García Márquez en la intimidad

El retrato de un amigo

Se han escrito cientos de artículos para celebrar los ochenta años del único Nobel colombiano. Arcadia, sin embargo, se preguntaba cómo era un García Márquez de entre casa. Y en este texto, de una de sus mejores amigas, está la respuesta.

Zheger Hay
21 de marzo de 2007

Cada vez que estaba a punto de conocerlo algo frustraba el encuentro. Todo comenzó cuando yo estaba en una situación muy difícil en Panamá, encerrada y sola y rogaba, como rezando por alcanzar un milagro, poder encontrármelo. Necesitaba que me ayudara con el general Torrijos. Cuando por fin estuve feliz e indocumentada, pero a salvo, en honor a ese deseo frustrado y como un conjuro contra el horror, le regalé al general Noriega El amor en los tiempos del cólera, “para que viera cómo acaban los tiranos”. Después me fui a vivir a La Habana y los cubanos –tal vez fue José Abrantes cuando estaba de ministro del Interior– me propusieron invitarlo al fin de año a mi casa, pero yo tenía a mi cargo un grupo muy radical y alguien me había advertido que Gabo opinaba que los guerrilleros de tanto estar metidos en el monte acababan pareciéndose a los micos. Así que no lo hice pensando que la cosa podía ponerse maluca. Tampoco esa vez lo conocí.

De Cuba me fui para México. Algunos amigos comunes me dijeron que lo buscara, que él sabía vagamente de mi existencia, pero yo estaba tan pobre que pensé que en esas condiciones conocer a un rico era igual a pedirle ayuda, y nunca lo busqué. Los amigos me decían que, precisamente, por eso debía buscarlo y yo les respondía que por eso, precisamente, no. Cuando se ganó el Nobel, mi hijo oyó la noticia cuando iba en el bus del colegio y le pidió al chofer que parara frente a una cabina telefónica para llamar a darme la noticia. Casi no podía hablar de la emoción.

Como dos años después, ya entregada a un exilio que me resultaba benévolo y feliz, trabajando en cosas de mi gusto y con un sueldo del que podía vivir sin apuros, un amigo común cubano que estaba de paso por México me propuso visitarlo. Yo le dije que no, que no sabía de qué iba a hablar con él y que no quería que me mirara como a mico raro. Por esos mismos días, en una reunión en la embajada cubana en México, ese amigo me llamó al teléfono diciéndome que alguien quería hablarme y ese alguien resultó ser Gabo. Con que no quieres conocerme, me dijo de entrada. Yo le dije que no, que qué pena y me contestó que no inventara, que ya le habían dicho que a mi nada me hacía apenar. Me pidió mis teléfonos y me dijo que me llamaría. Yo le dije que no quería hablar de política, que hablaríamos solo del carnaval y cosas así.

Quince días después, estando en mi oficina, me acordé de esa promesa pensando que se le había olvidado y, de pronto, caí en la cuenta de que mi secretaria me había dicho varias veces de la llamada de un señor Gabriel García. Le pregunté si tenía anotados los mensajes y, preciso, ahí estaba el segundo apellido, que juntado al primero crea ese emblema universal, ese nombre conocido en el mundo entero pero que mi secretaria desconocía por completo. Le devolví entonces la llamada y otra vez le dije que estaba apenada, que no sabía que me hubiera llamado. Me dijo que sus modestos triunfos se debían a la persistencia y que por eso había insistido. Me puso cita para el día siguiente y me llevó enseguida a su casa.
Cuando llegamos, llamó: Meche, mira quién está aquí. Bajó Mercedes las escaleras como una reina –tiene ese porte, esté donde esté– y desde ese día nos hicimos amigas.
 
A partir de ahí encontré una familia. Iba casi todos los días a almorzar allá. A veces con alguno de los hijos o con los dos, cuando estaban en México y muy rara vez con alguien más. Los fines de semana nos íbamos a Cuernavaca, a la casita que tenían allá y Gabo llevaba su computador, que usaba con propiedad mucho antes de que se generalizara su uso. No tenía todavía estudio en esa casa, e invariablemente se sentaba todas las mañanas, hasta pasado el mediodía, frente a la ventana, con el computador apoyado sobre un estante bajo de libros, obligado a una postura que le debía resultar incómoda, pero que no le hacía variar su rutina de trabajo. Desde ahí nos veía a Mercedes y a mi, whisky en mano, charlando de mecedor a mecedor. A veces alzaba los ojos y nos decía: qué bueno como viven los ricos que no tienen que trabajar. Y yo le contestaba diciéndole que él trabajaba como si de eso dependiera el desayuno del día siguiente. Mercedes hacía la comida, siempre sencilla y deliciosa -de la comida árabe, que les encanta a los dos, me encargaba yo- y el domingo en la noche nos devolvíamos a México.

Alguna vez pasamos a ver a Luis Alcoriza, el cineasta español que vivía en Cuernavaca desde que le habían diagnosticado un enfisema. En México visitábamos a la viuda de Luis Vicenz, una amiga a la que Gabo y Mercedes acompañaron lealmente hasta su funeral. A veces iba Álvaro Mutis, que no es visita sino alguien de esa casa, pero en general, la vida que llevaban era sosegada y de un orden en el que las dietas continuas eran lo único que delataba que a veces ambos, tan ordenados, rompían la disciplina.

Mercedes es tan ordenada y sistemática, que ella sola llevaba las cuentas de todo lo que hoy en día hacen como tres personas. Y todo como si no le costara esfuerzo, con una gran placidez. Es imposible hablar de Gabo sin hablar de Mercedes, el polo a tierra, quien vive con su marido, cuidándolo y apechichándolo, aunque él, que es un gran consentido, cuando uno le dice eso, dice que qué va, que a él le toca apechicharse solito porque nadie lo consiente.
Las veces que salía con ellos en México o con Gabo, solo, a librerías, la gente en general se mostraba de una gran discreción aunque desde luego lo reconocían, pero asumían como parte del respeto no abrumarlo. Una vez que Enrique Santos fue de visita, Mercedes decidió sumarse a nuestra ida a Garibaldi y ahí estuvimos, sin que nadie se acercara a pedir autógrafos, hasta cuando ya habíamos salido del Tenampa y se le acercó una argentina. Yo le tomaba entonces el pelo, porque siempre decía que no quería salir porque todo el mundo lo reconocía y después resultaba que nadie se le acercaba.

Cuando nombraron a un amigo de ellos director de la empresa donde yo trabajaba, Gabo me llevó a verlo para presentarme como su amiga. El revuelo fue mayúsculo, toda la dirección de la empresa estaba ahí para conocerlo, llevaron fotógrafo y todos se retrataron abrazándolo. Eso me valió un ascenso, pero sobre todo, para mí, que sé lo tímido que de verdad es, y que no lagartea por nadie y menos para sus más allegados, esa fue una prueba de amistad que atesoro.

Cuando hablábamos de Cuba no lográbamos ponernos de acuerdo. Yo, con toda mi admiración por Fidel, tenía muchas críticas y él invariablemente zanjaba la discusión con los argumentos de la amistad.

Pero cuando hablábamos de Colombia la cosa sí que se ponía maluca porque yo me exaltaba, me ponía furiosa, lo contradecía con rabia porque no viera lo que a mi me parecía claro sobre los políticos colombianos. Él entonces me decía que yo era tan rebelde que parecía una potranca cerrera y que me parecía a Fermina Daza, cuando lloraba de rabia. Yo me quedaba amoscada porque me parecía imposible que no viera lo que para mí era tan evidente. Y me daba rabia que no fuera el mismo que rechazó el ofrecimiento de Lleras Restrepo de nombrarlo cónsul con el argumento contundente de que no quería ser representante de un gobierno que encarcelaba estudiantes (o algo así), el que había dicho que le importaba más un boxeador de Chambacú que acababa de ser campeón mundial que cualquier oligarca de mierda. Hoy en día he matizado algunas de esas impresiones y creo que la naturaleza bondadosa de Gabo no le permite ver el afán de utilización de muchos de los que lo buscan, que lo exhiben como trofeo, que se toman la foto con él para presumir. Y que utilizan su santo nombre en vano. O no en vano, porque no lo harían si no les reportara utilidades.

El natural humilde de Gabo no le permite ver que no necesita buscar a un presidente –Fidel o los bastante menores de aquí, aunque lo de Fidel tiene razones comprensibles– ni a esos supuestos “aristócratas” bogotanos que se lo imaginan siempre de camisa de colorines, porque aunque vayan todos los años a Cartagena a exhibirse en ese escaparate bogotano entre ellos mismos, no han podido entender el espíritu caribe. Creo que el halago lo hace resignarse y busca en lo mejor de su alma el argumento de que el acceso a los poderosos le permite ayudar a mucha gente.

Hubo una época en que mi mal manejo de sus relaciones con el poder me costó un alejamiento muy doloroso. Ya viviendo yo en Colombia, al comienzo, cuando venían con frecuencia, me llamaban diciéndome que todavía no habían desempacado, para que viera cómo me querían. Pero después, especialmente en el gobierno Gaviria, yo me fui poniendo cada vez más agresiva porque no podía entender que se resistiera a la manera en la que buscaban utilizarlo y cada conversación acababa en una pelotera. La verdad es que yo peleaba sola, porque Gabo es de naturaleza pacífica y no se pierde en alborotos, pero eso ocasionó un alejamiento de un año: como en todos los amores viejos, cuando Mercedes me llamó yo volví feliz, como se vuelve a la casa de la infancia, a los recuerdos más amables de la vida.

Ahora, cuando me reúno con ellos en Cartagena, en esa barahúnda en que se convierte la casa, con gente que empieza a llegar a veces desde las ocho de la mañana hasta por la noche, extraño los tiempos de tranquilidad en que los tenía para mí y me siento muy afortunada de haber podido vivir con ellos esos días de hogar. Pero los extraño tanto, que aun cuando regresé a Colombia y me reencontré con mi familia, tan generosa y afectiva, sentía que me faltaba un pedazo, el de las conversaciones sosegadas en esa casa donde se ayudaba sin aspavientos a tanta gente anónima y donde la serenidad y firmeza de Mercedes lograron mantener una familia común y corriente con semejante monstruo a bordo.