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LAS CINCO GUERRAS DEL GOLFO

La de ricos contra pobres, la norte sur, la del petróleo, la árabe israelí y la civil entre los árabes, componen una crisis de carácter planetario.

ANTONIO CABALLERO
10 de diciembre de 1990


La guerra del golfo no es una sola, sino por lo menos cinco. Cinco guerras distintas y sin embargo inextricablemente imbricadas unas en otras por razones geográficas, históricas, políticas, económicas, estratégicas, religiosas, en esa zona del mundo que ha sido siempre -y no por casualidad- el paraíso de los arqueólogos: es que allá se ha librado la mitad de todas las guerras del mundo, y en consecuencia ha quedado mucha ruina. Con la guerra que ahora viene los arqueólogos están preocupadísimos: ¿qué quedará de las ruinas de las antiguas guerras?
Bien contadas, en realidad la de esta vez son seis, pues hay que incluir la breve escaramuza de siete horas que sirvió de detonante para todas las demás, y que fue la ocupación a Kuwait por su vecino Irak el 2 de agosto pasado. De ella se han colgado todos los pretextos para justificar oficialmente las demás, o para disfrazarlas.

Saddam Hussein, el dictador iraquí, explicó la anexión de su vecino por la "agresión económica" de Kuwait, que al aumentar su producción de petróleo hacía caer los precios, perjudicando a Irak. Pero la verdad es que la anexión era necesaria para éste por razones mucho más acuciantes. Era un país arruinado por diez años de guerra contra Irán: 300 mil millones de dólares en pérdidas, 90 mil millones de deudas (debidas sobre todo a la compra de armamento) y 200 mil millones más reclamados por los iraníes como reparaciones de guerra. Ni aun suprimiendo su ejército de un millón de hombres podía Saddam pagar todo eso -y por otra parte suprimirlo acabaría con la base de su poder sobre Irak mismo. Al anexar Kuwait, en cambio, no sólo borraba de un plumazo la cuarta parte de su deuda, sino que podía entrar a manejar el resto: podría hacerse perdonar, por amedrentamiento, la contraída con sus demás vecinos árabes; y con los recursos del país invadido -9 mil millones de dólares anuales por petróleo, 3 mil más por productos refinados, y otros 9 mil de ingresos financieros provenientes de las inversiones de KIO (Kuwait Investment Office) en todo el mundo- podría pagar su deuda con occidente y con la Unión Soviética. Todo eso, a precios del petróleo anteriores a su nuevo control. Y no habría represalias. No tenía por qué haberlas, si no las había habido para Israel o Siria por invadir al Líbano, por ejemplo.

Pero a Saddam le salieron mal las cuentas, porque la invasión a Kuwait desató el mecanismo de las guerras restantes, y dormidas. Para empezar, el de la más obvia: la del petróleo. Con la producción de Kuwait sumada a la del propio Irak, Saddam Hussein controla una proporción demasiado grande del crudo del mundo, y puede imponer en la OPEP precios y ritmo de explotación sin hablar que su atraco impune lo hubiera convertido en una amenaza constante para Arabia Saudita y los emiratos del golfo, ricos pero débiles. Para los Estados Unidos y para el occidente industrializado en general, era intolerable que controlara tanto; porque, a diferencia (justamente: pero esa es otra de las guerras) de Arabia o los emiratos, Saddam no es un amigo de occidente, sino un adversario. Y no era tolerable que quedara en manos de un adversario 20 por ciento de las reservas probadas mundiales de petróleo (27 mil millones de toneladas, 112 años de extracción al ritmo actual: por comparación, todo el continente americano sumado no llega a 20 mil millones), cuando el petróleo no sólo constituye el nervio mismo de la civilización occidental sino que es además casi la única materia prima que los ricos necesitan de verdad de los pobres.

Con lo cual entramos en la segunda guerra: la de los ricos contra los pobres. Pues no es verdad que exista, como han dicho los diplomáticos y la prensa, un conflicto entre Irak y el resto del mundo por su violación del derecho internacional. Ese derecho, en los últimos años, lo ha violado quien ha querido con total impunidad -la misma impunidad que Saddam esperaba para sí. No sólo las grandes potencias -la URSS en Afganistán, los EE.UU. en Pananá- sino países medianos contra vecinos más débiles -Siria en el Líbano, Vietnam en Camboya. Y no ha pasado nada. El propio Saddam había invadido Irán en medio del aplauso general -como Israel, en medio del general repudio, pero sin que pasara absolutamente nada, había invadido el Líbano.

Pero es que esta guerra es otra: la del norte rico contra el sur pobre. Si ahora vemos reunida contra Saddam Hussein esa alianza increíble de los Estados Unidos y la Unión Soviética, y Gran Bretaña y Francia hasta los argentinos, de lambones, e inclusive el Japón y Alemania pese a las restricciones formales de sus constituciones respectivas, es porque se trata de impedir que empiece a emerger en el sur pobre una nueva potencia. Ya la señora Thatcher, siempre tan clara en sus cosas, ha advertido que aun si se retira de Kuwait como lo pide la ONU habrá que desarmar a Saddam Hussein a las buenas o a las malas. Porque la guerra con que se juega ahora es por el mantenimiento del orden internacional actualmente existente -el nuevo orden, que incluye a la URSS del lado de los buenos: no el orden, basado en el enfrentamiento este-oeste, tan complejo ideológicamente, sino en el sencillo predominio del norte sobre el sur. En ese sentido, se trata de la última guerra colonial, o sea, por mantener las relaciones coloniales (hoy económicas, aunque en lo geográfico el mundo haya cambiado). Irak estaba empezando a escapar al rigor de ese orden, convirtiéndose, gracias a los ingresos del petróleo, en una potencia no sólo militar sino incluso industrial. Con ayuda alemana, sí, y soviética, francesa, y hasta norteamericana: pero el hecho es que estaba a punto de producir sus propias armas atómicas, y hace unos meses puso en órbita su propio satélite, y estaba armando un "supercañón" capaz de bombardear a Israel...
Y esto nos lleva a la tercera guerra: la de Israel contra los árabes, que viene desde hace cuarenta años. Saddam Hussein ha insistido en ligar el problema de Kuwait con el de los territorios árabes ocupados por Israel y con el de la "Intifada" palestina. Y lo está consiguiendo, tanto en la opinión mundial como en el propio Israel. Porque, aunque parezca paradójico, a Israel sí le conviene la guerra contra Irak porque le dará un respiro. Y sólo de respiros puede vivir ese enclave del mundo blanco y desarrollado en el mar árabe y subdesarrollado, esa isla del norte en el sur. Eso ha llevado a que, por primera vez desde que Israel existe, los Estados Unidos no hayan vetado en la ONU las resoluciones tomadas contra él, pues al hacerlo rompería la heteróclita unanimidad contra Saddam Hussein, en la que coexisten saudíes y soviéticos, sirios y norteamericanos, incomprensiblemente.

Pero esa inaudita coexistencia es el tema de otra guerra. Antes de llegar a ella, sin embargo, hay que ver cómo la de Israel contra el mundo árabe se complica con una honda y antigua y ahora otra vez creciente guerra de religión. La de las tres grandes religiones monoteístas -el cristianismo, el judaísmo, el Islam- resucitada para esta ocasión (y es por eso, tal vez, que desde que empezaron a fraguarse estas guerras el Papa, tan locuaz, se ha quedado callado). La ha resucitado el propio Saddam, llamando a la "guerra santa". No solamente ya contra el judío, sino contra el cristiano: los infieles norteamericanos que mancillan, con su despliegue de tropas en Arabia, los lugares santos del Islam. Y en eso, hasta los ayatolas iraníes le han dado la razón -creando de pasada, por lo demás, complicaciones político-religiosas en su régimen teocrático. Esta "guerra santa" forma parte a su vez de la ya larga guerra de resurgencia del Islam, contra la cual hasta hace un par de años el propio Saddam era un baluarte "laico". Y fue precisamente por serlo (y no sólo porque además armarlo era un excelente negocio) que occidente apoyó a Saddam en su guerra de diez años contra Irán, que frenaba (a costa de un millón de muertos iraquies) el expansionismo del Islamismo fundamentalista. Al hacerlo, Saddam defendía de pasada (y por eso le pagaban) a quienes por otra parte son sus enemigos mortales, a la vez que aliados fieles de occidente: las petromonarquías del golfo -que hubieran sido desestabilizadas por la marea del fundamentalismo justamente por ser aliadas de occidente, o sea, del infiel.

Porque hay además una quinta guerra. La guerra civil árabe, en la cual se distinguen, o más bien se confunden, diversos enemigos. Las monarquías feudales, tiránicas y arcaizantes pero aliadas de occidente, de un lado. Y del otro los regímenes de partido único, igualmente tiránicos pero modernizantes, representados por Saddam -y por su viejo rival el sirio Hafez el Assad, hoy aliado de los jeques feudales y de occidente pero hasta ayer su enemigo; del mismo modo que hasta ayer era enemiga de los jeques, y amiga de Saddam y de Assad, la URSS, hoy pasada con armas y bagajes (más armas que bagajes) al campo del norte.

En apariencia, sin embargo, todas esas guerras se reducen a una sola, la llamada "del golfo". Y, también en apariencia, esa guerra se plantea en términos militares: de un lado está el ejército de un millón de hombres de Saddam, con sus 5.000 tanques y sus 600 aviones de combate. Y del otro una fuerza internacional mayoritariamente norteamericana (200.000 hombres), pero muy heteróclita: hay unos 200.000 soldados de Arabia y los emiratos, 50.000 de Siria y Egipto, 8.000 franceses, 6.000 ingleses, unos cuantos cientos de españoles, italianos, marroquíes, incluso búlgaros, con 1.300 tanques y ... aviones y helicópteros. Es la concentración de armas más grande que se ha visto desde las peores batallas de la Segunda Guerra Mundial. Y a un tiro de piedra está el poderoso ejército israelí, que espera.

Militarmente hablando, no hay chico. La guerra sería sangrienta: el Pentágono calcula 25.000 bajas norteamericanas y aliadas, y cientos de miles iraquíes. Pero sería breve. Saddam no puede aguantar mucho tiempo porque no tiene con que renovar las municiones y los repuestos de su ejército - no es el caso de Vietnam, que tenía por detrás el armamento inagotable de la China y la URSS, en tanto que Irak carece por completo de aliados- y porque no tiene tampoco con qué alimentar a su pueblo: antes del bloqueo, que ya va para tres meses, Irak importaba casi el 70 por ciento de sus alimentos. Y aunque se ha especulado mucho con el uso de armas químicas por parte de los iraquíes, es muy improbable que se haga realidad: una cosa es envenenar kurdos, como lo ha hecho Saddam, en una guerra local, y otra muy distinta (por las secuelas que tiene cuando se pierde la guerra) envenenar fuerzas internacionales. De manera que, si hay guerra, no hay duda de que Saddam la tiene de antemano perdida.

Pero es precisamente en el aspecto no militar del conflicto donde la cosa se complica. Porque el estallido militar exacerbaría de un modo imprevisible todas las demás guerras -la del petróleo, la de los ricos contra los pobres, la norte-sur, la árabe-israelí, la guerra civil árabe-, de tal manera que los vencedores militares se encontrarían con un nuevo mundo políticamente inmanejable y económicamente en muy malas condiciones. Es por eso que Mitterrand aconseja prudencia, y Gorbachov duda, y el mismo presidente Bush vacila. Ya se hizo pagar de antemano los costos del despliegue militar por los árabes, los alemanes y los japoneses, pero vacila: las consecuencias de la victoria son demasiado catastróficas.

Y sin embargo es muy difícil que, finalmente, pueda evitarse el estallido. Porque en el fondo se trata de una guerra para saber quién manda. Y los Estados Unidos no pueden permitirse el lujo de que duden de que quien manda son ellos. -