tanto como uno esperaría. En Francia, por ejemplo, a nadie se le ocurriría pensar en un ex actor convertido en Primer Ministro o elegido Presidente .
En un medio como éste, es fácil imaginar el pánico sentido por la abuela de Brigitte cuando ese muchacho vestido de forma extraña, que trabajaba en películas, y había casi arrastrado a la pobre Brigitte a su mundo bohemio, se presentaba en su casa.
Los padres de Brigitte eran más abiertos, tenían algunos amigos que trabajaban en periódicos, las modas y el teatro. Les gustaba el arte. No sentían temor ante mis camisas de cuadros, mis pantalones sin planchar y mi pelo largo. Les parecía que mis modales denotaban una buena educación. También estaban favorablemente impresionados por el hecho de que mi padre había sido cónsul de Francia y había peleado contra los bolcheviques a la edad de catorce años. Presionado por las preguntas del señor Bardot sobre los orígenes de mi familia, tuve que contarles la historia.
Primero visitaba la calle de la Pompe una vez a la semana. Después de un mes, ya me permitían llevar a Brigitte a una película de las ocho de la noche. Mientras tanto desarrollamos un sistema perfecto para encontrarnos a escondidas. Nuestro sitio era un pequeño estudio amoblado en el segundo piso de la calle Bassano, número 15 (a trescientos metros de los Campos Elíseos), que había sido dejado a mi amigo Christian Marquand por su padre.
Los únicos muebles eran un diván largo, una silla y una mesa pequeña. Para charlar, compartíamos el diván o nos sentábamos en el suelo. La lámpara de nuestra cama improvisada había sido decorada por Jean Genet con pluma y crayolas. Christian me dejaba usar el estudio cada vez que lo necesitaba.
Eran las tres cuando Brigitte llegó para nuestro primer encuentro secreto.
"Debería estar en clase de álgebra pero escogí la liberfad", dijo ella.
Se me acercó estrechamente y me ofreció sus labios. Nos besamos mientras caíamos en el diván. Me había advertido que era virgen. La píldora no existía entonces y para no asustarla no le dije que hasta ese momento, jamás había hecho el amor con una muchacha virgen. Tenía algunas ideas de cómo manejar la situación pero como todos saben, hay un gran trecho entre la teoría y la práctica.
Hasta entonces no habíamos pasado de simples caricias. Era la primera vez que la desnudaba. Lo que más me impresionó cuando la vi desnuda era la extraordinaria mezcla de inocencia y feminidad, de inmodestia y timidez que ella ostentaba.
Ella no tenía la menor idea sobre cómo hacer el amor, aunque su cuerpo mostraba una mujer completamente desarrollada. Me tomó entre sus brazos y con mucha delicadeza comencé a poseerla.
El tiempo de que disponíamos pasó rápidamente y ya era hora de marcharse.
Mientras se vestía Brigitte me preguntó: "¿Ahora si soy una mujer?".
"Todavia no", le dije, "apenas en un veinticinco por ciento".
Me miró con una medio sonrisa a lo Mona Lisa, pensando en ese setenta y cinco por ciento que todavía estaba en reserva, La ayudé a falsificar la firma de la madre en una excusa por no haber asistido a la clase de álgebra. Después la llevé a la parada del bus.
Cuando regresé a la calle de Bassano, fui acorralado por la portera, la señorita Marie. Con cincuenta años y cien kilos, era el terror del edificio. Durante la ocupación de los nazis habia sido una de las mejores colaboradoras de las autoridades alemanas y esa actitud había costado vidas a judíos y miembros de la Resistencia, denunciados por ella. Después de la liberación de Francia se pasó al lado del gobierno provisional del general De Gaulle, denunciando a los colaboradores de los alemanes.
"¿Quién es esa muchacha?", me preguntó con su pesado acento parisino. Había visto a Brigitte cuando salía.
"Una amiga", le dije. "Una chica muy linda".
"Este es un edificio respetable", murmuró. "Usted no lo va a convertir en un burdel".
Tenía en el bolsillo un billete de mil francos y lo deslicé en sus manos. El dinero siempre ejercía un efecto calmante en ella. Si quería seguir encontrándome en secreto con Brigitte no tenía otra salida que pagarle a ese cancerbero. Satisfecha, regresó a su guarida.
En su segunda visita a la calle de Bassano, fue Brigitte quien me desnudó. Había aprendido rápidamente las reglas del juego y las estaba aplicando enseguida, a su manera.
Después de hacerle el amor, recosté la cabeza sobre su pecho y ella me preguntó de nuevo: "¿Ahora sí soy una mujer de verdad?".
"Sólo en un cincuenta por ciento", le dije.
En su tercera visita le anuncié:
"Ciento por ciento".
Brigitte aplaudió, corrió a la ventana y la abrió tanto como pudo. "Soy una mujer de verdad", gritó a los peatones que iban por la calle, quienes voltearon la cabeza para contemplarla, asombrados.
En medio de su entusiasmo ella se había olvidado de un detalle: estaba totalmente desnuda.

DENUEVE
"Dos muchachas bailaban juntas. Una era Francoise Dorleac, una actriz profesional a quien los críticos comparaban con Katherine Hepburn. La otra, apenas dos años menor, con un cabello rubio que le caía sobre los hombros, era Catherine Deneuve. Ella era la que me interesaba.
El Epi-Club, donde pasábamos la noche, era el sitio de moda en esos momentos. En el primer piso podían conseguirse frutas y verduras. Una escalera conducía al sótano donde funcionaba la discoteca. Sin destronar a Saint-Germain, la zona de Montparnasse estaba poniéndose otra vez de moda. El Epi-Club quedaba a pocos pasos de la Coupole, donde Hemingway y sus amigos se reunían en los años treinta.
Cuando las dos hermanas dejaron la pista de baile, un fenómeno curioso ocurrió. La actitud de Francoise no cambió para nada. Se mantuvo segura de sí misma, elegante y amistosa con quienes venían de otras mesas a saludarla y hablarle. Pero Catherine me dio la impresión de un cangrejo que repentinamente regresaba a su concha. Expansiva apenas unos segundos antes, ahora se había convertido en un ser apacible, transparente. Las miradas que se posaban en su hermana la atravesaban como la luz lo hace con un cristal. Estaba fascinado por la metamorfosis de Catherine.

Yo era el único que la encontraba más hermosa que la otra. Diez años más tarde los periódicos se referirían a ella como la mujer más hermosa del mundo. No necesité las películas ni las fotos que serían después distribuidas alrededor del mundo por Chanel para convencerme de que su delicada nariz, su intensa pero fría expresión, su boca con unos labios finamente dibujados, tan clásicamente perfectos que provocaban una sensualidad profunda, conformaban la misma imagen de la belleza romántica.
El encanto, la fama, la personalidad y la inteligencia de Francoise Dorleac disminuían a duras penas la sensación que yo tenía ante su hermana. La misma Catherine estaba convencida de ser apenas un reflejo pálido de su hermana mayor, a quien admiraba, adoraba y respetaba sin sentir celos. Sin embargo durante breves momentos, su dinamismo volvió a explotar. Ya había tenido una muestra en la pista de baile.
Mi asistente, Jean Michel Lacor, quien se había convertido en un gran amigo, conocía muy bien a las dos hermanas. Se acercaron a nuestra mesa y hablé un rato con Francoise antes de que se marchara porque tenía rodaje temprano a la mañana siguiente. Sentí que ese momento no era el mejor para hablar con Catherine y simplemente le dije: "Me gustaría muchisimo volverte a ver".
"Estaré en los estudios Billancourt mañana por la tarde, en el mismo set donde mi hermana filma", me respondió.
La encontré en un corredor mal iluminado, detrás del set C. Llevaba una blusa blanca y una falda amplia. Cuando me vio, movió la cabeza sin cambiar la expresión y se acercó. La atmósfera de un club nocturno y el optimismo producido por unos cuantos tragos de alcohol con frecuencia sirven para embellecer mujeres que no lo merecen. Pero la belleza física de Catherine no dependía de las variaciones de la luz o los cambios en los decorados. Se veía muy joven y hasta felina, a pesar de su manera un poco tonta de caminar.
"Hola, esperaba que vinieras", me dijo mientras seguíamos hacia el bar. Hablamos unas dos horas en la cafetería del estudio. Ella estaba un poco a la defensiva por mi reputación y seguramente esperaba encontrarse con un hombre superficial, cínico y sin duda alguna, inteligente. Descubrió que también era tierno y sabía escuchar. Descubrí, por mi parte, que tenía sentido del humor y del absurdo, un distintivo más de los ingleses que de los latinos y lo más raro, en una chica de diecisiete años. Bebí un vaso de Perrier, un jugo de tomate y un Campari con soda. Ella, dos vodkas con tónica.
Al finalizar el rodaje del día, Francoise Dorleac entró al bar, se aproximó a la hermana, le hizo algunos comentarios y sin reparar en mí, se marchó con su amigo Jean Pierre Cassel.
No tenia idea de qué haríamos esa noche cuando salimos del estudio y me dirigí a mi automóvil. Comencé a buscar las llaves en los bolsillos pero no las pude encontrar. Después de tres minutos de discreta búsqueda en los bolsillos y debajo del asiento, me di por vencido. Ella estaba muerta de la risa.
"Un Ferrari sin llaves no sirve de mucho", dijo.
"Debí perder las llaves en el bar", le respondi.
El bar ya estaba cerrado.
"Llamemos un taxi", dijo Catherine.
"No tengo ni un centavo", le dije.
"Se me olvidó traer mi cartera".
"Yo puedo pagar", dijo Catherine.
Tomamos un taxi.
"¿A dónde, señor?", preguntó el taxista.
No quería llevar a Catherine a mi casa. Podía haber llevado una prostituta a la cama que compartía con Annette pero no a la mujer de quien sentía me estaba enamorando. Recordé entonces que Marquand estaba fuera de la ciudad y sabia dónde guardaba las llaves del estudio.
"Al número 15 de la calle Bassano", le dije al conductor.
Catherine pagó la carrera, pasamos ante la ventana de la señorita Marie. Se había dedicado a beber para contrarrestar la nostalgia por los buenos años que había pasado durante la ocupación nazi. Subimos, encontré la llave y fuimos al dormitorio donde la luz y las sombras que producía la lámpara decorada por Jean Genet me recordaron que en esa misma cama había hecho el amor por primera vez con Brigitte, diez años atrás. Me guardé esos pensamientos.
La sociedad juzga severamente a las mujeres que se acuestan con un hombre menos de veinticuatro horas después de haberlo conocido. Yo, por el contrario, respetaba a Catherine por su actitud, pues consideré que se trataba de una muestra de confianza en mi. Catherine se sentía atraida por mi. Ella sabía que la atracción era mutua y sincera. Se doblegó al deseo que sentiamos el uno por el otro sin ningún fingimiento.
Su cuerpo era muy blanco, un poco frágil y tan delicado como los rasgos de su cara. Recuerdo que pensé en esos momentos que nunca antes había visto unos senos tan hermosos.
El estar enamorados de una mujer, con frecuencia hace que la primera experiencia sexual con ella se convierta en algo extraño, a veces en algo triste. Lo mismo que la mente, la sexualidad se desarrolla gradualmente.
Catherine tenía diecisiete y yo, treinta y dos. Pero la edad no establecía difcrencia alguna entre nosotros. Ni la experiencia, ya que muchas mujeres conocen muchas cosas sin necesidad de haberlas aprendido. Se vistió en silencio. No podía adivinar en qué pensaba .
"Podemos ir a mi casa", le dije.
"Consigo mi cartera y vamos a cenar".
"No, tengo que regresar a casa. Te puedo dejar en el camino".
En el taxi, se arrimó a mi sin una sola palabra y al despedirse nos besamos en los labios. Era temprano, apenas las diez de la noche. Nathalie, mi hija, tenía uno de sus ataques de asma. De niño, yo también fui torturado por ese mal y las prescripciones de los médicos no servían de nada: sólo la leche caliente y el azúcar me ayudaban un poco. Le di a Nathalie un vaso de leche azucarada y le leí su cuento favorito, Melchor, el delfín triste que aprendió a leer y escribir y que trata de convencer al Presidente para que acepte a los pequeños delfines en las escuelas públicas. Más tarde, sufriría las consecuencias de este cuento porque Nathalie rechazaba cualquier escuela porque no había delfines estudiando. Finalmente a las tres de la mañana ella pudo dormirse.
A las ocho se subió a mi cama y me dijo: "Primero que todo, papito, no te levantes". Quince minutos después desayunamos en la cocina con la señorita Millet.
A las nueve llamé a Jean Michel Lacor quien me dio el teléfono de Catherine.
La señora Dorleac respondió el teléfono y a regañadientes llamó a su hija.
"¿ Cuándo puedo verte de nuevo?", le pregunté a Catherine.
"Enseguida".

FONDA
"Fui a los estudios Epinay a ver un amigo, Jean André, el diseñador de decorados que había trabajado conmigo en todas mis películas. Estaba supervisando la construcción de los sets para una película de René Clement. Hablamos un rato con un whisky en la mano en el pequeño bar del estudio. Afuera llovia implacablemente.
Repentinamente la puerta se abrió y Jane entró. Su pelo, acabado de peinar en el estudio hacía unos minutos, goteaba por la lluvia. Estaba filmando una escena de amor y se había puesto una gabardina sobre su camisón de dormir para atravesar el patio. Había corrido, y su pecho se movía mientras trataba de recuperar la respiración. Se veía muy hermosa, apareciendo en medio de la noche, jadeante, húmeda y goteando, con los ojos brillantes y muy incómoda de hallarse sorpresivamente delante de mi .
Alguien le había comentado que yo estaba en el bar con Jean André.
En un impulso repentino había abandonado el set, temiendo que yo me fuera antes que acabara el rodaje del día.
En ese momento supe que me había enamorado .
Dos horas después la llevé a su hotel, el Relais Bisson, y fuimos a su habitación. Las ventanas daban al Sena. Había una cama larga, vigas en el techo y un sofá, en el que caímos tan pronto se quitó su gabardina.
Nos besamos con ternura y pasión, y con la impaciencia de dos amantes después de una larga separación. Ya la había desvestido a medias cuando repentinamente se separó y corrió al baño. Un minuto después regresó, completamente desnuda, y se metió en la cama. Me desvestí y también me fui a la cama. Pero algo pasó y no pude hacerle el amor.

Había leído que una pasión excesiva puede convertir a un hombre en impotente, y no me sentí preocupado. Una hora después, sin embargo, tenía que encarar los hechos: estaba bloqueado, humillado y reducido a una total impotencia.
Luego de la confrontación emocional en el bar y las caricias en el sofá, sentí que la desaparición de Jane en el baño y la forma prosaica como me esperó, desnuda en la cama, era en cierto modo agresivo. Era como si ella me dijera: "¿Quieres poseerme? ¡Adelante!".
Como me lo diría después, eso era lo que estaba pensando en esos momentos. Se sintió violentamente atraída hacia mí y quería desahogarse de esa obsesión, haciendo el amor. No quería enamorarse y sentía que una vez que el ritual hubiera pasado, podría sentirse libre. Mi sorpresiva e inexplicable impotencia cambió la situación completamente.
A medianoche sugerí que tomáramos algo en La Quinta, un pequeño restaurante español cerca del hotel. Nos quedamos allí hasta las cuatro de la mañana, hablando, riéndonos, y más enamorados que nunca. Bebí un impresionante número de tequilas, rezando para que el alcohol acabara con mis inhibiciones.
Al regresar a la cama, se presentó otro chasco. Esta vez responsabilicé al alcohol. Unas cuantas horas de sueño serían el remedio.
A la mañana siguiente decidí no seguir engañándome cuando, una vez más, nada ocurrió. Esta situación inesperada no parecía afectar a Jane.Al contrario. Parecía tranquilizarla. Ante sus ojos aparecí como alguien vulnerable, más humano.
Ella tuvo que cumplir compromisos las dos noches siguientes y decidimos vernos de nuevo dos días después. Después de cenar en un restaurante la llevé a un club nocturno en la calle de Phontieu. Las piezas que bailamos juntos, me devolvieron la confianza en mi virilidad pero de regreso al hotel, se presentó la misma historia. Se convirtió en una pesadilla recurrente. Además de sentirme ridículo, estaba preocupado. Jane estaba convencida de que no sentía atracción alguna por ella. Pero se sentía a gusto con mi compañía y sugirió que nos viéramos al sábado siguiente.
Le confié mi situación a mi amigo Bourillot, quien además de corredor de autos era también farmaceuta. Me dio algunas pastillas para mi cita del día siguiente con Jane.
"Toma una después de la cena", me dijo, "y otra en la tarde".
Para evitar cualquier sorpresa, me tragué todas las pildoras antes de llegar al hotel. Estuve enfermo como un perro toda la noche. Jane me atendió con devoción y me llevó a dar paseos por el Bosque de Bolonia hasta cuando pude valerme por mí mismo.
Tres semanas después esta extraordinaria situación llegó a su fin. Todavía no entiendo toda la paciencia desplegada por Jane durante esos días. Pudo haberme dicho, "seamos amigos, no sigamos con estos juegos", pero nunca rechazó mis propuestas, y me asombro del coraje que demostré. Otro en mi situación se hubiera pegado un tiro en la cabeza o desistido del todo para no seguir haciendo el ridículo.
Una noche le dije a Jane: "Me voy a quedar en la cama contigo hasta cuando pueda hacerte el amor. Un día, dos días, una semana, un mes, un año si es necesario".
"¿Un año?", dijo, "a René Clement (el director de la película), no le va a gustar mucho la idea".
A la medianoche, la maldición se rompió. Me sentí liberado y convertido en un hombre normal de nuevo.
No nos quedamos en la cama un año pero si dos noches y un día. Había que recuperar el tiempo perdido".