Las estrellas son negras, de Arnoldo Palacios

Las sucesivas reecarnaciones del hambre

Irra recorre una ciudad pequeña, doméstica, las fronteras que separan a los ricos de los pobres. Y es en casa de rico donde conoce la humillación.

Óscar Collazos*
19 de octubre de 2006

¿Dónde transcurre la novela de Arnoldo Palacios? —le pregunto a uno de los amigos chocoanos citados en la cafetería de un hotel de Quibdó—. Estoy haciendo la reconstrucción, digamos topográfica de Las estrellas son negras.
—Más abajo del embarcadero —me dice—. En esa época había muchos ranchos de gente muy pobre a la orilla del río. Todavía hay ranchos miserables, pero están al otro lado, en la orilla opuesta.
—¿Cuál de los embarcaderos?
—El que queda por los lados del Banco de la República, más arriba, por donde queda el mercado público. Todo era muy cerca en ese tiempo, todo quedaba muy cerca del centro y de la calle principal. Hasta el barrio de las vagabundas quedaba cerca; apartado, pero cerca.
El arriba y el abajo, se entiende, dependen del curso del río que pasa por Quibdó con su denso caudal de aguas marrones, el río que veía pasar el joven Irra desde su rancho de miseria.

—En la novela se habla de la desembocadura del río Quito. El rancho de Irra, el personaje de la novela, debió de estar entonces al frente —le digo a mis interlocutores—. ¿En qué época creen ustedes que trascurre la novela?
—En los años cuarenta, ésa es la Quibdó de los años cuarenta, la ciudad que conoció Arnoldo cuando salió de Cértegui, antes de irse a estudiar al Colegio Camilo Torres de Bogotá.

“Aquí quedaba” es la frase que repiten mis guías. Aquí quedaban las casas de dos pisos de los habitantes adinerados de Quibdó, las casas de los Meluk y los Yurpaqui y la casa de e.&a. Rey y la casa de los Abuchar y los Halaby, va recitando mi amigo Nilson Palacios como si evocara el esplendor anterior a la ruina, una época de comerciantes llegados desde finales del siglo xix. La ciudad era entonces cosmopolita, como el río, navegado por comerciantes de todas las nacionalidades. Las fotos de época recuerdan la Calle del Puerto desde el Parque Centenario, el cruce de la Avenida Itsmina con la Alameda Reyes, donde vivieron los Rumié. Apellidos que hicieron historia y cuya historia continúa después en Cartagena de Indias, Montería o Sincelejo.

Todavía hoy, como sobrevivientes de los incendios que jalonaron la nueva urbanización de Quibdó, quedan huellas de la arquitectura republicana que dominó en el centro comercial de la ciudad. Meluk, Bechara, Abuchar, Ferrer, Cajales son apellidos que evocan el esplendor de casas comerciales apenas sugeridas en la novela de Palacios porque su escenario es la pobreza, la más pobre de las pobrezas, mucho más grande en el departamento que fuera entonces intendencia.

Quibdó, una fundación urbana levantada en medio de la selva. Allí florecieron las cincoquintas y las casas excepcionales que imitaban la arquitectura del barrio de Manga de Cartagena. Pero no es ése el escenario de la novela. Irra vive obsesionado con el “palacio” donde gobierna el Intendente, a quien desea matar para convertirse en héroe. Sólo lo sueña. Recorre una ciudad pequeña, doméstica, las fronteras que separan a los ricos de los pobres. Y es en casa de rico donde conoce la humillación.
Cerca de aquí, las orillas del gran río. No es difícil imaginar el rancho donde viviera Irra, personaje de novela que seguramente seguirá viviendo en las sucesivas reencarnaciones del hambre. Hay que imaginarse los escenarios anteriores a 1966, cuando ocurrió el incendio que destruyó una cuarta parte de Quibdó. En llamas se vio arder el Palacio Intendencial, fijación en el instinto vindicativo de Irra, el muchacho dostoievskiano que confundía la justicia con el crimen.

Hoy, la carrera Primera que menciona el narrador de la gran novela chocoana es un desvencijado hacinamiento de viviendas de dos y tres pisos y casas que sobrevivieron a las catástrofes del tiempo, un populoso corredor de paseantes y vendedores ambulantes con pavimento agujereado y charcas interminables por donde circulan enjambres ruidosos de motos.

El día anterior, antes de llegar a Cértegui, en el caserío Puente de Parmadó, me detuve a saludar a Francisco Palacios. Tiene 82 años y es primo hermano del escritor. El anciano, a quien llaman el Poeta Pacho, compone versos que se sabe de memoria. Vive solo en un rancho sin puertas, al pie de la carretera. La vida de este hombre de encías desnudas y fortaleza montaraz parece transcurrir en la soledad. Sus versos, de resonancias modernistas, hablan de los misterios de la existencia y de la omnipresente grandeza de Dios. Cuando termina de recitar el tercero de sus poemas, se excusa por no ofrecernos nada, ni un vaso de agua. Le digo que sus poemas me recuerdan a Bécquer y el anciano se siente halagado. Bécquer, repite para sí. Trata de recordar otros poemas, de pie en la entrada del rancho. No quiere que nos vayamos, rebusca en la memoria sus versos de juglar.

“Mi primo Arnoldo dizque se volvió famoso”, me dice. “Se fue para Francia, dicen que se casó allá con una marquesa y que vive con ella en un castillo. Hace muchos años que no lo veo”, quiebra la voz y se le aguan los ojos. Cree que Las estrellas son negras transcurre en Cértegui. “Los viejos del pueblo creen que la novela transcurre aquí porque conocieron a Arnoldo desde chiquito y lo vieron arrastrándose por esas calles”, me dice otro Palacios, Nilson, el joven aspirante a la alcaldía de ese municipio minero, guía voluntario que nos ha acompañado en el viaje. En casa, frente a un frondoso árbol, almorzamos el sancocho de gallina que ha preparado su madre.

Visitar Cértegui no tenía un propósito distinto al de conocer el pueblo donde nació el autor de Las estrellas son negras. Todavía quedan vestigios del humilde caserío que debió de haber sido hace medio siglo, caserío o ciudad fundada por un Trespalacios que, con el paso de los años, dejó sólo el Palacios como apellido de las familias más conocidas del lugar. Pero en Cértegui no transcurre la tragedia de Irra. Queda viva, en cambio, la leyenda de su escritor más universal, nacido allí en 1924, casado con una francesa de nombre Beatriz, padre de Pol, Eloísa, Matías y Leopoldo. Lo de menos sería averiguar si ése es el matrimonio al que se refieren en Quibdó, si de allí nace la leyenda que sigue imaginando al escritor en un castillo de Francia, cerca de París.

La tragedia de Israel o Irra transcurre en Quibdó y en un rancho llamado “casa”: “Elevado de la tierra en algo más de un metro, y aun más por detrás, de manera que se veían desde la calle los puntales nudosos, endebles, esqueletados, embarrados”.
Cincuenta y siete años después, en las orillas del Atrato y en las intrincadas e improvisadas calles de la capital chocoana, existen ranchos como ése, casas levantadas “en un terraplén de barro mezclado con arena, sostenido por paredón de tablones podridos”. No sólo existen, son muchos más de los que podríamos imaginar en una ciudad que hoy pasa de los cuatrocientos mil habitantes, una ciudad en la que todavía deben de estar sobreviviendo al hambre miles de muchachos como Irra, el desesperado y colérico protagonista de la novela.

A medida que Paul Smith y yo buscamos la ruta del personaje, recorriendo la carrera primera hacia el Parque del Centenario y de allí, pasando frente al edificio del Banco de la República, hacia el embarcadero señalado por el escritor César Rivas Lara, encontramos huellas del Quibdó de hace sesenta años. La ciudad era entonces capital de la Intendencia del Chocó y destino de comerciantes extranjeros atraídos desde el siglo xix por la fiebre del oro y del platino y la inagotable fertilidad del bosque húmedo donde se han dado desde siempre las maderas finas que los barcos sacaban por el río hacia Cartagena. El río de Irra es idéntico. Pero es un río que transcurre mezquino sin satisfacer el hambre del joven Irra, porque el hambre es una tremenda metáfora de la miseria. Como en el poema de Villon, Irra se muere de sed al lado de la fuente.

La ciudad debió de ser muy pequeña, pero la expansión urbanística que se había producido entre 1913 y 1923 debió de ser el punto de referencia que las mayorías pobres tuvieron para separarse de las minorías ricas que jalonaron el progreso de esas primeras cuatro décadas del siglo pasado. El universo cerrado de la novela de Palacios no recrea la prosperidad sino la miseria.

Un adolescente pobre que vive con su madre y dos hermanos en un rancho levantado sobre cuatro palos a la orilla del río Atrato. Un muchacho iracundo, con un primario sentido de la justicia. Un joven que conoce por una sola vez el asco del “amor” pagado con una prostituta tan miserable como él, ese mismo joven conoce, al final de la novela, otra clase de amor en la adolescente Nive. Pero la vida de ese joven está marcada por la tragedia. La muchacha muere esa misma madrugada. ¿De qué? De enfermedad de pobre. El joven que quiere huir de la miseria, buscar el horizonte del barco que navega regularmente de Quibdó a Cartagena y viceversa, tampoco es capaz de tomar la nave que lo saque del círculo vicioso de su miseria. Los horizontes del amor y del viaje se le cierran.

Y resulta que esa metáfora, concebida hace más de 57 años por el joven escritor Arnoldo Palacios, es la metáfora trágica que evoco al recorrer la ciudad detrás de las huellas de un mundo imaginario. En el atardecer de este día de principios de septiembre, sentado en una de las bancas del Parque Centenario, mirando sesgadamente la inmensa mole grisácea de la Catedral de Quibdó, desde allí veo “sentado en la nariz de la piragua” a un viejo que se “arremanga los pantalones remendados”. Al frente, diviso la desembocadura del río Quito. Hacia allá se trasladaron los ranchos que estaban en esta orilla del río. El viejo, como en la novela, tiene más de ochenta años. Como el Poeta Pacho, el primo del escritor. Tiene también el “cráneo negro chocolatoso, orlado de cabello motoso hacia las orejas y la nuca, cara huesuda, sienes y mejillas hundidas”.
Las “ratas veloces” que Irra ve pasar en la novela, las he visto pasar esa tarde lluviosa. No sé de dónde han salido. Las he visto salir del charco de aguas estancadas y correr entre los desperdicios del mercado donde se venden carnes y pescados secos, yuca, plátanos, racimos de chontaduros y toda clase de frutas tropicales.

La mirada atenta y curiosa de Paul Smith, el fotógrafo, se anticipa a mis sugerencias. Conoce Quibdó mejor que yo. Y dispara una, dos, tres veces con el objetivo dirigido hacia las casas destartaladas en uno de los esteros del río. En la accidentada travesía que hemos hecho por la ciudad, extendida en un mapa irregular de barrios improvisados, Paul busca una ciudad que se parezca a la Quibdó de la novela. Aunque hayan pasado casi sesenta años, la encuentra en la inmensidad de un mapa compuesto por retazos. Aquí, una casa próspera de dos pisos; enseguida un rancho de madera sin puerta; más allá un edificio de cemento con fachada llena de adornos y arabescos; a sus espaldas, viviendas de madera y zinc, ranchos que se precipitan hacia la pendiente de un barro de color ferroso.

Aunque el pasaje humano de Las estrellas son negras parezca ser el mismo, lo que impresiona es que siga existiendo en un inmenso paisaje urbano de ruinas y asomos de riqueza. Medio largo siglo después, la novela de Palacios es reconocible en la ciudad, distinta en sus accidentes urbanos y, sin embargo, igual en la profundidad de sus dolores.