Adriana Salazar, en la Feria de Arte de Buenos Aires

Mecánica popular

Aunque prefiere no llamarlas máquinas, quizá no hay mejor manera de hablar de las obras de la joven artista bogotana. Brazos que chocan copas o perillas que hacen fumar le han abierto un lugar en la próxima Feria de Arte de Buenos Aires. ¿De dónde salió esta idea?

Humberto Junca
23 de mayo de 2007

En medio de una sala llena de fumadores y de impulsadores de cigarrillos, un frágil aparato, que parecía más una delgadísima lámpara de pie sin su caperuza, temblaba mientras gracias a un brazo metálico llevaba un cigarrillo medio consumido a la boca de un alargado tubo de ensayo con un émbolo que bajaba lentamente. De esa manera succionaba el humo de tabaco que se iba almacenando en su interior, para luego expelerlo cuando el émbolo subía como parte de un ciclo que a lo largo de la noche no tuvo fin. Cuando el cigarrillo se acabó la autora de esa escultura móvil, Adriana Salazar, retiró la colilla del extremo del brazo donde estaba sujeta y lo reemplazó por uno nuevo recién encendido.

Era el año 2003, y la curiosa pieza llevaba el título de Mademoiselle y con ella Salazar obtuvo el premio del público en una muestra peculiar: “Kent, Explora tus Sentidos”. Allí no ganaba quien más fumara: era un concurso de obras de arte realizadas a partir de reflexiones que estuvieran relacionadas con el acto de fumar.

Sin duda alguna, el singular aparato impresionó a los asistentes al evento. Mientras la mayoría de las obras se quedaban en juegos formales según, por ejemplo, los colores de la campaña publicitaria de Kent, Mademoiselle sin ningún tipo de sutileza, se “fumaba” el producto una y otra vez, maquinalmente, por supuesto. Para algunos críticos la exhibición de esa pieza en el evento, demostró la ignorancia de sus organizadores, que veían en dicho aparato al fumador perfecto, a su elegante modelo de ensueño; sin percatarse de la ironía, de lo enfermizo incluso que resulta ver (justo en ese contexto) fumar sin sentido (viciosamente) a un objeto raquítico, frágil y tembloroso.

Desde entonces, Adriana Salazar no para de diseñar aparatos. En 2004 construyó su par de Despreocupadas, una obra similar a la anterior: esta vez, sin embargo, se trataba de un par de copas que chocaban obsesivamente también de manera temblorosa en el extremo de sus delicados brazos metálicos. Cuando le digo que este par también funciona muy bien en el contexto de las inauguraciones, Salazar anota: “Estas máquinas son como actores que devuelven la mirada a la gente que actúa en medio de la exposición”.
A la artista no le gusta llamarlos esculturas o robots y tampoco queda contenta con la palabra máquina: “No son sólo esculturas o simples objetos de contemplación porque la contemplación señala un punto de vista privilegiado, un punto de vista distanciado. Supone una dominación sobre lo que se observa, como lo que sucede con la tradición del paisaje en el Romanticismo; pero aquí no hay tal distancia. No se sabe si lo que uno ve lo está imitando a uno; o si uno imita eso que está viendo. Aquí la mirada no es tan clara, ni tan cómoda. Tampoco son robots porque no pretenden ser sustitutos eficientes, de hecho algunos son totalmente incapaces… y la palabra “máquina” siempre se relaciona a la función, al objetivo a cumplir, a lo industrial y mis cosas son prácticamente hechas a mano sin el ánimo de que sean paradigmas tecnológicos. Como estoy por fuera de la ingeniería y de la ciencia, me interesa la torpeza y la ingenuidad de la construcción. Fue algo que descubrí con Mademoiselle al reconstruir el acto de fumar: la función sola, aislada, repitiéndose una y otra vez, como una neurosis sin contexto, sin cuerpo, sin sujeto, sin finalidad”.

Enfatizando solo el acto, estos aparatos nos cuestionan con humor el sentido de las cosas que hacemos. Así mismo, al emplear mecanismos crudos desprovistos tanto de toda elaboración como de toda referencia antropomorfa para llevar a cabo mínimos gestos “humanos” (incluyendo el error); estos objetos parecen reducidos a ser representaciones del verbo que los esclaviza. Y así nos hacen dudar, ¿qué tan objetos o sujetos somos?, ¿qué tan conscientes somos de lo que hacemos? Desde la infancia, las figuras de autoridad nos enseñan a repetir gestos y quehaceres determinados sin cuestionar; paralelamente, la publicidad y los medios masivos nos han generado deseos y comportamientos, que no son naturales, o no necesitamos. La mayoría de las obras de Salazar tienen un título que les otorga un género femenino. Acaso señala así la objetualización de la mujer que idealmente debe ser como una “chica Águila”, cuerpo siempre dispuesto, complaciente, manipulable, sin voluntad…sin cabeza. En Monumento a la batalla de la puerta la artista llama la atención a la construcción de otro cuerpo de servicio, el militar, también despojado por consenso de su libre albedrío. En esta pieza instalada en la Quinta de Bolívar en 2005, treinta brazos mecánicos ubicados por parejas y armados con espadas de juguete, chocaban entre sí, incansablemente, hasta que ellos mismos o el viento o la lluvia les iba apagando o derribando. Un monumento en contravía de lo que debe ser un monumento: ubicado por debajo del nivel de la cabeza, atomizado en el plano horizontal, cómico, móvil y finalmente efímero.

El año pasado Adriana Salazar participó en dos muestras importantes. Una en la Alianza Colombo-Francesa, sede Cedritos, titulada “Medida”. En ella tres cintas métricas montadas en rieles empotrados en las paredes de la galería vacía, iban y venían de un extremo a otro, midiéndose a sí mismas. La otra exhibición fue la colectiva de arte joven curada por María Iovino en ArtBo. Gracias a esa muestra, la Galería Dabbah-Torrejón de Buenos Aires la ha invitado este año a la ArteBA, encuentro de galerías en la capital argentina entre el 16 y el 22 de mayo. Le pregunto si ya escogió que cosas va a llevar: “Máquina que intenta amarrar un zapato, Máquina que intenta enhebrar una aguja, Guitarrista y una en la que estoy trabajando y que es muy distinta porque el proceso es más como de laboratorio, de evaporación y enfriamiento: una máquina que llora”.