El ‘Perro negro’ y sus hijos.

Relato de un viaje a la tierra de García Márquez

De corazón en corazón

Le dicen el ‘Perro negro’ y su lista de amores es larga. Tan larga como las parrandas de doña Juana Bolívar. La periodista Salud Hernández-Mora pinta un magnífico fresco de algunos personajes emblemáticos de la Aracataca del Nobel, a quien acompañó en el viaje de regreso a su tierra.

Salud Hernández-Mora
19 de junio de 2007

El sol aprieta desde que despunta. Al mediodía, el calor aplasta hasta la voluntad. Solo los lugareños, los platanales y las robustas palmeras africanas parecen soportar sin esfuerzo el clima sofocante de la región que alberga a Aracataca, la Zona Bananera y Ciénaga, algunos de los territorios donde debieron vivir los Buendía y cuyas gentes sirvieron de inspiración al Premio Nobel colombiano para sus Cien años de soledad.
Los lugareños no creen que Dios favoreciera a Gabriel García Márquez con una portentosa imaginación. Todo lo que escribe en la novela que el autor mexicano Carlos Fuentes comparó con Don Quijote está en las entrañas de esas tierras bananeras, fértiles y ardientes, del departamento norteño del Magdalena, habitadas por hombres de sangre templada, moral distraída y cuerpo parrandero. Sus mujeres poseen una belleza cautivadora, son permisivas y laboriosas, dispuestas a mirar para otro lado y perdonar los muchos pecados de alcoba de sus machos. Gabo, cuentan sus paisanos, se limitó a relatar con un estilo literario sublime lo que vio en su niñez y juventud o le contaron.
El ‘Perro negro’, que sólo leyó algunos pasajes de la obra, está convencido de esa teoría y piensa que él es un ejemplo palpable. Como parte y esencia del paisaje costeño, el clima abrasador nunca le restó un ápice su pasión desbordante ni le alteró su rutina amorosa.
Procreó treinta y nueve hijos pero no se conforma con la extensa prole que le regaló Dios. Le gustan los números redondos y, además, siente que en su corazón aún hay cabida para otro amor. A sus ochenta y dos años, no pierde la esperanza de llegar a los cuarenta retoños antes de que se lo lleve la parca.
Por eso rondó durante doce largos meses a una joven de su tórrida Aracataca natal, con el ímpetu de un adolescente perdidamente enamorado. Le llevaba pequeños detalles a su lugar de trabajo, la piropeaba, se ofrecía para cargarle lo que llevara encima y le cantaba serenatas nocturnas. Pero ella no cedió. Aun así, el Perro no perdió la sonrisa ni abandonó su empeño. Está convencido de que aparecerá otra muchacha bonita dispuesta a aceptarlo.
“Cierto que todavía voy a tocar otras puertas. Pero soy juicioso y vivo con la misma mujer de toda la vida”, comenta, para añadir que también ha sido fiel a las otras dos señoras con las que ha convivido durante décadas de forma abierta, a la luz de sus vecinos. “Por acá es costumbre”, indica tranquilo.
Al igual que hacía Aureliano Segundo, que dividía su vida entre su esposa legítima, la frustrada Fernanda del Carpio, y su amante, Petra Cotes, el ‘Perro negro’, apodo que le pusieron a Toño Jaramillo por una noche de juerga en que se le cruzó un can de ese color, supo repartir su tiempo entre las distintas mujeres con las que compartió existencia, con una equidad salomónica.
Alicia Ellis ya falleció, pero mientras seguía sobre la Tierra recibía a su amante todas las noches después de la cena y lo tenía con ella hasta las dos de la madrugada. Luego dejaba esa cama para meterse en la de Juana Bautista y cuando despuntaba el sol, regresaba al hogar oficial para desayunar con Gloria Escalante y el resto de la familia. Además, tuvo relaciones con Romelia Borrego, Jenis Gómez y Alicia Urbina, y las enumera seguro de no dejar a ninguna fuera e insinuando que las quiso por ese orden. Cita cada nombre con cariño, como queriendo dejar claro que ninguna fue una aventura pasajera; quienes lo fueron, abandonaron hace rato su memoria.
“Hay mujeres que le toman el paso a uno. No hay que pelarse con las mías. Cuando salgo para otra casa, Gloria sabe que me voy para allá. Si necesita algo, me manda llamar. Por la mañana voy luego donde las otras y doy una vuelta, ¿cómo amaneció?, les pregunto. Es sabroso que sean así porque uno permanece fresco, sin peleas”.
En ocasiones las dejaba a todas para parrandear en casas ajenas. Una de las que gozaban de mayor prestigio en Aracataca y los alrededores era la de doña Juana Bolívar, quien forma parte del alma macondiana. La mayoría de las fiestas comenzaban sin motivo reseñable, solo porque alguien llevaba una caja de botellas de ron de caña o de whisky, y terminaban varias jornadas más tarde, cuando los hombres agotaban las existencias y nada se rascaba el bolsillo para mandar por más bebida.
Juana no tuvo hijos pero sí un marido, funcionario municipal, que la quiso y la respetó. Para llenar sus días, entregó una parte de su corazón romántico a alcahuetear amores furtivos si bien hoy día, a la altura de sus ochenta y seis años, prefiere hablar de la excelente anfitriona que fue y de la decencia de las mujeres que llegaban a alegrar las parrandas.
“Llevo cincuenta y siete años viviendo en esta casa que antes era de barro y caña brava”, recuerda la mujer, mientras sigue de reojo la partida de dominó que juega todas las tardes en su terraza con dos amigos de vieja data. Llegó a Aracataca con su familia de jovencita, procedente de un caserío del mismo departamento, a lo que entonces era un poblado que bullía. “Había un desorden muy grande con la plata; entonces había mucha, mucha, la recibían en costales y enseguida, a parrandear”, rememora con una sonrisa que descubre una dentadura gastada. “La que botaron en aquellos tiempos, la estamos hoy necesitando”.
Cuando los hombres aparecían en el umbral de su puerta, con el cuerpo alegre, dispuestos a correrse una buena juerga, doña Juana se ponía a cocinar como loca las viandas necesarias para saciar el hambre de los invitados y empapar el alcohol de los borrachos. “Dábamos sancocho con todo: carne de cerdo, de res y gallina; lo preparábamos cuando se les antojaba, así fuera a las doce de la noche. Les colocaba hojas de guineo como mantel, solo les daba cuchara de palo y servía en totumas, por la cantidad de gente que llegaba”. Pero el licor era de primera, “puro whisky del bueno, del legítimo, nada de trago barato”.
La casa mejoró y fue creciendo con el pasar del tiempo, como la de Úrsula, la inagotable matrona de Cien años de soledad, sin llegar nunca a convertirse en la mansión de los Buendía cuyo comedor podía albergar a más de veinte comensales cómodamente sentados. Pero era espaciosa, lo suficiente para acoger a todos lo que se apuntaban al improvisado festejo, incluidos los grupos musicales que lo amenizaban al son de vallenatos acompañados de acordeones, guacharacas o guitarras. Y, lo que era aún más importante, estaba abierta a la doble vida de los hombres, como la que tenía Petra Cotes, la eterna amante del Macondo de García Márquez.
“Los hombres traían a sus amigas, que no eran lo que usted piensa. La casa se llenaba de rumba y cuando alguien se cansaba, les tendíamos hamacas; dormían y cuando se despertaban, volvían a parrandear”.
Era tanto el dinero que corría en los años en que las compañías bananeras norteamericanas invadieron la región con sus empresas y la irradiaron de un progreso ilusorio, que había quienes “asoleaban la plata en el patio para que no se humedeciera”, porque no era costumbre guardarla en los bancos.
“Para bailar la cumbia, en lugar de llevar en la mano una velita, quemaban dólares”, explica doña Juana.
“El pueblo estaba tan bueno, que venían en el tren a parrandear muchachos elegantes de Ciénaga (la población que fuera más rica e importante que la misma capital del departamento de Magdalena)”, al igual que ocurría en Macondo cuando arribaban forasteros de todos los rincones de la comarca, hasta que la enfermedad del insomnio, la guerra y los cuatro años de lluvia ininterrumpida, entre otras tragedias, la sumieron en un abandono irremisible. El mismo que sufrió Aracataca y toda la región bananera al marchar las compañías gringas, idéntico al que en ocasiones siente doña Juana desde que enviudara en 1974 de un marido que nunca buscó otras mujeres para que le hicieran los hijos que ella no pudo darle.
“Cada día vienen los vecinos un rato a acompañarme en mi soledad”, dice, dejando asomar un atisbo de tristeza, y remata con una ficha doble la cotidiana partida de dominó de los tres amigos reunidos bajo la sombra de su terraza.
Doña Juana no deja descendencia que siga su tradición pero Toño Jaramillo, el ‘Perro negro’, como el coronel Aureliano Buendía, lega una camada de jóvenes fornidos y rostros calcados al del progenitor y tan mujeriegos como él, al menos de alma. El clan no hace pescaditos de plata artesanales, sino muebles y puertas. El patriarca y ocho de sus hijos, de diferentes madres, trabajan en el taller de ebanistería que abrió varios lustros atrás. Otros dos también ejercen el oficio, pero en pueblos cercanos.
Todos ellos comprenden la fogosidad de su padre y si no le imitan es solo por cuestión económica. “Los Jaramillo tenemos la sangre dulce, ese apego que nos dejó mi papá, y es que nos resulta fácil conseguir mujeres. Alguno de mis hermanos tiene dos, otros tres, yo ninguna porque requiere mucha plata ya que hay que tenerlas a todas bien, mirar por ellas”, explica Toñito. “Mi padre nos inculcó buenos principios y valores, ninguno hemos salido torcidos, marihuaneros ni maricones”.
También les dejó a varios de ellos una voz portentosa para acompañarlo con su grupo de música de son cubano que recorre una región que abarca los municipios de Fundación, Zona Bananera, Aracataca y otros que bordean la Ciénaga Grande.
“Uno las quiere por igual a todas”, explica el patriarca, para añadir que entre ellas se respetan, no hay celos o, por lo menos, no muestran las uñas ni le hacen reclamos por sus ausencias. “Se han juntado solo a rezar, en sepelios, pero no se conversan”. Tampoco él exige tanto, le basta con que cada una respete el espacio de las demás.
Los hijos, por el contrario, lejos de estar distanciados, se consideran hermanos unidos; hablan de los Jaramillo con orgullo, se quieren y ayudan. Hay tres Antonios –El casi largo, Toñito y Toño el policía–, dos Marcelinos –El pobre y El rico– y medio santoral masculino y femenino para los demás.
“Vaya y pregunte por ahí, todo el mundo nos conoce”. Incluso el padre del clan compuso una canción que sirve de advertencia para los maridos cautelosos:
“Cuidado, cuidado, que viene Toño, se la arrebata (la esposa) y más nunca la vuelve a ver”.
Tampoco les convenía perder de vista a Pedro Terán, otro galán y juerguista empedernido. Al cumplir los ocho años ya tenía gallos de pelea, una pasión que el pasar del tiempo no ha menguado. Lamenta que su afición esté decayendo, como las parrandas de varias jornadas de doña Juana y tantas otras costumbres costeñas que Cien años de soledad difundió por todo el planeta.
“Yo tuve los mejores gallos de la región, Patapalo, El chino, Mike Tyson, al que llamé así porque mataba de una sola mordida, era un gallo asesino, y aún tengo muy buenos”.
Los que le quedan los mantiene como a niños mimados en el patio de su casa de Aracataca, protegidos por matas y árboles del calor que abrasa el pueblo, cada cual en su jaula. Les dedica palabras cariñosas, los alimenta bien, los entrena con guante de seda, les corta las plumas como un peluquero de salón. Ahora hay no más de cinco o diez, pero llegó a contar con cincuenta cuerdas, como llaman a los corrales, lo que significa que superaban con creces el medio centenar de animales. Su cuerda, “que es como decir su hierro en los toros”, se llamaba La Campeona.
En la novela de Gabo, José Arcadio Buendía debe abandonar su pueblo natal, la razón para fundar Macondo, después de matar a Prudencio Aguilar, un gallero soberbio que lo humilla ante todos en venganza porque su animal salió derrotado en una pelea. El patriarca le atraviesa la garganta con una lanza, en respuesta a su afrenta. A Pedro Terán, que conoce bien la novela, siempre le pareció lógica esa reacción.
“Es que en esto de los gallos se celebra y no se le mama gallo a nadie porque si no, puede haber muertos. Un día un gallero que había ganado una pelea, principió a mamarle gallo al rival. El perdedor inició a sacar el revólver, pero lo calmamos. Otro día el hijo del negro Morón, un conocido, mató a un pelao porque le dijo antes de la pelea: ese gallo tuyo te lo gano, lo que fue cierto, y al terminar lo buscó para decirle: ‘Te dije que el gallo mío mataba al tuyo’. El hijo de Morón no se aguantó porque no le gustaron esas palabras y lo mató. Luego la guerrilla, que andaba entonces por acá, le quemó las cuerdas (corrales) con unos cuatrocientos gallos”.
En su época de gloria, Pedro Terán caminaba erguido, ufano, era un parrandero inagotable, bebedor sin fondo, cantante enamorador. “Yo caminaba elegante, vestía botas finas, un sombrero que parecía un coronel, camisa buena. Me lucía el uniforme, me rozaba con los grandes, me respetaba y me conocía todo el mundo”, recuerda con nostalgia. “Los gallos son como los toros, mueren en su ley. Y los galleros como los que tienen toros de lidia, tipos honestos en su vaina. Antes se decía ‘palabra de gallero’ porque eso valía, los gallos eran solo para gente honesta, no había bandidos”. Pero hoy día la afición se desvanece como agonizó por lustros la gloria de los Buendía.
Tampoco hay ya noticias de mujeres que dieron a luz bebés con cola de iguana, que no de cerdo, como aseguran en la comarca que ocurría cuando se casaban entre familiares. Apenas quedan unas pocas mansiones decrépitas en Ciénaga y en la Zona Bananera, decoradas por los escasos muebles foráneos que la decadencia no arrastró hacia anticuarios bogotanos; igual ocurre con el tren, destinado en exclusiva a transportar carbón de las multinacionales que sustituyeron a las grandes bananeras. Incluso la Ciénaga Grande agoniza por la depredación humana y el caserío Macondo, la antigua finca con la que Gabo bautizó su pueblo inmortal, languidece envuelto en la pobreza que asola la región, la misma que enterró a un territorio de ficción que fue más real que leyenda.