Tunja, Boyacá

Elegías de una ciudad ilustre

Tunja y su pasado colonial glorioso –una ciudad en la que don Juan de Castellanos escribió las célebres Elegías de varones ilustres de Indias–, con un presupuesto enorme para la cultura, parece estar dormida en las artes. Los bares mandan la parada.

Andrés Montoya
22 de octubre de 2007

Lo primero que me llama la atención en Tunja es un afiche de Ricardo Arjona. Tiene, cómo no, el pelo mojado y la camisa desabotonada. Trata de lucir desafiante. Pero su mirada mansa lo traiciona. El cartel anuncia la llegada del xxxv Festival Internacional de la Cultura, celebrado el pasado mes de septiembre, y en el cual la atracción principal fue este guatemalteco cuya discografía es un nutrido recetario de autoayuda para mujeres tristes. Es jueves 27 de septiembre y estoy aquí para mirar la oferta cultural de la ciudad.
El Festival Internacional de la Cultura es, desde hace treinta y cinco años, el gran evento en torno al cual se han reunido los boyacenses. Es organizado por la Secretaría de Cultura y Turismo del Departamento, y se han presentado, por ejemplo, la Orquesta Sinfónica de Boston y la Orquesta de Cámara de Leipzig. “Artistas fenomenales pasaban por aquí, ahora solo traen a quien pueda llenar el estadio”, me dice Luis Buitrago, 45 años, fotógrafo y anacoreta. Con una vocación cada vez más comercial, el turno ahora es para artistas tipo Arjona, Alberto Plaza o Raúl Di Blasio. María Clemencia Caro, contratista de la Secretaría de Cultura de la Gobernación, sostiene: “El Departamento invierte en cultura 3.223 millones de pesos anuales”. Ese presupuesto se reparte entre el Festival Internacional de la Cultura, el programa de formación artística de los 123 municipios, el sostenimiento de la Red Departamental de Bibliotecas y el Programa Departamental de Música.

Bares y fondas
Antes de ser artista, Gabriel Guzmán fue lobo de mar y minero. Del océano le quedó un tatuaje de dudosa calidad en el antebrazo izquierdo. De las entrañas de la tierra heredó unas manos enormes en las que el pincel se ve frágil. Desahuciado. Su estudio, al que bautizó El Cotoplón, es una madriguera de artistas extranjeros que, atraídos por el prestigio histórico de Tunja, se han hospedado en este caserón. “Mi proyecto es donar los sesenta cuadros de artistas que poseo, pero ocurre que aquí no hay ningún museo que no sea de carácter religioso”, señala. En la pared leo una frase escrita en carboncillo que resume su filosofía: “Mi juventud la dediqué a mis responsabilidades, ahora exigiré mi derecho al éxito”. Frente a esta escasez de espacios, Juan Escobar, antropólogo, lidera el ambicioso proyecto de conseguir recursos para montar el primer museo de arte moderno de Tunja. Su plan es convertir una de las casas coloniales en el Museo Boyacá. “Sueño con ampliar la oferta cultural para los muchachos, para que se inventen aquí la vida y participen en actividades distintas a las que ofrece el Festival de la Cultura y los bares”, dice. Por ahora, el único lugar en donde pueden exponer regularmente los artistas locales es en la Casa Gustavo Rojas Pinilla. Durante este mes está exhibida la exposición Ojo de tiburón, de Serafín Romero. Me acerco al libro de visitantes y encuentro una conclusión elocuente: “Somos de Bogotá, vimos ya todas las exposiciones y esta es la mejor o, mejor dicho, la única”, Marta y Pato. Subo al segundo piso a mirar la colección de objetos personales del ex dictador. Según el policía de turismo que me acompaña, este es uno de los lugares más visitados en Tunja. Un mechón de pelo gris es el objeto más curioso.
En efecto, es una ciudad de bares. Y de gente joven. Con excepción de Luis, quien no se dejó censar en el 2005, Tunja tiene 152.419 habitantes, de los cuales el 35% son estudiantes. Además, según la Cámara de Comercio de Tunja, existen sesenta bares, cuatro salas de cine, dos librerías, una biblioteca pública, una sala de exposiciones y, sin contar los espacios de las universidades, un teatro destinado para funciones especiales. No obstante, la ciudad sigue estando marcada por su pasado colonial. Dos catedrales del siglo xvi, ocho iglesias de la misma época, un convento de 1586, un monasterio construido en 1729 y cinco mansiones aristocráticas, entre las que se destaca la casa del cronista Juan de Castellanos, y en donde escribió Elegías de varones ilustres de Indias, son la prueba del esplendor arquitectónico y religioso que vivió la ciudad hace cuatrocientos años. Tunja pasó de ser el segundo lugar más importante del Nuevo Reino de Granada a una ciudad pequeña que crece aceleradamente. En cada manzana hay una nueva construcción. Es fría y turística. Creyente y bebedora. La historia dice que los primeros habitantes de esta región, los muiscas, crearon a Nencatacoa, dios del arte, la chicha y deidad de las borracheras. Que no le rendían tributo porque, según ellos, la borrachera era el mejor homenaje.

Puro teatro
Cuando César Piratoque se embutió dos puñados de pastillas hace cuatro años jamás pensó que hoy, en el Festival de Teatro del Caribe, iba a ser un rey. “El teatro lo salvó”, sostiene Carlos Sánchez, psicólogo, anarco según él, y fundador del Teatro Popular de Tunja. Nos encontramos en un cafetín del centro y me cuenta que César, el protagonista de Los hijos del fuego, es uno de los tantos muchachos de las barriadas que él ha integrado a su grupo. “Yo les echo el cuento y les ofrezco posibilidades distintas a la rumba”, dice. De los tres grupos teatrales que trabajan regularmente en Tunja ninguno cuenta con una sede propia. “La falta de espacios aquí hace que nuestra oferta teatral sea pobrísima, siempre es una lucha conseguir un lugar para las presentaciones”, afirma. Durante esta semana su grupo es uno de los invitados a un festival de teatro que se realiza en la isla de San Andrés. La experiencia de montar por primera vez en avión, y de conocer el mar, es para estos diez jóvenes la posibilidad de creer en sí mismos. Tercer café. Carlos desconfía del Estado y de su indolencia frente a la cultura. “Mi anarquía proviene de una desesperanza aprendida, de tocar puertas y nunca recibir apoyo”, concluye y nos despedimos.

Cultura oficial
La oficina está contaminada con el olor de un perfume barato. Antes de sentarme frente a Sofía Blanco, secretaria de Cultura del Municipio, me suelta una pregunta desconcertante: “¿Cuánto hay que pagar por el artículo?”. Según ella, la Alcaldía invierte mil millones de pesos anuales en esta área. “Nunca la cultura había estado tan bien en Tunja”, señala. Básicamente ese dinero se distribuye entre la celebración de la Semana Santa, dos ferias de manualidades, una semana de la cultura en la que participan todos los colegios, el II Suramericano de Bandas Juveniles, una exposición equina y una fiesta de Navidad. Únicamente eventos. Y según Marta Bordamalo, artista bogotana radicada en Tunja, solo verbenas y cerveza.
Sin duda, el lugar con mayor movimiento cultural de la ciudad es el claustro de San Agustín. Esta joya de la arquitectura, terminada en 1659, fue convento de los agustinos y panóptico de Tunja. Ahora es la sede de la Agencia Cultural del Banco de la República, la que con un presupuesto anual de 150 millones de pesos, promueve desde lanzamientos de libros de autores regionales hasta conciertos de música clásica y convocatorias de pintura y fotografía. “Los tunjanos sienten este espacio como propio”, asegura Luz Marina Bautista, directora de la agencia. El Banco inauguró además en 1988 la primera biblioteca pública del departamento, la que con sus 57.000 títulos está a la altura de cualquier biblioteca del país. El claustro también posee un amplio auditorio para recitales, en donde la última semana de octubre se presentará Pavel Steidl, considerado uno de los ocho mejores guitarristas del mundo, según la revista italiana Chitarre.

Pasado y presente
Mentía Gonzalo Arango en 1968 cuando decía que el Corazón de Jesús más feo del mundo estaba en la casa de Cochise, en Medellín. Está aquí, en la iglesia de San Francisco, en la carrera 10 con calle 21. Está entronizado en un altar de madera, tiene las cuencas de los ojos vacías, una andrajosa melena y un gesto sombrío. El último día lo dedico a andar por la ciudad. A visitar iglesias y a ir a teatro. Las dos veces que voy al templo de Santo Domingo lo encuentro cerrado. Este pequeño museo de 1580, conocido también como la Capilla Sixtina colombiana, contiene pinturas del siglo xvii de los artistas Angelino Medoro y Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos. Ya en la noche, y por apenas 30.000 pesos, asisto a la primera presentación en Tunja que hace el Teatro Negro de Praga. La obra, Las aventuras del doctor Frankenstein, es un juego de luces y telas negras en el que los actores parecieran flotar en el escenario. Los niños se ríen. Yo en cambio me aburro y a los 26 minutos me salgo con toda la intención de rendirle un merecido homenaje a Nencatacoa. Me enfundo en mi chaqueta y camino por las calles del centro. La noche está helada. Entro a un barcito, me siento en la barra y pido un ron doble. Suena Ricardo Arjona y le pregunto al barman si fue al concierto, me responde que obvio. Le pregunto que cómo estuvo y me fulmina con una sentencia memorable: “Ala, a los tunjanos nos gusta cualquier mierda”.