Especiales Semana

¡ALERTA!

Los problemas ecológicos de Colombia son una bomba de tiempo. Más de 200 mil kilómetros cuadrados del país están gravemente amenazados.

5 de junio de 1989

En medio del golfo de Morrosquillo y frente a las costas de Coveñas, una gigante flota sobre las aguas del Caribe. Mide más de 300 metros de largo y 65 de ancho, y su altura alcanza la de un edificio de 20 pisos. Tiene forma de barco pero no viaja mucho: con una capacidad para almacenar hasta 2 millones de barriles de petróleo, es la última estación del crudo transportado desde los pozos de Caño Limón, antes de ser enviado a la refinería de Cartagena o de ser exportado. A pesar de que cuenta con sofísticados sistemas de control y de que cumple con todas las normas de seguridad internacionalmente aceptadas, muchos ecologistas consideran que es una bomba de tiempo, pues la posibilidad de que ocurra un accidente no puede nunca reducirse a cero. Y un accidente que implicará un derrame de petróleo en esa zona, causaría aún más destrozos de los que se produjeron en Alaska hace algunas semanas por cuenta del capitán borracho de un buque petrolero. Sería, claro está, el fin de las aguas y costas del golfo, pero también el de las islas del Rosario y de una vasta zona del Caribe colombiano. Sin embargo, financieramente no parece fácil justificar su reemplazo por un puerto petrolero, que no sólo resultaría mucho más costoso, sino que tendría un fuerte impacto ecológico sobre la zona, y que además tampoco eliminaría la posibilidad de un derrame.

El caso del gigante flotante de Morrosquillo ilustra a las claras el conflicto que se presenta a diario entre el progreso y la naturaleza. Ese drama, que muchos colombianos asocian casi exclusivamente con los países desarrollados con un alto nivel de industrialización, se está viviendo en el país de manera creciente, aunque en forma por muchos inadvertida. Los ingenieros y operarios de los pozos petroleros de Caño Limón, los pescadores de la Ciénaga Grande, los arroceros del Meta, los lavadores de oro del río Nechí, los obreros de las industrias del cemento y el acero del valle de Sogamoso, los exportadores de banano de Urabá, los colonos del Guaviare, los automovilistas de Bogotá y los cafeteros del Viejo Caldas, todos, sin excepción, son protagonistas en mayor o menor grado de la misma historia. Una historia en la que se desecan ciénagas y manglares, se salinizan suelos, se envenenan peces, se talan bosques, se contamina el aire y, en fin, se coloca al país en una situación que en más de 200 mil kilómetros cuadrados (una sexta parte del territorio nacional) puede ya calificarse de crítica. Teniendo en cuenta todo lo anterior y después de una prolongada investigación, SEMANA preparó para sus lectores un informe especial que analiza los problemas ambientales del país y presenta en forma detallada la situación de 15 zonas que, según los expertos del Inderena, se encuentran gravemente amenazadas.

Paz y medio ambiente
De tanto hablar de los problemas de la guerra y de la paz como lo hace la inmensa mayoría, o de tanto discutir las cifras del crecimiento económico y del desempleo como lo hacen unos pocos, a los colombianos se les ha olvidado un peligro cuyas proporciones pueden volverse inmanejables en los albores del próximo siglo. De hecho, los problemas de la violencia no son ajenos a la problemática ambiental. Los mismos procesos de colonización espontánea que derivaron en agudos conflictos sociales en zonas como Urabá, Magdalena Medio o Guaviare, han tenido devastadores efectos ambientales, que agravan a su vez la problemática social, lo que explica que de las 15 regiones definidas como críticas en este informe, más de la mitad coincidan con las que se determinaron hace algunas semanas en un artículo sobre la geografía de la violencia (ver SEMANA No. 359).

Las cuestiones económicas también están íntimamente relacionadas con los problemas ambientales. Hoy en día hay ya importantes zonas del territorio nacional que después de haber sido altamente productivas, están sumidas en la miseria y la depresión económica, por años y años de inadecuada explotación o de deterioro de los recursos. Miles de pescadores de la Ciénaga Grande y de las costas del departamento del Magdalena han quedado en la miseria por la contaminación y la destrucción de los manglares donde antes desovaban los peces. Y esos hombres y sus familias se han visto obligados a inmigrar a Barranquilla, donde han venido a engrosar los cordones tuguriales en los que hoy habitan cerca de 400 mil personas. En el Valle del Cauca, más de 20 mil hectáreas de una de las mejores tierras agrícolas del mundo, se están perdiendo a pasos agigantados por la salinización de los suelos, y las consecuencias de este proceso en términos de recesión agroindustrial y desempleo son impredecibles. A veces no hace falta contaminar el aire con chimeneas industriales o vertir desechos en los rios para hacerle a la naturaleza un daño irreparable. El sólo hecho de implantar durante décadas un monocultivo en una determinada región, agota los suelos de tal manera que un día ya no se puede seguir con ese monocultivo, ni reemplazarlo por ninguna otra siembra. En este sentido, algunos creen que el monocultivo -que en Colombia tiene claros ejemplos como el del café en el Viejo Caldas, el banano en Urabá y la caña en el Valle- es, en términos ecológicos, tan grave como el latifundio en términos sociales. Y muchas veces, monocultivo y latifundio marchan juntos.
Se trata, pues, de comprender que no se puede seguir viendo a la ecología como el hobby de unos muchachos de mochila y suéter de lana virgen, muy preocupados por la suerte de unos extraños pajaritos en vías de extinción y tratando de conservar el paisaje, sino como una ciencia, una disciplina con un profundo peso en lo social, lo económico y, por ende, lo político. Día a día se impone con mayor fuerza una concepción de la protección del medio ambiente relacionada no tanto con cuestiones estéticas, sino con asuntos éticos, con el fin no de oponerse arbitraria y tercamente a todo asomo de progreso, sino de encauzar el desarrollo por una senda que en vez de agredir y arrasar los recursos naturales, logre de ellos el aprovechamiento más armónico y más racional, para que no sólo ahora, a corto plazo, rinda frutos, sino para que los siga rindiendo en el futuro.

"Lo que la gente tiene que entender es que la destrucción de los recursos naturales es la destrucción de la base productiva y que la crisis del medio ambiente no es otra cosa que la crisis de esa base productiva", explicó a SEMANA Mario Avellaneda, jefe de la división de ordenamiento ambiental del Inderena.

Pero ¿es esto posible?, ¿es posible resolver el conflicto del gigante de Morrosquillo, el que enfrenta al desarrollo y a la naturaleza? La respuesta de los expertos es sí, pero un sí condicional: "Se trata no simplemente de explotar a la naturaleza, sino de aprender de ella. El desarrollo es en últimas un asunto de producir y aprovechar la energía. Y hasta ahora nadie ha demostrado ser más sabio en eso de producir y aprovechar la energía como la misma naturaleza", dice Avellaneda.

Aparte de todo esto, los colombianos tienen que comprender que una utilización adecuada de los recursos naturales es también una cuestión estratégica para el país. Colombia ocupa un territorio que los expertos definen como de "megadiversidad biológica" o, mejor dicho, un territorio que cuenta con vastas regiones de inmensa riqueza de especies vegetales y animales. Si esas regiones, como ya está sucediendo con algunas, entran en una crisis ambiental irreversible, el país pierde esa megadiversidad, que es ante todo una riqueza estratégica, y pierde con ella sus posibilidades de desarrollo autónomo.

Para ilustrar lo anterior con un ejemplo, basta analizar lo que sucede con las zonas de Bahía Málaga y el bajo Calima, en la costa Pacífica. Un estudio realizado en 1987 por el Smithsonian Institute de Washington, reveló que se trata de la zona de mayor diversidad biológica del mundo. Si se toma allí una unidad de área de 500 metros de largo por 2 de ancho, es posible encontrar 175 especies vegetales hasta la altura de 2.50 metros, o sea, sin contar árboles. Lo increíble es que con la construcción de la base naval de Bahía Málaga y de la carretera que la une con Buenaventura, esta zona está sufriendo graves daños ecológicos y por esa razón está incluida en la lista de regiones críticas.

Y esto para no mencionar la cuestión del Amazonas, región que en la parte colombiana ha sido muy escasamente estudiada en lo que se refiere al impacto ambiental, pero cuya importancia estratégica se puede medir, entre otras cosas, por la cumbre de presidentes de los países amazónicos a fines de la semana pasada, a la que asistió el mandatario colombiano Virgilio Barco.

Este tipo de proceso en los que varios países se comienzan a preocupar por la problemática ambiental de una región que comparten, son apenas un asomo de la nueva concepción que, como resultado de las graves amenazas a la naturaleza, debe tenerse del planeta. "En esta materia -le dijo a SEMANA Alvaro Castaño Castillo director desde hace 15 años del programa 'Naturalia', el primero que comenzó a agitar este debate en la televisión colombiana- en el mundo ya no hay problemas ajenos. Todos los problemas son propios. Si se corta un árbol en Malasia o en el Amazonas, todo el mundo resulta afectado. El mundo se nos volvió un sólo paseo y el nacionalismo quedó atrás".

Las dimensiones de la crisis
Pero es evidente que estos argumentos conceptuales pueden resultar por ahora insuficientes para convencer a los incrédulos de que lo que se está afrotando en Colombia es ya bastante grave. La frialdad de las cifras es quizá más útil.

Los cálculos más conservadores aseguran que en el país se están talando más de 500 mil hectáreas de bosques al año, de un total de entre 40 y 50 millones. Si se imagina un escenario optimista y se asume que estas cifras anuales no van a aumentar, esto querría decir que en menos de 100 años el país ya no tendrá bosques. Pero si se tienen en cuenta los ritmos de crecimiento anual de la tala de bosques, se puede pensar que antes de 30 años la situación habrá alcanzado las dimensiones de una gigantesca catástrofe nacional. Mucho se habla de reforestación. Pero la verdad es que los cálculos más generosos demuestran que se están reforestando anualmente poco más de 40 mil hectáreas, menos del 10% de lo que se destruye.

Y esto sin mencionar que los expertos cada vez se cuestionan más las políticas de reforestación. No sólo por sus limitados alcances cuantitativos, sino por sus muy dudosos logros cualitativos. En algunas regiones del país muy ricas en especies vegetales, un área devastada y sin reforestación puede producir en unos cinco años una recuperación natural de balsos, yarumos y guásimos e incluso, en zonas de megadiversidad como La Macarena y el bajo Calima, después de haber sido taladas, en unidades de área de 500 metros de largo por 2 de ancho, se producen hasta 170 especies vegetales, de las que sobreviven unas 140 después de unos 20 años. En cambio, cuando se tala y se reforesta, a corto plazo muchas veces sólo se logra la aparición de 3 ó 4 especies.

Esto no quiere decir que el país se pueda dedicar a talar con la tranquilidad de que lo que hoy se devasta, mañana retoña. Los procesos de recuperación antes mencionados sólo se dan en las zonas de megadiversidad, cuando éstas sólo son afectadas en porciones marginales y el resto se conserva. Además, la tala tiene otros efectos devastadores en el ecosistema. Talar significa, entre otras cosas, destruir cuencas hidrográficas, pues existe una relación directa entre la supervivencia de los ríos y la conservación de los bosques en las zonas altas de esos ríos y de sus afluentes.

Pero aparte de la tala de bosques, los ríos colombianos están siendo seriamente amenazados por la contaminación con residuos químicos. Y no solamente los ríos que recorren grandes centros urbanos, como el Bogotá, el Medellín, el Calí, el Cauca o el Magdalena, en cuyo curso se encuentran prolongados tramos con niveles de oxigenación de cero. El río Meta y sus afluentes reciben importantes cantidades de residuos de pesticidas, como resultado de las fumigaciones indiscriminadas que se llevan a cabo en la extensa zona arrocera del departamento del Meta. En esos ríos de los Llanos se encuentran zonas críticas donde los tejidos de los peces contienen hasta 50 veces las cantidades límite permitidas por la Organización Mundial de la Salud para este tipo de residuos. En una palabra, muchos de esos peces simple y llanamente no son aptos para el consumo humano.

Este aterrador panorama podría ilustrarse con muchos ejemplos más que darían para llenar varios tomos. Y lo más grave es que el Estado no parece haber comprendido aún las dimensiones del problema. La prueba de esto es que el Inderena, el Instituto encargado de velar por un uso racional de los recursos naturales, apenas cuenta con un presupuesto de 6 mil millones de pesos al año, menos del 0.5% del presupuesto nacional y hasta hace poco sus dimensiones eran apenas superiores a las de una entidad absolutamente discutible como Focine.

Como puede verse, el reto que le plantea al país la crisis del medio ambiente no es despreciable. Se trata no sólo de frenar el devastador avance de un progreso mal entendido y mal enfocado, sino de algo mucho más complicado: replantear la concepción que se tiene del desarrollo, en una época de la historia del país en la que los problemas de la paz y de la guerra parecen exigir que ese desarrollo sea más acelerado que nunca. Quizá deberán pasar muchos años antes de que los colombianos comprendan las verdaderas dimensiones de la amenaza. Ojalá que para entonces no sea demasiado tarde y todavía sea posible desactivar esta bomba de tiempo.