Hace cincuenta años murió el protagonista de Casablanca

Humphrey Bogart, que estás en los cielos...

La última vez que se le vio fue vestido de traje, con un cigarrillo en una mano y un martini en la otra. El 14 de enero de 1957, hace cincuenta años, Humphrey Bogart moría en Hollywood de cáncer de esófago. Según contaron sus amigos John Huston y Spencer Tracy, murió fingiendo que no pasaba nada. Actor hasta el final.

Gabriela Bustelo
19 de febrero de 2007

Era bajo, no muy guapo y ceceaba al hablar, pero nadie lo ha destronado como el gran actor de cine de todos los tiempos. Cuando pensamos en cine en estado puro, su rostro severo se nos aparece imborrable entre los fotogramas de nuestra memoria. Era él quien decía ante el piano de un café de Casablanca aquello de “Tócala, Sam. Toca El tiempo pasará”. Era él quien murmuraba al ver entrar a la bellísima Ingrid Bergman aquello de “Habiendo tantos cafés en el mundo, ha tenido que entrar en este”. Era el quien consolaba a su amada con aquello de “Siempre nos quedará París”. Y por supuesto, era él quien mascullaba irónicamente aquello de “Louis, presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad”.
Humphrey DeForest Bogart nació el 25 de enero de 1899 en Nueva York, hijo de un médico y una conocida ilustradora que le dieron un acomodado hogar donde nunca acabó de sentirse a gusto. Desde pequeño mostró ese desarraigo que fue su marca de fábrica como actor. Años después diría “Creo que a la gente le saca de quicio mi tono de voz y mi gesto arrogante. En un primer momento, no caigo bien. Supongo que por eso me han dado tantos papeles de matón”.
A los 19 años –en plena Primera Guerra Mundial– se alistó en la Marina y durante un bombardeo la metralla enemiga le paralizó el labio superior. De aquello le quedó una cicatriz en el labio y una dificultad para pronunciar ciertas consonantes. Astuto como era, supo usar aquel defecto a su favor, pues su hieratismo y ese inimitable ceceo gutural fueron señas de su identidad cinematográfica.
Mientras los jóvenes de su entorno estudiaban carreras con futuro, Bogart tomó a los 23 años la estrambótica decisión de hacerse actor. Con la tenacidad que siempre tuvo, entre 1922 y 1935 participó en una veintena de producciones teatrales mediocres. Fue entonces cuando conoció a Spencer Tracy, con quien siempre conservó la amistad. Tracy le puso el cariñoso mote de ‘Bogie’, que tan hondo calaría entre sus amigos y admiradores.

A lo largo de su vida, Humphrey Bogart tuvo que esperar mucho. El futuro siempre le llegó con retraso. Trabajó en cuarenta y tres películas de dudosa calidad antes de triunfar en El halcón maltés de John Huston. “En toda la historia del cine, nadie ha hecho tantas películas malas como yo”, decía con sorna. Lo cierto es que trabajó a las órdenes de Ford, Wilder, Huston, Walsh, Wyler, Mankiewicz y Hawks; interpretó textos de Faulkner, Hemingway, Chandler, Capote y Hammett; y compartió cartel con Katharine Hepburn, Bette Davis, Ingrid Bergman, Spencer Tracy, Errol Flynn, James Cagney, Audrey Hepburn y Ava Gardner.

Mujeriego como era, el amor también le llegó tarde. Tenía 45 años cuando –tras tres matrimonios y una ristra de aventuras amorosas– conoció a una cínica starlette de voz ronca y felina elegancia llamada Lauren Bacall, que fue la mujer de su vida. Cuando ella lo hizo padre cincuentón, exclamó desconcertado: “¿Qué haces con un niño, si no te lo puedes llevar de copas?”.

Pero 1942 fue, sin duda, su año de suerte. Cuando Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial surgió la necesidad de entretener a un público ansioso de ir al cine a olvidar sus penas. Y el único actor disponible en la Warner era ‘Bogie’, un secundario de 44 años que no podía alistarse en el ejército por su edad, pese a haberlo intentado.
La historia de la preparación de Casablanca es casi tan apasionante como la propia película. El productor Hal Wallis vio off-Broadway una obra –de los desconocidos Murray Burnett y Joan Allyson– que abogaba por el compromiso político y tuvo el tino de poner en marcha un proyecto que siempre se movió entre la incertidumbre, el azar y una considerable dosis de surrealismo.

Sin demasiada convicción, Jack Warner contrató como guionistas a los gemelos Julius y Philip Epstein para desarrollar una trama situada en Marruecos, en el Rick’s Café de la ciudad de Casablanca, donde un constante goteo de refugiados espera recibir el salvoconducto que los salve del infierno nazi. El personaje central es el cínico estadounidense dueño del local –Bogart, obviamente–, un rebelde con causa que los maneja a todos sin escrúpulos. Su causa secreta resulta ser una mujer –Ilsa, de quien lleva años enamorado–, que aparecerá una noche en el café del brazo de su marido, Víctor Laszlo, un líder de la resistencia antinazi.

Esto era lo que contenía el guión a comienzos de 1942, cuando Humphrey Bogart e Ingrid Bergman firmaron su contrato con la Warner. En mayo de ese año, cuando empezaron a rodar a las órdenes de Michael Curtiz, ambos pensaban que el proyecto era un fiasco seguro. Diálogos poco creíbles y una trama casi burlesca se sumaban a las dudas de la protagonista, que se veía con más aspecto de granjera que de irresistible seductriz.

El primer día de filmación, ni Bogart, ni Bergman, ni el resto de actores se sabían los diálogos, pues les acababan de dar la enésima versión del guión. Así trabajaron hasta el último día, sumidos en la incertidumbre. Bogart discutía a gritos con el director mientras Bergman intentaba averiguar a quién amaba realmente su personaje, cosa que no sabía nadie, ni los guionistas, que escribían de un día para otro.

El mítico final del film se resolvió sobre la marcha. Y ahí nace la leyenda de Bogart. En el aeropuerto –ante un grupo de actores enanos y un avión proyectado en último plano–, Rick toma la decisión más importante de su vida. Debe elegir entre salvar a un valioso activista y perder a la mujer a quien ama o traicionar sus ideales políticos para salvar su amor. Al final, deja marchar a Ilsa con su marido. Tamaña heroicidad resulta antinatural en un tipo de su catadura, pero tras su gesto asoma el cínico que no cree en el amor, ni está dispuesto a jugárselo todo por una mujer. Así es el outsider, incoherente ante el mundo, pero coherente consigo mismo. Y así era Bogart, a quien el público entendió y amó para siempre a partir de ese momento.

Estrenada a finales de 1942, Casablanca ganó los correspondientes Óscar de ese año a Mejor Película, Mejor Guión y Mejor Montaje, pero, además, es “la película” por excelencia, la más emblemática y querida por el público. Como dice Umberto Eco, Casablanca es al cine lo que Hamlet al teatro, es decir, contiene los arquetipos humanos más clásicos: el amor desgraciado, la huida, el pasado imborrable, la espera, el deseo, el triunfo de la pureza, el criado fiel, el triángulo amoroso, el mito de la bella y la bestia, la mujer misteriosa, el turbio aventurero y el borracho redimido. Todos los personajes ceden, se sacrifican, se transforman, porque “todos son buenos”, como escribe el crítico estadounidense Roger Ebert.

Pero ante todo y por encima de todo está la presencia de Bogart. Imaginemos por unos instantes lo que pudo ser el film de haberlo protagonizado Ronald Reagan, como se llegó a plantear –descabelladamente– en un principio. En tal caso, no estaríamos hablando de Casablanca, ni de Humphrey Bogart, ese delgaducho malencarado que fue elegido por el Entertainment Weekly como “la gran leyenda cinematográfica de todos los tiempos”.
Gracias a él, siempre nos quedará Casablanca. Como siempre nos quedará ese Rick Blaine que encarna la parábola del buen perdedor, el hombre que sabe irse con las manos vacías, pero conservando el honor. Ese hombre “humano, demasiado humano” a quien vemos también en Río arriba, Tener y no tener, El sueño eterno, El tesoro de Sierra Madre, Cayo Largo, Sabrina y La condesa descalza. Es esa rara vulnerabilidad descarnada lo que nos cautiva del Charles Alnutt de La reina de África, ese hombrecillo miserable y sudoroso por el que Bogart obtuvo su único Óscar al Mejor Actor. Por fin, tras treinta años de duro trabajo, Hollywood premiaba al actor autodidacta que siempre se carcajeó de tecnicismos como los del célebre “Método” de Lee Strasberg.
El reconocimiento –como el éxito, el amor y la paternidad– le llegó tarde, pero en los últimos años de su vida fue feliz. Padre de dos hijos, disfrutó con Lauren Bacall de la compañía de sus amigos –Spencer Tracy, Katharine Hepburn, John Huston, Frank Sinatra, Rock Hudson, Ira Gershwin, Judy Garland y Lena Horne–, navegó en su barco y se libró de las garras del macartismo, que odiaba.

En toda su vida, a Bogart lo único que se le anticipó fue la muerte. Murió a los 58 años recién cumplidos, cuando gozaba de su plenitud profesional y personal. Hoy ya es leyenda. Como dijo su gran amigo John Huston en su entierro: “Es absolutamente insustituible. Nunca habrá nadie como él”.