El Ballet Michua.

Pereira, Risaralda

Historia de un entusiasmo

Artistas plásticos, músicos, una revista, un festival de poesía y una programación de cine alternativo hacen que la ciudad despierte la esperanza de un movimiento cultural interesante.

Pascual Gaviria
22 de octubre de 2007

Pascual Gaviria
Enviado Especial Pereira

En el hotel Soratama, en una esquina de la plaza de ese Bolívar magro y desorbitado, me recibe un mosaico de relojes para despertar la primera sonrisa del día. A espaldas de la recepcionista se puede ver la hora exacta en Londres, París, Tokio y Pereira. Subo a mi habitación acompañado por el botones y un repentino aire cosmopolita. Condición que me servirá para mis conversaciones con algunos de los habitantes de Pereira dedicados a gastar sus días en los oficios del Arte. Esas cuatro letras que Ambrose Bierce definía con certeza: “Palabra que carece de significación”. Digo que el segundero de las grandes capitales me ayudará en las indagaciones porque muy pronto descubro que mis entrevistados están de regreso a la patria chica, a la ciudad sin puertas, luego de correrías con mochila, aventuras indocumentadas o experiencias en el claustro de una beca.

La reportería cultural comienza por las artes plásticas. Una colección azarosa de teléfonos recogida desde la escalerilla del avión decide que mi primer destino sea una mansarda compartida entre dos artistas, una oficina de diseñadoras más que un estudio de caballetes. En sus cabezas y sus computadores están las 75 propuestas que llegaron para el Salón Regional de la Zona Centro Occidente. Me presentan su altillo como una productora de arte y la palabra curaduría comienza a rondarme. Ya tengo miedo de las elucubraciones no objetuales y las reflexiones sobre “el dominio de lo simbólico dentro de las estructuras con marcados referentes de poder”. Tiemblo ante la enmarañada demagogia de los artistas conceptuales.

Pero la explicación resulta sencilla e interesante. Adriana y Rosa propusieron que las obras del Salón Regional giren en torno a la geografía de Risaralda, Caldas y Quindío, el paisaje cultural cafetero que la UNESCO declaró patrimonio de la humanidad. Los artistas se encargaron de trazar una cartografía propia, señalar hitos, inventar monumentos, diseñar una ruta más allá de las guías turísticas

El resumen de las obras deja la impresión de que la curaduría ha logrado proponer una idea que entusiasmó más a los jóvenes desengañados del pincel, a los hoteleros viejos y a algunos artesanos y caminantes que a los artistas reconocidos en la ciudad. Alegra que la convocatoria esté por fuera de un carrusel de egos repetidos e inamovibles.
Entre lo visto la obra Volver a casa de Luis F. Arango parece digna de cualquier premio nacional. Arango se ocupó de seguir los itinerarios de Luis Alfredo Garavito, dibujar las líneas de sus recorridos macabros en las tardes y las sus regresos mansos en la noche, un detectivismo tan delicado como escalofriante. Otros cinco o seis trabajos podrían presentarse en cualquier escenario del arte en Colombia.

Al final, cuando hablaban de sus memorias recientes de Barcelona y Nueva York, las curadoras se entusiasmaron con la atención en torno a las exposiciones en la ciudad. Mencionaron los corrillos en las afueras de las salas del centro y la curiosidad que se ha desatado en los últimos tres o cuatro años. “A los jóvenes no les parece que esto sea un hueco y que deban irse ya para Nueva York. Viven lo que pasa aquí como si estuvieran en la bienal de Venecia, les parece muy cosmopolita Pereira”. Les hablo de los relojes de mi hotel y me despiden con una carcajada condescendiente.

Cuando llegué donde “El Flaco” Hoyos ya tenía su retrato hablado. En todas partes me habían dicho que era el pionero de ese nuevo entusiasmo por el arte, el fundador de un hito en la cultura de Pereira llamado La Cuadra. Hoyos me recibe con un vaso de agua helada servido de una botella de ginebra Bombay y me cuenta la historia con su latir echado, sin aspavientos, como un simple entusiasmo de vecinos. “Con unos amigos decidimos abrir las casas para desmitificar al artista, para acabar con esa visión pueblerina del hombre fumando marihuana en la terraza. Eso comenzó como una invitación a ver al artista en vivo”. La romería creció y muy pronto La Cuadra ya proponía temas de exposición, llevaba músicos, proyectaba cine, ofrecía muestra culinaria. “Hacíamos instalaciones sin explicar mucho el cuento. Por ejemplo, hablábamos de la guerra e invitábamos al ejercito y pasaban cañones, tanquetas, infantes…Intentando hablar con imágenes distintas a la tela templada”.

La gente coincide en que La Cuadra ha degenerado en una especie de bazar, un mercado de pulgas con intenciones artísticas. Pero dejó su historia, sirvió de cátedra para un público entre tímido y apático y logró que las cinco galerías del centro de la ciudad montaran una programación concertada bajo el nombre de Corto Circuito. Muchos artistas y caminadores del centro dicen que la ruta de copas y salas que propone Corto Circuito le dio un nuevo aire al centro de la ciudad, un voltaje especial que se había perdido entre iglesias evangélicas y billares. Me despido de “El Flaco” y por la puerta abierta de su casa lo veo subir las escaleras: me imagino que irá a reivindicar el estereotipo del artista en la terraza.

En busca de un poeta que trabaja en la Cámara de Comercio un aguacero me empuja hasta una de las bancas de la Catedral. El techo de vigas entrecruzadas y los arcos altos lucen con un viaducto olvidado, un viejo paisaje de trenes en alguna foto de archivo. Se necesitó de un remezón geológico para que descubrieran sus encantos. Hacía unos minutos me había dicho que el techo estaba cubierto con unas latas de Aceite La Sevillana pintadas con paisajes, vacas pastando en un cielo raso considerado sacro. Ahora la Catedral está botando su cascarón de lata neoclásico por el peso original de su románico en ladrillo.

Luego de la iglesia aparece otro santuario. La nueva sede cultural del Banco de la República. Los dibujos y las litografías de Luis Caballero pasan a un segundo plano frente al cajón blanco de su edificio. La biblioteca luminosa, la terraza apta para un día completo, el teatro circular de la sala infantil. Un músico todavía incrédulo con un edificio que tardó seis años aventura una descripción risueña: “Ese es el mejor hotel de Pereira”. Busqué en el catálogo de su biblioteca un libro del escritor más famoso de la semana y apareció sin problemas: se puede leer a Gay Talese en la terraza arrullado por el grito de los loteros.

Llego donde el poeta Giovanny Gómez y me encuentro al representante ideal de los peregrinos de la cultura: caminantes de oficinas públicas, digitadores de proyectos, antesalistas profesionales y artistas convencidos que deben convencer a los demás del valor de su trabajo. Giovanny, además de escribir sus versos y dirigir Luna de locos -una buena revista con nombre de taller literario de cuarto bachillerato-, dedica su tiempo a mover un cine club y a cacharriar su Festival de Poesía. Por la revista y el festival han pasado los mejores poetas colombianos y algunos nombres del parnaso latinoamericano. “Hay veces en Colombia ven la revista como ahhh, una revistica de Pereira. Pero hacia afuera ha ganado respeto y corresponsalía”. En el cine club ha intentado vincular películas de contenido político a las discusiones de actualidad en Colombia. Antonio Caballero, Diana Uribe, Enrique Serrano, William Ospina y Alfredo Molano han servido de comentaristas de películas que van desde las Cartas de Iwo Jima hasta Paradise Now.
Los cinco cine clubes de la ciudad se dedican a alumbrar gustos y caprichos distintos al Supercan de la cartelera. En Pereira la lámpara mágica del proyector todavía reúne la pequeña horda en torno suyo. El Cine Club Borges, por ejemplo, prepara un ciclo sobre Road movies que servirá de complemento a la propuesta de rutas del Salón Regional. Y si la noche no hubiera ofrecido unas cervezas ver La vida de los otros en el teatro de la Cámara de Comercio habría sido una opción. Pero estuvo mejor el remate en El Páramo, refugio de bandadas de merenderos, suficientes para tres o cuatro orquestas disfónicas. Nunca había visto tantas guitarras astilladas, tantos cantos muecos a un mismo tiempo. De pronto pensé en las horas que serían en Tokio y decidí volver al hotel.


El domingo es el turno para el teatro. Mi cita con Juan Guillermo Quintero deberá ser en la tarde porque en la mañana habrá plenaria de quince grupos teatrales para definir las políticas del sector. Preparar el guión del eterno peregrinaje: señalar las puertas apropiadas y afinar el gesto. Juan Guillermo volvió de España hace cuatro años. Salió para Cádiz quince días con un dragón en zancos y se quedó quince años. Una corta visita a Plumón alto, un barrio de negros con nombre de fuerte apache en Pereira, lo convenció de quedarse de nuevo en su ciudad. “Yo vuelvo a España y no tengo nada que hacer, lo pensé y me vine a trabajar con la población desplazada”. No hablamos de los momentos dramáticos ni de la verdad escénica sino sobre el drama de los niños de la calle, su talento de improvisación y el desplazamiento como un mito trágico. No creo que demerite su trabajo si digo que por momentos lo oía como si fuera el entrenador de un equipo de fútbol de muchachos chocoanos. Los resultados de sus obras son más importantes cuando se cierra el telón que cuando se abre.
Más de 25 obras se reparten la 4 temporada de teatro apoyada por el Instituto de Cultura. Obras de Cervantes, Sófocles, Rafael Spregelburd además de adaptaciones de Borias Vian y Michael Ende acompañan las creaciones de los autores locales. Dramaturgos de 22 años que Juan Guillermo me señala entre los cafés con el libro de teatro clásico debajo del brazo. A los actores no les queda más que mirarse entre ellos porque no llegan grupos de afuera. Tal vez la misma tropa del teatro sea la que marca el promedio de 80 espectadores por función.


Rigoberto Gil me suelta su frase con toda la seriedad del caso: “Yo tengo lectores y eso me asombra. Y son lectores jóvenes”. Leen sobre todo son sus novelas El laberinto de las secretas angustias, que da vueltas sobre la hoguera del Palacio de Justicia, y Plop, la más reciente, que trata el tema de los desaparecidos en las ciudades. La librería Roma se convierte en nuestro tema predilecto. En Pereira los libros usados son una institución venerable. La Roma es un galpón de sorpresas que daría para espulgar una semana entre sus toneladas de cháchara marxista. Gil es el más crítico de mis interlocutores, lo dice sin dramas, con un desencanto pausado y escueto. ¿Periódicos locales?: no hay incentivos más allá de los asuntos partidistas. ¿Talleres literarios?: no existen o por lo menos no los conozco. ¿Círculos literarios?: nada, si mucho algún ping-pong entre los profesores de Español y Literatura en la Universidad Tecnológica. ¿Publicaciones?: el Instituto de Cultura cumple con editar unos libros pero terminan adornando las oficinas de los concejales. ¿Crítica literaria?: supeditada a lo que se escribe en las universidades.
Pero cuando Rigoberto habla de sus estudiantes sus palabras se superponen sobre muchos de los artistas con que he hablado: “Hay una especie de generación efervescente que promete cosas. Siento que viene algo bueno para la ciudad”.


Para el final el solo de un saxofonista de la Banda Sinfónica. Soltó su instrumento ante la primera pregunta y en dos minutos improvisó todas sus letras: “No, la banda toca la retreta todos los viernes, es bacano porque arrima mucha gente. El concierto formal es un jueves de cada mes. No, yo no me quedo quieto. Toco en un quinteto de vientos: Jazz, Bosanova, pasillo, tangos…lo que caiga. Y la vaina negra está pegando muy duro: Reggae con gente de San Andrés que llega a estudiar a la tecnológica, aquí pega muy duro el reggea. Sativa es un grupo muy bacano. Y del pacífico hay un movimiento grande, es que el Chocó está a 9 horas en bus y eso es una mina de músicos; y de agua, o si no vea, no para de llover. Ese es el New Orleans criollo. Yo estoy tocando en un grupo muy bueno, Linaje, tocamos fusión, jazz, funk, música negra. Píllelo en Myspace. No, cuando le diga, esto hace cuatro años no era así, en Pereira todo esta re rápido, está creciendo y todo el mundo está inquieto”.


Pereira está llena de edificios ruinosos, antros de gatos y palomas que fueron el mirador de algún narco. Se oye mencionar a Macaco en las conversaciones de esquina y en las noches de juerga. Y la memoria dolorosa de Garavito aparece sin aviso, como la figura de un destripador vulgar que aún no tiene los atenuantes del mito. Los galpones evangélicos pululan muy cerca de los garajes de la prostitución diurna que me señaló un guía nocturno. Y el Deportivo Pereira está cerca del descenso. Pero es imposible no cargar con un poco de optimismo en el vuelo de regreso. Los artistas sienten que sus cantos tienen un público, que sus espejismos pueden modificar algunas mareas de la ciudad. Una frase de H.L. Mencken sobre Dayton, un pueblo de Tennessee al que estaba llegando el jazz a finales de los años veinte, puede servir para describir la Pereira curiosa y atenta de comienzos del siglo XXI: “Dayton era ni más ni menos que una gran capital como cualquier otra. O sea, era al condado de Rhea lo que Atlanta era Georgia o París a Francia. En síntesis, era predominantemente epicúrea y pecaminosa”.