El español: ¿Lengua imperial?

Nuestra lengua, la pobre…

Entre los encomios y vivas al idioma de los que seremos testigos durante estos días, no podía faltar la voz de la sospecha. ¿Tenemos tanto que celebrar? ¿Es el español una lengua tan importante? Al parecer, las cosas no están para tirar cohetes.

Antonio Caballero
21 de marzo de 2007

La lengua castellana está creciendo en el mundo por razones demográficas: nacen muchísimos niños cuyas madres hablan castellano. (¿Castellano? Eso habría que discutirlo. Lo haré más adelante). Pero no se ve que esté ganando terreno por razones lingüísticas propiamente dichas, ni por razones de influencia cultural, como sí sigue haciéndolo, por ejemplo, el inglés, o ha vuelto a conseguirlo el chino: desde Manila hasta Amberes, desde Santiago de Chile hasta Vladivostok, los profesores de chino mandarín no dan abasto ante la avalancha de alumnos. Hace quinientos años el gramático Antonio de Nebrija estaba convencido de que lengua e imperio castellanos se irían expandiendo de la mano, cada cual apoyado en el otro, como había sucedido dos milenios antes con el latín y el poderío militar y político de Roma. Bueno, pues no fue así. El castellano no es una lengua imperial.

Oigo ya las objeciones indignadas. ¿Y dónde dejo a todos los pueblos hispanohablantes o más exactamente castellanoparlantes de América del Sur, de América Central, de México? ¿Y a los chicanos de California? O incluso, en la propia península Ibérica...

¿A quién, en la península Ibérica? Bueno, sí, de acuerdo: a los gibraltareños, los llamados “llanitos”, aunque más que el castellano lo que hablan es el andaluz: un “lenguaje de pájaros”, como lo llamó algún escritor francés, y que fue descrito por el catalán Joseph Plá como “más expresivo que significativo”. Pero en cambio sucede que, frente a esa pequeña excepción de bandera británica, anchas tajadas de España en donde el castellano se había impuesto por la fuerza de las armas (de los Austrias, de los Borbones, de Franco) están tratando ahora de desembarazarse de su coyunda. Y lo están consiguiendo.

El caso más extremo es tal vez el de Cataluña, donde los go-
biernos nacionalistas de los últimos treinta años han inventado la insensatez demagógica de la “inmersión lingüística” en la educación, desde la escuela hasta la universidad. Se llega a la aberración de que hasta las clases de castellano se dictan en catalán. Y han conseguido así que los niños que crecen allá sólo sepan hablar en un idioma, el catalán, en vez de ser bilingües en catalán y castellano, como lo fueron sus padres: han logrado sumergirlos en un solo elemento, como peces en el agua, en vez de permitirles seguir siendo animales anfibios dotados a la vez de pulmones y branquias para poder ir y venir entre el agua y la tierra como les dé la gana. Una mutilación de raíz chovinista (para decirlo con un galicismo). Al colmo de la ridiculez autoderrotista se llegó en los días de los Juegos Olímpicos de Barcelona, cuando los adalides de la independencia lingüística proclamaban –tal vez sin darse cuenta– su voluntad de dependencia de otra lengua, imperial ella sí, explicándole al mundo a través de costosas campañas publicitarias que su ciudad no quedaba en España sino “in Catalonia, of course”.

Los catalanes no son los únicos insensatos. También los nacionalistas valencianos, que no quieren ser catalanes, como la Virgen del Pilar de Zaragoza se negaba a ser francesa; y exigen la redacción de un diccionario catalá-valenciá que ponga en claro la diferencia. O los nacionalistas gallegos, que han llegado a exigir que la obra de un gallego que escribió siempre en castellano, Ramón del Valle-Inclán, sea traducida al gallego para ser editada o representada en los teatros de Galicia. O los nacionalistas vascos, que tuvieron que empezar por unificar en una sola lengua “moderna” las distintas versiones arcaicas del euskera rural hablado en los distintos valles de su tierra (una tarea que hace un siglo intentó, y abandonó por inane, el filósofo vasco Miguel de Unamuno), y a continuación han fundado ikastolas vascuences a brazo partido hasta educar a una generación entera para que hable mal el castellano sin haber aprendido bien el neoeuskera artificial. O los nacionalistas asturianos, empeñados en resucitar como lengua oficial para su patria chica el extinto bable astur-leonés.

Y así todos. Con el crecimiento del poder político de los movimientos indigenistas en América, no tendría nada de raro que una parecida reacción contra la lengua de Castilla se desarrollara también en el Perú y en Bolivia, en el viejo Tahuantisuyo del Incario precolombino, en nombre de las lenguas quechua y aymara; y en el Paraguay, donde buena parte de la población sigue hablando guaraní; y en Guatemala y en el olvidado sur de México, poblados por gentes que hablan todavía dialectos mayas. ¿Por qué no? Así sucedió hace ya muchos años en las Filipinas, donde el castellano colonial, que no consiguió sustituir al tagalo aborigen, ha sido a su vez fácilmente sustituido por el inglés norteamericano neocolonial. Y hace ya varios siglos en Flandes, otro retazo de aquel imperio de Carlos V en el que “no se ponía el sol”, donde no debe de quedar ni una palabra de origen castellano. De Flandes, en cambio, ha quedado en castellano la palabra “flamenco”, aunque referida a otra cosa: no a lo venido de Flandes sino al cante y al baile de los gitanos andaluces. Los cuales, a su vez, han dejado su lengua caló para cantar en castellano; o, mejor, para insertar en su jipío frases en castellano tomadas fragmentariamente del bolero cubano o de la copla andaluza, de la jota aragonesa o del corrido mexicano.

Es el único caso, y se refiere de modo exclusivo a los gitanos que viven en las tierras de España, de San Fernando en Cádiz a Gerona en Cataluña. Roban palabras de Castilla para sus improvisaciones, pero se me antoja –sin tener nada de flamencólogo– que lo hacen por razones de ruido y no de sentido: por cómo suena, y no por qué quiere decir, una palabra como, digamos, “mare”, deformación de “madre”. Muchas veces el cantaor escoge sólo un fragmento de palabra: “áre”; o una sola letra, que, aislada, no significa nada: “¡éle!” Y la verdad es que no da mucho de sí una inarticulada juerga gitana con más zapateo que palabras como ilustración de la penetración de una lengua más allá de su territorio propio.

Por eso decía al principio que el castellano no ha sido una lengua imperial, salvo cuando era impuesta obligatoriamente por la fuerza desnuda del imperio: a tiros de arcabuz. Se hablaban en el Nuevo Mundo con el que se tropezó Colón varios millares de lenguas y dialectos. Y a pesar de la sorprendente preocupación humanista del emperador Carlos, que dispuso que la evangelización de los indios no se hiciera en castellano, sino traduciendo la palabra evangélica a los idiomas aborígenes, a la vuelta de pocos años casi todos se habían extinguido: de ellos sólo quedaban las gramáticas y los glosarios compuestos por los frailes misioneros para entenderse con los indios. Pero éstos, entre tanto, habían dejado de hablar sus propias lenguas: ya no creían en ellas, como habían dejado también de creer en sus antiguos dioses que no habían sabido defenderlos de la arremetida de los conquistadores españoles armados de hierro y pólvora y portadores de enfermedades nuevas y mortales. Pero retirada al cabo de tres siglos la fuerza del imperio empezó a derrumbarse el imperio de la lengua. Hoy son pocos, somos pocos los que queremos voluntariamente, por placer, seguir hablando y escribiendo en castellano.

No quedan de éste en otros ámbitos casi ni siquiera palabras sueltas, como las que mencioné más atrás a propósito del caló de los gitanos. De las grandes lenguas de Occidente el castellano es sin duda la que menos expresiones de su genio particular ha dejado en las demás. Palabras intraducibles, y en consecuencia usadas en todas partes en su idioma original, como la weltanschauung alemana o la nonchalance francesa o la procrastination inglesa, son, del castellano, muy pocas: “guerrillero”, “generalísimo” (para un preso), “incomunicado”, “pronunciamiento” (de algún militar). Y al tiempo que otras lenguas europeas se han adueñado de bloques enteros de la cultura colectiva –el italiano de la música, el francés de la diplomacia, el inglés del comercio y de la técnica, el alemán de la filosofía–, al castellano no le ha quedado sino el toreo: un arte que, por otra parte, sólo se practica en España misma y en países castellanoparlantes de América. Y en Portugal y en el sur de Francia: pero la verdad es que no se va muy lejos conociendo palabras tan especializadas como “chicuelina” o “garapullo”, “berrendo” o “volapié”. Ni siquiera “torero”: se ha impuesto en su lugar, gracias a la ópera Carmen de Mérimée y Bizet, el afrancesado “toreador”.

Hace unos años, por decir algo parecido a esto que vengo diciendo, no recuerdo cuál escritor francés de origen árabe (o, más bien, escritor árabe de expresión francesa) se ganó encolerizadas críticas de la prensa española (o, más bien, de la prensa en castellano de España). Pero tenía razón. Señalaba simplemente, ciñéndose a la evidencia, que no hay ningún escritor árabe (ni marroquí ni saharahui) que escriba en castellano: los que no escriben en árabe lo hacen en francés o en inglés. Y que tampoco hay, ni ha habido nunca, un escritor ruso, digamos, que haya escrito en castellano; ni un hindú, ni un sueco, ni un turco, ni un neozelandés. Cosa que sí sucede en otras grandes lenguas. Hay escritores malayos que han decidido escribir en japonés o en chino, y lituanos o persas que lo han hecho en ruso. El polaco Conrad escribió en inglés, en tanto que el irlandés Beckett escribió en francés, como los rumanos Ionesco o Cioran. Y así lo han hecho también rusos y argelinos, e inclusive cubanos, como (para no hablar en burla de Alejo Carpentier) José María de Heredia. Un norteamericano, Jonathan Littell, acaba de ganar el Premio Goncourt con una novela escrita en francés. Y en alemán han escrito checos como Franz Kafka y búlgaros como Elías Canetti. Y hay austriacos que han escrito en italiano, e italianos que han escrito en portugués, y portugueses que han escrito en chino, y alemanes que han escrito en esperanto. En inglés ha escrito gente de todas partes: rusos como Nabokov, hindúes del Caribe como Naipaul, pakistaníes como Rushdie, españoles como Santayana.

En castellano, en cambio, no escribe nadie, como no sea porque ese es su idioma materno. Y ni aún así. La madre del ya mencionado Canetti, por ejemplo, le hablaba en su casa en ladino, ese castellano del siglo xv que se llevaron a los balcanes los judíos expulsados de España por los Reyes Católicos. Pero Canetti, para escribir, prefirió el alemán. En castellano han escrito, es cierto, el catalán Joseph Plá o el gallego Álvaro Cunqueiro: pero a la fuerza. Si no, no.
Rebuscando en la memoria no se me ocurre sino una sola excepción: la del historiador inglés (que tal vez es galés, o irlandés) Ian Gibson cuando escribió en castellano su biografía del pintor catalán Salvador Dalí. Pero no hay que olvidar que Dalí mismo sólo escribía en francés.
Tal vez lo que pasa es simplemente que escribir en castellano es muy difícil.

Y hablarlo también. Decía al principio que nacen en el mundo “muchísimos niños cuyas madres hablan castellano”. Pero ¿qué castellano? Hay varios, cada día más distantes entre sí –lo cual no es bueno ni malo–, y cada día peor hablados: quiero decir, cada día más pobres de vocabulario y más rudimentarios de gramática y sintaxis. Por eso tuvo que ser elaborado el Diccionario panhispánico de dudas (por otra parte excelente), publicado hace dos años por la Asociación de Academias de la Lengua Española: para ayudar a restablecer las relaciones entre las diversas modalidades del castellano: el andaluz y el cántabro, el cubano de Miami, el puertorriqueño de Nueva York, el porteño argentino, el valluno-paisa de los traquetos colombianos. Sin embargo, y pese a los esfuerzos de las academias y del Instituto Cervantes, es probable que a largo plazo el castellano esté destinado a desgajarse en varias ramas separadas, como se desgajó el latín en media docena de lenguas romances. Pero eso constituirá un enriquecimiento. Peor sería el mantenimiento de una unidad ficticia, semejante a la macarrónica que mantuvo para el latín el bajo latín eclesiástico: una unidad basada en el empobrecimiento. No hace muchos años se quiso hacer un acuerdo lingüístico entre las televisiones privadas que transmiten en castellano desde Tejas hasta la Patagonia, reduciendo el idioma a un número muy pequeño de palabras (creo que eran veinte mil) para que las entendieran todos los televidentes sin esfuerzo y los anuncios publicitarios se pudieran unificar y simplificar.

Por fortuna ese proyecto monstruoso no prosperó. La lengua castellana no habrá conseguido ser una lengua imperial; pero tampoco se deja mangonear.