La vorágine, de José Eustasio Rivera

La misma vorágine

Rivera no podía imaginar que estaba construyendo la más poderosa metáfora del país. El bautizo de sangre de los caucheros marcó el porvenir de la región.

Marta Ruiz*
19 de octubre de 2006

Tiene 91 años y el cuerpo doblado por el trabajo. José Sánchez fue pescador de valentones y caimanero, soldado en la guerra contra el Perú y oficial de las tropas de Guadalupe Salcedo. Pero de todos sus recuerdos, el mejor guardado y nítido es el de José Eustasio Rivera. Vive en una casa de solar amplio, donde a la sombra de un almendro invoca su pasado. Es domingo, pero en la casa se vive un ambiente de trabajo. Los muchachos asierran la madera para construir una canoa y las mujeres agitan la ropa en un lavadero de piedra. Desde la silla donde nos sentamos se ve un brazo del río Meta. “Antes las mujeres lavaban la ropa en el caño, pero el caimán venía y se las llevaba de un zarpazo”, cuenta. Su esposa, desde la cocina, grita que lo que dice su marido es cierto. Don José, como lo llaman todos en Orocué, es la memoria viva del pueblo y uno de los pocos que aún recuerda a Rivera. Cuando era niño, el escritor le pidió que lo llevara al otro lado del río. Juntos apalancaron la curiara y llegaron hasta las tierras del Vichada. Pescaron y durmieron en la arena de la playa. “No fuera a ser que los guahíbos nos atacaran con sus flechas salvajes”, recuerda exaltado.

Fragmentos del pasado empiezan a atropellarse en su garganta. Corrían los años veinte. La quimera de progreso y dinero fácil estaba en la selva. Tras la fiebre del caucho corrían aventureros y desarraigados. Se adentraban por las trochas del Casanare buscando el puerto más próspero sobre el río Meta: Orocué. Arturo Cova, el febril protagonista de La vorágine, no fue la excepción. Aunque malquería a la frágil Alicia, se internó con ella en el Llano. Creía que podía dominar a la manigua. Muy tarde se dio cuenta de que su alma sería devorada por una selva más profunda y oscura: los hombres.

Orocué era una promesa. Cerca de quince mil colonos habitaban en sus territorios, y en épocas de fiesta, los visitantes multiplicaban la cifra. Barcos de vapor y curiaras rústicas venían desde todos los rincones cargadas de gentes dispuestas a emborracharse y a comprar toda clase de cosas recién llegadas de Europa. Seda fina, calderos de hierro que reemplazaron las desfondadas ollas de barro, sombreros de pelo de guama y fajas anchas, que por siempre han usado los llaneros, y las armónicas que eran la dicha de los muchachos.

Por el río Meta transitaban embarcaciones con banderas de los cinco continentes. Su raudo caudal comunicaba todo el sur, y a éste con Venezuela y Europa. La influencia del viejo mundo se sentía más en Orocué que en Bogotá. Había un consulado de Alemania, y otro de Francia. Allí se escuchó primero un fonógrafo y muy temprano se contó con energía eléctrica y telégrafo. Hasta fábrica de aguardiente había. La navegación había llegado para quedarse, y para redimir ese territorio del que Dios no se acordaba.
Aventureros y comerciantes de todos los rincones del mundo venían deslumbrados por exóticas mercancías. La zarrapia y la pluma de garza. En los morichales del Llano, donde la estepa se une con la selva, las aves se espulgaban unas a otras dejando en sus nidos centenares de plumas blancas, brillantes y agraciadas, muy apetecidas para los sombreros de las mujeres europeas. En la madrugada, los hombres salían a buscarlas en las ciénagas. “En ese tiempo la plata valía”, dice don José. “Una libra de plumas por una libra esterlina”. Se queda pensativo un momento y luego nos pregunta: “¿Cuánto vale ahora una libra esterlina?” Cuando le contamos que está más allá de los cuatro mil pesos se convence de que se ganaba más dinero hace casi un siglo.

Eran tiempos agrestes. Los indígenas del Vichada eran temidos porque se habían organizado como guerrilla. Rivera lo cuenta en La vorágine, y relata cómo el Pipa se encargó de adiestrarlos. Los blancos, en especial los terratenientes, tenían un deporte: “guahibiar”. Salían a caballo durante el verano a cazar indios. Violaban a las mujeres vírgenes y a los hombres los esclavizaban en las caucheras. Hubo indígenas que pasaron hasta quince años pagando con trabajo el mañoco que se habían comido el primer mes en las barracas. No sólo los indígenas. Muchos tránsfugas se arriesgaron en la selva buscando la riqueza y sólo encontraron, como dijo Joseph Conrad, el corazón de las tinieblas. Jamás se volvió a saber de ellos.

Los cónsules, nombrados por Arana, el rey de los caucheros, fueron informados por muchos viajeros sobre el genocidio que se estaba cometiendo. Pero no hicieron nada. En Bogotá, hasta negaban la existencia de los ríos donde transcurrían las pérfidas historias. En ese entonces, como ahora, la visión de los políticos tenía como frontera el cerro de Monserrate. Lo demás les parecía fábula.

José Eustasio Rivera fue la excepción. El joven abogado especializado en litigios de herencias llegó por primera vez a Orocué en 1916, según algunos biógrafos, atraído por las increíbles historias que contaban sobre las caucheras.

Las huellas de Rivera se sienten en todo el pueblo. En la avenida principal, la única pavimentada en el pueblo, hay una hilera de árboles que les dan sombra a los sofocados habitantes. Junto a un frondoso caracaro de raíces anchas y viejas, un aviso tallado en madera dice: “Aquí se escribió La vorágine”. Una mentira piadosa. En realidad, Rivera se sentaba en un matapalo al que se lo llevó una borrasca del río. Es la única vez que la gente recuerda las mansas aguas del Meta rugir endemoniadas. A dos calles del caracaro, está la casa donde vivió Rivera, y que fue construida por su amigo conservador Teodoro Amézquita. Es una centenaria construcción de paredes blancas de bahareque. En el centro se levanta un jardín de platanillos, heliconias y buganvillas donde anida el pájaro coclí. Allí vive Chavita.

Tiene 85 años. A su rostro mestizo no le caben más arrugas, pero se mueve con energía por los corredores del viejo caserón, meciendo con suavidad un trajinado vestido de popelina. Chavita no conoció a Rivera, pero se ha convertido en la guardiana de sus huellas. Abre la puerta de una habitación oscura y atiborrada de muebles. “Ésta era la oficina de mi papá. Aquí dormía José Eustasio en su chinchorro”. Después, como quien saca la joya de la corona, exhibe un taburete de madera cobriza y mimbre. “Ésta era su silla”. Un mueble en el que prácticamente nadie se ha sentado desde los años treinta.
Se cree que durante el primer viaje, Rivera recopiló decenas de historias y escribió su poemario Tierra de promisión. Años después fue nombrado en una comisión para trazar límites con Venezuela. Entonces regresó a Orocué y se embarcó durante varios meses en vapores y curiaras que lo llevaron hasta San Fernando de Atabapo, en el Guainía. Allí habría conocido a Funes, el despiadado traficante de hombres, y al noble Clemente Silva, cuyas historias se entretejen en la novela. Rivera escribía sin cesar. “Antes de irse, mi tocayo me regaló un cuaderno con anotaciones hechas en un viaje que lo llevó hasta Venezuela. Cuando aprendí a leer, lo busqué en un viejo armario donde lo guardaba. ¡Se lo tragó el comején! Nunca supe lo que el tocayo quería que yo leyera”, se lamenta don José.

Ese viaje sería definitivo para La vorágine. Descubrió que en la selva no se le teme tanto al caimán que reina en los ríos. Ni a las hormigas que eran capaces de devorar a un hombre en minutos. Ni siquiera a los árboles que caminaban para enloquecer a los viajeros. No era de la peste de quien tenían que defenderse. Era de los hombres. De la selva era posible huir, pero no de los otros. Pero no de sí mismo. Como Arturo Cova que, aferrado a la venganza, con las manos manchadas de sangre, intentaba salir de la selva mientras más se hundía en ella. “Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”, dice en su maravilloso primer párrafo de su obra. La selva no es más que la violencia.

Rivera no podía imaginar que estaba construyendo la más poderosa metáfora de Colombia. El bautizo de sangre que le dieron los caucheros a la región marcó el porvenir. A pesar de que Rivera denunció en Bogotá los terribles crímenes que estaba cometiendo la casa Arana, nadie atendió sus súplicas. Entonces, para dicha de los lectores, el escritor se refugió en la poesía. Hizo de La vorágine una crónica, un documento histórico, un lamento.

Arturo Cova y sus amigos se cansaron de esperar que el gobierno colombiano se acordara de ellos y enviara un vapor a rescatarlos. De la misma manera, Orocué se fue haciendo más remoto. Cuando la fiebre del caucho se acabó, con ella se fueron los barcos de vapor, los cónsules y el telégrafo. Aun así conservó la belleza de sus mejores tiempos.

Volvió a resonar en las páginas de los periódicos en los años cincuenta, cuando los hombres del capitán Guadalupe Salcedo lo atacaron, poco antes de entregar las armas y morir traicionados por el gobierno.

Por décadas, sólo llegaron hasta el puerto hordas de gringos caimaneros, que acabaron con las fieras anfibias para robarse su valiosa piel. La destrucción duró años, ante los ojos de todos. De nuevo, en el interior pensaban que los llaneros eran muy fabuladores.
A fuerza de depredación, más ha cambiado desde entonces la selva que el corazón de quienes la habitan. “No hay humanidad. Los ricos no regalan ni una panela. Tampoco hay gobierno. Por eso la guerra no se acaba”, dice don José. Después de tres horas, está cansado de hablar. Nubes negruzcas amenazan con lluvia. Don José se acomoda el sombrero antes de que el fotógrafo le haga la toma de rigor. Con chispas en los ojos, como quien quiere dejar claras las cosas, enumera todo lo que ha muerto en su pueblo: el chigüiro y el cachicamo, el delfín y el valentón, el tigre y el caimán, la zarrapia y el seje, el honor y la palabra. “De aquí, hasta el diablo se retiró”, dice antes de terminar nuestro encuentro. Desolado.

El caucho desapareció y con él la memoria del genocidio. Donde otrora se hería la corteza para sacar la leche del caucho, hoy se raspa la hoja de coca de donde mana la leche de la cocaína. Y más allá de la ribera del río, al lado del Vichada, hierve la fiebre de la palma aceitera.

Los indios hoy viven mejor. Los que sobrevivieron a la bonanza del caucho, lo hicieron a punta de cerbatanas. Ya nadie sale a “guahibiar”. Los tenderos de Orocué no los estafan como antes, ni los obligan a barrer las calles y a cargar el agua para las casas. Los sálivas han construido una vida digna en sus resguardos gracias al petróleo que se está explotando en su territorio.

Recientemente una caravana de lanchas de la Armada llegó río abajo hasta Orocué. La expedición a través de esos 280 kilómetros les pareció una hazaña. Esas aguas han sido trasegadas últimamente por todos los grupos armados. Primero fueron las Farc, después paramilitares de todas las pelambres. Los hombres de Martín Llano y, finalmente, los del bloque Centauros. La coca se embarca en lanchas rápidas que remontan hasta el Orinoco, buscando la salida al mar por Venezuela. La ruta del caucho.

La figura del intermediario cruel, el que compra y vende gente como si fuera mercancía, el infame Barrera de La vorágine sigue vigente. Ya no amedrentando en emboscadas traicioneras con escopetas de fisto. Se le ve en el Vichada, Guaviare, Casanare y Meta con su ak 47, arriando de nuevo a contingentes de desarraigados que llegan tras la promesa de la palma. La historia está de vuelta. Las deudas impagables, las jornadas interminables bajo el inclemente clima llanero, la violencia y el miedo a escaparse. El temor de no tener otro lugar a dónde ir. Allá, tras la cortina de árboles que se ve en los confines del Llano, están atrapados. “Se los tragó la selva”. Como a Arturo Cova, a quien sus odios febriles lo llevaron a un viaje sin regreso.
¡La vorágine sigue!