Todos mentimos alguna vez

Lula Gómez se pregunta si es justa la expulsión de Holanda de la cineasta y diputada Ayan Hirsi Ali.

Lula Gómez
20 de junio de 2006

El látigo contra el islamismo tenía hasta hace unos días nombre de mujer: Ayan Hirsi Ali, una diputada holandesa, de origen somalí, a la que su Gobierno le ha retirado la nacionalidad por haber mentido en su edad y nombre. Es cierto; ante las autoridades a las que llegó como refugiada les dijo tener dos años menos y modificó su apellido (el real era Magan y no Ali). La verdad es que huía de un matrimonio forzoso y arreglado por sus padres con un hombre que no conocía. Provenía de un país y una cultura donde las mujeres no saben lo que son sus derechos: viven sumisas a las órdenes de sus maridos, no se les permite estudiar, ni opinar y, por si fuera poco, para cuidar su virtud se les practica la ablación (mutilación genital), entre otras certezas.

Lamentablemente lo anterior no es mentira. Esa falsedad en su testimonio para conseguir la residencia en Holanda ha sido el pecado que le ha valido la retirada de su pasaporte. Pero no el único. Ayan Hirsi Ali, que deja ahora el país que la acogió, señaló en la rueda de prensa en la que anunció su dimisión como diputada y reconoció su mentira, que uno de los motivos de su marcha era una decisión judicial en la que se le instaba a abandonar su domicilio en agosto. Sus vecinos la denunciaron porque consideraban que ella era un peligro para su vida. Y eso también es verdad: la política, considerada por la revista Time como uno de los personajes más influyentes del mundo, vive rodeada de escoltas que la acompañan hasta para lavarse las manos. Es su rutina; eligió la libertad de contar y denunciar la situación de las mujeres en los países musulmanes.
 
Por eso los fundamentalistas la tienen en sus listas. Y sí, lo cierto es que el 2 de noviembre de 2004, el cineasta holandés Theo van Gogh fue asesinado en Ámsterdam por un joven fundamentalista islámico. Junto a su cuerpo, el homicida clavó una misiva que decía que la hoy ex diputada sería la siguiente de la lista. Ella era codirectora del guión que denunciaba la crueldad que sufren muchas mujeres en nombre de Dios. Nadie puede dudar del miedo de los vecinos a un posible atentando contra la vecina ex parlamentaria, mentirosa en su apellido y edad, negra, de origen islámico y sin miedo a decir “Yo acuso”, título de su último libro y de varias de sus conferencias.

Y es que Ali no titubeaba en seguir poniéndose en la diana de los fundamentalistas de todo el mundo y alzar su voz alta y clara contra el islam, por violar los derechos fundamentales de hombres y mujeres, pero más especialmente de estas últimas. “El islam es incompatible con el valor que Occidente concede al término libre, y sobre todo a la libertad de opinión, a la libertad de conciencia. No podemos hacer excepciones amparándonos en motivos culturales: acabaríamos terminando con la democracia y lo mucho que hemos conseguido. Ojalá el islam tuviese una Ilustración: nos falta autocrítica”, afirmaba.

“En Europa, si eres católico y decides dejar de serlo, puedes, nadie te dirá nada. Si eres protestante y decides ser ateo, nadie te dirá nada. En cambio, en el mundo islámico esto no es posible. Los fundamentalistas te considerarán apóstata y te querrán eliminar físicamente”, aseguraba en plena crisis de las caricaturas, el cisma que vivió Europa tras la publicación de unas caricaturas que se bufaban de Mahoma.

No quiero juzgar la mentira por la que Ayan consiguió el asilo y que la hace ahora indigna de la nacionalidad holandesa y de representar al pueblo. No quiero calibrar la edad de una mujer que dice “no quiero que me maten, pero tampoco quiero callarme”. Ayan Hirsi Ali –yo la conocí con ese nombre y con dos años menos de los que ponía en su cédula holandesa– reconocía que no es cómodo vivir con miedo a que te maten, pero que ella había elegido la libertad de contar. “¿Eres feliz?”, le pregunté. “Me siento bien cuando veo que he sido capaz de hacer cambios, que hay progreso y que las mujeres musulmanas en Holanda aunque no entienden mi lucha tienen hoy derechos y pueden denunciar los malos tratos de sus maridos. Eso me hace feliz, me recompensa. Que mi padre –un musulmán ortodoxo– me haya comprendido es un triunfo. Ahora dice que no es él quien me tiene que castigar por mi actitud, que me ha avisado y que será Dios quien lo haga, pero que él no me va a rechazar. Pero... me pone triste no poder pasear, no poder ir en bicicleta, no poder responder al teléfono como cualquier persona...”. Y en ese momento, la diputada de voz suave y verbo preciso miró por el ventanal del Hotel Ritz hacia la calle, un lugar prohibido para ella. Mintió sobre su edad, sí, lo ha reconocido, pero lo que es verdad es que hoy es un pájaro cautivo por ello. Su vuelo es más alto que el del resto, despega con sus palabras, con su opción de vida y su lucha. No dudo de su palabra, de esas afirmaciones que la obligan a ser libre sólo de pensamiento. Qué horror, yo también me he quitado alguna vez un par de años, y no era refugiada, ni huía de un país donde no me dejaban pensar; lo único que me jugaba era la suerte de un galán. Y no quiero pensar en las faltas a la verdad de sus ex compañeros de profesión, los mismos que la han expulsado del Parlamento y le han retirado el carné con el que podía vivir en Europa.

Ahora ella, como se llame, no me importa, se plantea ir a Estados Unidos (si se lo permiten; ya que ha perdido el pasaporte europeo). En principio, ha aceptado una oferta para trabajar para la organización no gubernamental American Enterprise Institute, un think tank de corte conservador que asesora al Gobierno de George Bush.
Mientras, en Holanda, el país de la tolerancia que la ha expulsado, un grupo de pederastas holandeses quiere crear un partido político. Van con la verdad por delante: les gustan los niños. .