Damien Hirst en el set de la BBC en Londres el día de la inauguración de la exposición.

La polémica nueva obra de Damien Hirst

¡Por el amor de Dios!

La galería londinense White Cube expone una de las muestras más osadas de la obra de Damien Hirst a la fecha: Beyond Belief [Aunque no lo crea]. La exposición se inauguró con gran despliegue en prensa y medios por una pieza que costó 32 millones de dólares en realizarse. ¿Cuál es la nueva locura de Hirst?

Charbel Ackermann
19 de junio de 2007

Los titulares de los principales diarios británicos rezaban: “La obra más costosa jamás realizada por artista vivo”. Y, en efecto, en la galería White Cube de Londres, el artista británico Damien Hirst exponía una pieza que no dejaba dudas. Se trata de un cráneo en platino, tamaño natural, tachonado de diamantes. La galería tuvo a bien anunciar que la pieza tiene un precio de venta cercano a los cien millones de dólares y que, dicho sea de paso, ya está prácticamente negociada. Los meros materiales utilizados pueden llegar a costar cerca de veinticinco millones. Alguien que sabe de diamantes me dijo que, sin embargo, ni Hirst ni la galería, que van a medias en lo que a gastos concierne, tuvieron que pagar el monto en bruto que en verdad hubieran alcanzado los 1.106.18 quilates de diamante a precio de mercado.
Para contemplar For the Love of God [Por el amor de Dios], título que se le da al cráneo diamantino de Damien Hirst en la White Cube de Mason’s Yard, hay que pasar antes por una verdadera pesadilla de inconvenientes. El magnífico pabellón de la galería, allí donde antes se alzaba una estación de transformadores en medio de una plaza empedrada a la vuelta de Piccadilly, se ha convertido en una mezcla de museo nacional, bóveda de banco suizo, sacristía catedralicia y club nocturno de moda. Cuando llegué, a la hora debidamente indicada en mi boleta, la cola ya le daba la vuelta a la esquina del edificio y, fuera de los dependientes de rigor de la galería que repartían información, había varios hombres enormes que parecían un cruce entre gorilas de discoteca y miembros de un escuadrón de seguridad presidencial. Y fue justamente un par de los místeres de seguridad presidencial el que nos dirigió al segundo piso para una audiencia con el cráneo diamantino, audiencia que por lo demás solo sería de cinco minutos. Afortunadamente no hay que esperar hasta que las retinas se ajusten a la oscuridad absoluta de la sala, antes de que el muy pequeño cráneo nos hiera los ojos con fulgor divino. Y solo ese resplandor fugaz ya amerita el duro trabajo previo que implicó entrar al sanctasanctórum de la exhibición. El cráneo resplandece, claro, porque lo cubren total y perfectamente 8.601 diamantes sin mácula, incrustados en su superficie. La superficie en cuestión es el vaciado en platino de un cráneo masculino del siglo xviii que además aportó sus 27 dientes. Los diamantes incrustados siguen con fidelidad rigurosa las ondulaciones del cráneo, y la verdad es que todo el espectáculo es una dicha de contemplar. Se nos informa que los diamantes fueron cortados con rigurosidad. Debo confesar que, hasta la fecha, había evitado, también con rigor, toda visita a las secciones de joyería de los grandes santuarios imperiales de este mundo, La Torre de Londres y el Kremlin inclusive. Marcel Tolkowsky, un tallador de diamantes belga, descubrió hace cien años que, para una reflexión óptima, el ángulo que se forma entre la superficie superior plana y el puntiagudo costado de la piedra debía ser de 24o 26’. De manera que este hecho, aunado al tamaño real del cráneo, explican con seguridad su luminosidad “de ensueño”. Por lo demás, la única licencia artística que se tomó Hirst fue el adorno ‘sacerdotal’ que colocó en la frente del cráneo y que cuenta con un único diamante que cuesta la bicoca de ocho millones de dólares. El resto del contorno lo determina la minuciosa métrica del cráneo original. No pude menos que recordar escenas de mi padre en su estudio midiendo cráneos de cientos de pajaritos para beneficio de sus investigaciones ornitológicas.
El modelo de Hirst es una soberbia versión de uno de los objetos más icónicos que existen: nuestro propio cuenco cerebral: hogar de nuestros sentidos y emociones, de nuestra identidad. Dicho sea de paso, el cráneo en cuestión al parecer fue comprado en el local de un taxidermista en el norte de Londres. Los distintos folletos con información de carácter especializado que acompañan la exhibición, coinciden todos en afirmar que el cráneo, en excelentes condiciones (dientes inclusive, aunque faltaba uno), es el de un hombre del siglo xviii, como ya dije.
Desde sus inicios, con su famoso tiburón, la obra de Hirst ha lidiado con la muerte. El título del conocido escualo era: The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living [La imposibilidad física de la muerte en la mente de un ser vivo]. Con este cráneo, Hirst continúa explorando temas esenciales: la vida, la muerte, la enfermedad, el deterioro, el ejercicio de la medicina y la magia farmacéutica. Y no le da vergüenza ser lastimeramente rotundo al respecto: “En último término”, dice en un comunicado de prensa, “nunca habrá respuestas, solo preguntas”. ¡Ah, vale!, decimos al tiempo que nos comemos el coco boquiabiertos.
Otras de las piezas en exhibición se basan en imágenes reales de las biopsias de treinta tipos distintos de cáncer y otras cuantas enfermedades terminales, imágenes que el artista recogió en la Science Photo Library. En estas series, Hirst recurre a vidrios rotos, cuchillas de bisturí, pelo humano y charcas y manchas de pintura simulando sangre traspuestos sobre enormes lienzos abstractos. Se pueden ver también doce nuevas esculturas, incluyendo siete trabajos mayores de animales tratados con formaldehído que engruesan su continuada serie Historia Natural. “Death Explained” (‘La muerte explicada’), inicialmente concebida como dibujo en 1991, ahora se nos presenta convertida en un tiburón tigre de verdad seccionado longitudinalmente en el que cada mitad de su cuerpo está suspendido en un tanque distinto de formaldehído. El tiburón, objeto que Hirst alguna vez resumió como “una cosa para describir una emoción”, ha sido sometido a una disección para permitirle al observador caminar por el interior del animal y quizá entenderlo mejor. Abunda además, en esta exhibición, la simbología religiosa, incluyendo un San Sebastián y otros tantos mártires similares como si con la muerte de uno solo no bastara.
No sobra decir, con todo, que hoy por hoy la muerte aparece por todas partes en el arte contemporáneo: recordemos para el caso el cráneo de Gabriel Orozco y la sección entera dedicada a la muerte en la maravillosa Biennale de este año, por no hablar de lo que ocurre en varias exhibiciones regionales: ¡calaveras por todas partes!
Obviamente, el cráneo de Hirst está en buena compañía, no solo en medio de obras artísticas contemporáneas sino también en medio de la historia general del arte. Su trabajo hunde raíces en la tradición del memento mori, aquel objeto que nos recuerda lo efímero de la existencia humana. Con todo, los cráneos mesoamericanos, incluso aquellos cubiertos de piedras preciosas que inspiraron a Hirst, me parece que tienen implicaciones más amplias, no solo la dualidad vida-muerte sino también la guerra, la subyugación y el sacrificio. Hay quienes dicen que el cráneo de Hirst emana una “luz celestial”... y que triunfa. Quizá sí sea un triunfo, pero en ese caso no tanto sobre la muerte como sobre otros asuntos. Este trabajo constituye la labor de joyería más grande que se haya encargado en el Reino Unido en los últimos cien años. Así, el arte ha alcanzado un punto en el que, gracias a su difusión y su poder en circulante, supera a banqueros e incluso a las familias reales en el mercado de joyas. Se trata pues de una gambeta que tiene tanto que ver con el poder como con el arte. Ahora bien, por supuesto, serán inversionistas prodigio o empresarios supermultimillonarios quienes terminen por comprar el artefacto. Entre los nombres que se han barajado están Paul Allen, co-fundador de Microsoft, y Steven Cohen, el billonario corredor de bolsa de inversión de riesgo, quien además ya es dueño de The Impossibility of Death in the Mind of Someone Living, el famoso tiburón tigre encurtido de Hirst. También podría terminar acompañando sus vacas disecadas en la galería veneciana del multimillonario francés François Pinault. No sobra decir, por supuesto, que la anterior galería ya posee su propia calavera, quizá no tan resplandeciente como la que ahora nos concierne, pero sí mucho más grande y francamente más divertida con sus dientes de baldes de acero inoxidable.

Traducción: Juan Manuel Pombo.