XVI Festival de poesía de Medellín

La sociedad de los poetas vivos

Este 24 de junio se inaugura una nueva versión de un festival de poesía que cuenta con miles de espectadores. Poetas de todos los rincones afilan sus versos, a veces con optimismo desmesurado. ¿Qué misterio ha logrado que Medellín se vuelque a escuchar versos en farsi, portugués o vietnamita?

Pascual Gaviria
20 de junio de 2006

El Festival Internacional de Poesía de Medellín genera asombros felices y dudas merecidas. Vivas estruendosos y miradas suspicaces. Honores mundiales y algunas risas despectivas en casa. No es para menos. Su cita de cada año es una verdadera anomalía, un enigma que algunos tildan de farsa y otros de milagro.

Los recitales, los humildes recitales de poesía que por lo general deben ofrecer alguna copa de más para que una decena de barbas y bufandas presten fingida atención a los desvelos de los poetas, en el festival de Medellín se convierten en citas tumultuosas, en silencios multitudinarios seguidos por explosiones de aplausos. El ojo de un buen cubero ha dicho que el festival puede reunir 150.000 espectadores en su semana larga de funciones. Un poco más que el público que logra juntar el Deportivo Independiente Medellín en su estadio en un semestre regular.

Los poetas regresan a sus países desorbitados, conmovidos, alucinados con su nueva condición de atletas gloriosos. Y sueñan con la corona de laurel que les han arrebatado para siempre los deportistas. Los diarios de Uganda, El Salvador, Croacia, Alemania, Vietnam, Argentina, Cuba, España, Malí y un etcétera de todo el mapamundi se han encargado de recoger el asombro de los poetas de vuelta a casa. Der Spiegel, citando las impresiones de un bardo teutón, ha hablado de “la fiesta literaria más grande de todo el mundo”; en el Neue Zürcher Zeitung de Berna los poetas suizos han proclamando a Medellín como capital de la poesía y El Jornal do Angola ha reseñado la extrañeza de “la poesía convertida en un auténtico fenómeno de masas”.

Un poema de la premio Nobel polaca Wislawa Szymborska se duele con resignación de la suerte lánguida de los recitales:

En Medellín la liga de boxeo ha tenido que llevar los combates a los barrios para gozar de un público bullicioso, abandonar el silencio de los coliseos y el tedio de los gimnasios para que un buen golpe sea celebrado con gritos de furia o suspiros de compasión. Mientras tanto el festival de poesía se ve obligado a sacar a sus hombres de los teatros ante la arremetida de un público exaltado en busca de profetas. El verso de los políticos se ha convertido en escoria, el salmo de las religiones, en vulgaridad o anacronismo y han aparecido los poetas con su bata de magos, su bastón y una palabra ambigua que se convierte en revelación para todos los gustos. Un rito inesperado y teatral que pone sobre la cabeza de los asistentes una pequeña aureola de misterio, todos quieren reclamar la marca prestigiosa de la poesía. Y siendo gratis…

Otro premio Nobel, el nigeriano Wole Soyinka, que asistió al festival el año pasado, tiene su versión de lo que sucede en la capital de la trova y la poesía: “Creo que Medellín es único por haber generado un público que literalmente come, bebe y tal vez duerme dentro de la poesía. Pienso que hay que hacer una distinción importante, por el hecho de tener una relación casi osmótica con la poesía, uno puede observarlo en la cara de la gente… Lo que vemos en Medellín es la expresión internacional de la solidaridad de los seguidores de la poesía”.

En estricto sentido habrá que decir que Medellín tiene muchísimos más seguidores del festival que de la poesía. Me atrevería a afirmar que el 80% de quienes asisten a los recitales tienen contacto con la poesía una vez al año, cuando se pueden ver a los magos en acción. Algo similar a lo que sucede con el festival de teatro en Bogotá, una hermosa mascarada colectiva, un embrujo con ingredientes que van desde el cálculo esnobista hasta el entusiasmo candoroso.

Una puesta en escena algo esotérica ha logrado seducir a un público para el que las palabras escuetas no eran suficientes. La prestigiosa figura del chamán ha terminado asociada con la del poeta y el llamado de un ancestro quechua, la canción de un mongol, las súplicas de una mujer que dice pertenecer a la nación Cherokee se han convertido en convocatorias irresistibles. Los poetas visten de nuevo un manto sagrado y una especie de logia orgullosa se encarga de acompañarlos y aplaudirlos. Un aire espiritista ronda de nuevo a la poesía y sirve como anzuelo eficaz. Tal vez otro poema de Wislawa Szimborska, titulado “Miedo escénico”, sirva como antídoto contra la fascinación que provoca el lugar común de utilería poética:

Pero los encantos del festival no tienen que ver únicamente con los aparatajes misteriosos en que se acostumbra envolver a la poesía. Los acertijos geográficos son otra característica inquietante de la cumbre poética de cada año en Medellín. Las encrucijadas más oscuras del planeta, las ínsulas más extrañas, las estepas más desconocidas son por lo general invitadas de honor. A donde no llegan los corresponsales de guerra, ni los periodistas expedicionarios, ni el Discovery Channel llega la convocatoria del festival. Y aparecen los poetas de Azerbaiyán, de Cabo Verde, de Qatar, de Níger, de Malawi, de Tanzania, del mismísimo Kuwait. La pobre Medellín encerrada entre montañas y famas perversas no tiene otra opción que salir a conocer a los hombres del turbante y saludar con aplausos atronadores a la sugestiva nación africana. Oír sus voces es ya una experiencia inquietante, una recompensa, un deslumbramiento que en ocasiones impide buscar la poesía en las traducciones que siguen al hechizo de sus jeringonzas de ultramar. Un poeta antioqueño ya muerto decía entre dientes, socarrón, que al festival no le interesaban los mejores poetas sino los que más lejos vivieran. Está claro que el exotismo no garantiza la calidad y que los arrebatos modernistas de la convocatoria pueden terminar con joyas falsas y amuletos huecos, pero siempre está la posibilidad de que aparezcan vientos deslumbrantes, arenas desconocidas, secretos imposibles.

La última gran característica del Festival Internacional de Poesía de Medellín tiene que ver con su semblante político. Dos sindicatos aparecen en la génesis del evento cultural más importante de la capital antioqueña. Sintracoltabaco y la antigua Cooperativa de Trabajadores de Sofasa financiaron los primeros cinco números de la Revista Prometeo. Y como no sólo de pan y reivindicaciones vive el hombre, la revista alentaba los intereses obreros entre poemas y reseñas salsómanas. Unos años más tarde los sindicatos, algo puritanos según parece, se quejaron del atrevimiento de unas plumillas de Góngora y Prometeo rompió sus cadenas para seguir publicando por cuenta propia. En 1991 la revista decidió convocar a un recital con trece poetas y la proyección de algunas películas en el Cerro Nutibara. Medellín vivía una guerra que dejó más de 5.000 muertos en un año. Fernando Rendón, padre de la revista y de la idea del festival, se refiere a ese primer evento como una insurrección espiritual: “La política no se podía ejercer, se violaba la libertad de reunión, de expresión, no había terminado la matanza de los líderes de la izquierda. La poesía era un refugio, queríamos que de toda esa fuerza poética creciera una opción política”.

Así que en los recitales las palabras pueden tener los tintes inesperados que entrega la poesía o el repetido color de los panfletos. Y los poetas de Irak, Vietnam, Cuba, Venezuela, Irán o Libia pueden cantar sus tablas y sus versos al imperialismo. Sólo los críticos dirán si los libros de los invitados hacen parte del eje del mal. Cuando Fernando Rendón me habla de las intenciones del festival no puedo evitar algo de sorpresa ante el poder desmesurado que le atribuye a la poesía: “Queremos sostener el sueño de una humanidad nueva, que la poesía sirva para crear nuevas formas de relación con la historia, la vida, la sociedad”. En realidad prefiero un canto a la insignificancia de la poesía y hasta un llamado a sacrificar el mundo por pulir un verso. Acudiré de nuevo a Szimborska para reclamar un papel más modesto para unas cuantas palabras sobre una hoja:

A algunos les gusta la poesía
A algunos es decir, no a todos.
Ni siquiera a los más sino a los menos.
Sin contar las escuelas, donde es obligatorio,
y a los mismos poetas,
serán dos de cada mil personas.
Les gusta,
como también les gusta la sopa de fideos,
como les gustan los cumplidos y el color azul,
como les gusta la vieja bufanda,
como les gusta salirse con la suya,
como les gusta acariciar al perro.
La poesía,
pero qué es la poesía.
Más de una insegura respuesta
se ha dado a esta pregunta. Y yo no sé, y
sigo sin saber, y a esto me aferro
como a un oportuno pasamanos.

El prólogo de la última Revista Prometeo tiene momentos de exaltación que remiten a la gran marcha de Mao o al ingreso de los barbones en la Habana. Ni Silvio Rodríguez se atrevería a tanto. Se habla del “esplendor del laurel en la frente de los trabajadores”, de la poesía como la redistribución de la energía, de las fábricas y los campos cultivados en pleno resplandor, de “las colinas llenas de victoria sobrehumana”, de la primavera brotando de las tumbas.

Quiero olvidar esa oración del peor Neruda y esas obligaciones hondas de la poesía y creer que el festival de Medellín ha logrado una consigna más sencilla pedida desde hace tiempos por Joseph Brodsky: “La poesía debe estar mucho más al alcance del público de lo que está. Debería ser tan ubicua como la naturaleza que nos envuelve y de la que la poesía extrae muchos de sus símiles; o tan ubicua como las gasolineras, incluso como los propios coches… En el ámbito cultural, la saturación constituye una estrategia no opcional sino inevitable, pues intentar dirigirse a un público culturalmente selecto implica el fracaso, por muy atinadamente que se haga”. .