El escritor español Eduardo Lago

Desde Brooklyn, con dolor

Llámame Brooklyn está destinada a ser una de las novelas españolas más exigentes e inteligentes de los últimos años. De paso por Bogotá, su autor, ahora director del Instituto Cervantes, habló con Arcadia.

Juan David Correa Ulloa
19 de junio de 2007

A los treinta y dos años Eduardo Lago se reinventó. Dice, sentado en el lobby de un hotel y detrás de unas ojeras pronunciadas, con su voz que sale del fondo de alguna parte, que ese adjetivo tan anglosajón podría definir un antes y un después en su vida. Lago creció bajo el franquismo en una familia madrileña de mente abierta. Su madre, al contrario de lo que se estilaba en los años sesenta, decidió que aprendiera inglés por encima de la moda de aprender francés en la España de entonces. Iba y venía de Madrid a Londres cada verano para pasar cortas temporadas en casas de familias inglesas iguales a la suya. A los diez años, su tío, el pintor Antonio Lago Rivera, un exiliado de la escuela española en París, le regaló su primer libro en inglés: una colección de poemas de Robert Graves. Encandilado por esa lengua que “con menos dice más”, no olvidó la lección. Y después de la apertura española en 1976, del éxtasis de la movida –escribió canciones, editó revistas como La Campana junto a su hermano, y vivió la noche- recaló en Nueva York.
Aunque no lo dice, Lago es un intelectual de alto vuelo. Es respetado por sus contemporáneos. Saben de él los círculos de la inteligencia española. Es director del Instituto Cervantes. Ha leído de todo por placer y no se ufana de ello. Se fue a Nueva York con sus dos primeras traducciones –El plantador de tabaco, una extensísima novela de John Barth de más de mil páginas, y Melodie Jones de David Galloway– y sin más se despidió de todo y de todos. Un poco como lo hace Néstor, el narrador-recopilador de su novela Llámame Brooklyn, que le mereció el Premio Nadal de Novela en 2006, el de la Crítica en España y el de la ciudad de Barcelona, este año. Una novela exigente, pensada, escrita durante cuatro años y que ha supuesto una verdadera renovación en el predecible mercado literario español.
Pero hubo un antes de la novela. Hubo una llegada y años de soledad. “Soledad radical. Esencial. Una soledad no buscada sino sentida. Yo creo que eso es muy importante en la vida de un escritor”, dice. Hubo amigos y noches y un primer trabajo de profesor en donde por casualidad se encontró con alguien que le ofreció compartir la que sería su primera vivienda fija en Nueva York, en Park Slope, Brooklyn, muy cerca de la casa de Paul Auster. Ese Brooklyn fue metiéndosele en la sangre. De Park Slope pasó a Brooklyn Heights, ese barrio de escritores por donde desde hace más de un siglo han caminado Whitman, Auden, Capote o Mailer, y en donde ocurre toda su novela. Ese recodo junto al Hudson que se asoma desde el otro lado de Manhattan, con su promenade mítica. Allí también conoció un bar –como el de su novela– y un Frank –como el dueño del bar en su libro–. Y nada más porque su pretensión –y se le cree, al fin y al cabo duró veinte años en silencio– no era ser escritor sino escribir. Escribir en cuadernos todo aquello que lo atropellaba y lo emocionaba de una ciudad que jamás se queda quieta: desde las viejas y herrumbrosas montañas rusas de Coney Island hasta los bares escondidos de Williamsburg. Y así pasaron quince años. “Al no publicar no me estaba exigiendo la verdadera medida de lo que podía hacer. Escribía solo, sin rigor, sin que nadie me dijera nada. Y luego todo cristalizó en una sola novela, esta, que sale después de mis cincuenta años”.
En un viaje a España, Lago decidió que escribiría algo que le daba vueltas en la cabeza desde hacía años. La voz de alguien que lo acompañaba, “como dijo alguna vez Álvaro Mutis de Maqroll, el Gaviero”, y que tuvo que poner sobre el papel. Esa voz se llama Gal Ackerman y es el protagonista escritor de su libro. Un hombre dedicado durante años a escribir una novela sobre Brooklyn, una especie de cuaderno de apuntes por donde desfilan una serie de personajes encerrados en un bar, el Oakland, pero en el que incluye casi toda su vida: su amor con Nadia, una belleza rusa que se convierte en una cuchillada certera, la historia de su abuelo, un viejo anarquista norteamericano, la de su padre, Ben, que participó en la Guerra Civil Española, del lado republicano.
La novela recuerda personajes como el Sueco Levov de Pastoral Americana, de Philip Roth, o al cónsul de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, tiene un tono y una escritura directa como la anglosajona pero es profundamente española. Todo el hilo que la recorre tiene que ver con la Guerra Civil de donde parte la historia de Gal. Para Lago, esa “es una herida que no se ha cerrado. La clave me la dio E.L. Doctorow en una entrevista que le hice cuando publicó La gran marcha. Me dijo una cosa que me paralizó: es que las guerras civiles abren heridas que no se cierran nunca. Él hablaba de una guerra muchísimo más antigua que la española. Mi teoría es la siguiente: en España hay cuarenta años de dictadura, y al acabarse esa dictadura, se pasa de repente a la democracia. Eso es un milagro. Y lo es porque de repente la gente no sale a la calle a matarse. Es un milagro que el dictador nombre a un rey, una cosa demencial. Lo primero que hace el rey es devolverle la soberanía al pueblo. Legaliza el partido comunista. España no estaba preparada. Y ocurre un fenómeno muy extraño y es que la gente que se había enfrentado de manera fratricida, junta, celebra la libertad. España es un país muy cerrado, que no pasó por una ilustración y de la noche a la mañana tenemos las leyes más liberales. Pero al pasar el tiempo nos damos cuenta de que esas heridas no se han cerrado del todo. Eso es lo que pasa con la novela, que necesitaba averiguar en el pasado del personaje, que es el pasado de la Guerra Civil. Eso que no se había mirado con atención [socialmente] y por fin se está mirando. Si tienes una enfermedad debes abrirla, al hacerlo sale sangre y dolor. Creo que España podrá entrar en una época de reconciliación definitiva pronto”.
Como si quisiera saldar cuentas con su pasado, Lago elige un tema que va desenvolviéndose con sutileza y que toca un asunto mucho más hondo: la patria como lengua. “Es una novela, como dijo un crítico con el que estoy de acuerdo, de la ‘Des-España’. La frase de la patria es del gran poeta Ceslaw Milosz y creo que resume muy bien el libro. Es una novela mixta: tiene mucho de España y mucho de Nueva York”. Una novela que, sin duda, incomoda, y es capaz de convencernos de que Eduardo Lago, a sus cincuenta y cuatro años y con su primera apuesta sobre la mesa, está llamado a ser uno de los grandes narradores en lengua española. Aunque no lo dice, tiene en preparación un libro de cuentos y una novela. Ambos libros seguirán escribiéndose mirando a España desde Nueva York, permitiéndonos conocer la hibridez de una ciudad. Eduardo Lago seguirá buscando nuevas heridas de guerra, heridas de amor.