Especiales Semana

De las armas a la política

El conflicto armado de Colombia está en su etapa terminal, pero la paz no es una garantía por sí sola del fin de la violencia que podría vivir el país en 2020.

Eduardo Pizarro Leongómez*
24 de septiembre de 2004

Habrá terminado en el año 2020 el prolongado conflicto armado que afecta a Colombia desde hace ya varias décadas? Para responder a este angustioso interrogante nos debemos situar en dos planos: de un lado es necesario analizar las tendencias de los conflictos armados en el mundo y de otro se deben examinar las perspectivas de la guerra interna en Colombia. Ambas lecturas muestran un panorama muy esperanzador.

Uno de los rasgos más pronunciados de nuestro conflicto es su carácter prolongado en el tiempo. Si consideramos la totalidad de los conflictos armados activos actualmente en el mundo (ver recuadro), el colombiano es el más antiguo o, al menos, uno de los tres más antiguos del globo. Todo depende de la fecha que se tome como origen de la actual violencia de carácter político que afecta al país.

A mi modo de ver existen dos lecturas enfrentadas en la historiografía colombiana. Por una parte, quienes sostienen que el conflicto actual echa sus raíces en el período de la Violencia y que, si bien los protagonistas centrales de la confrontación armada han cambiado, existe una continuidad básica entre ese período y la emergencia y consolidación de las guerrillas posrevolución cubana. Por otra parte, quienes plantean una diferenciación básica entre la guerra civil que enfrentó a los dos partidos tradicionales (1946-1953) y la violencia revolucionaria que emergió bajo el impacto del triunfo de Fidel Castro en 1959.

Por ello, si tomamos como fecha de inicio el período de la Violencia (1946), nuestro conflicto bien podría ser considerado el más antiguo del mundo. Si, por el contrario, tomamos como origen el impacto de la revolución cubana y el nacimiento de las denominadas 'guerrillas de primera generación' (Farc, ELN y EPL) entre 1964 y 1967, solamente dos conflictos -la guerra Israel-Palestina y la disputa por la región musulmana de Cachemira entre la India y Pakistán- superan en duración la trágica confrontación que afecta a nuestro país.

Estos 'enfrentamientos prolongados' son, de acuerdo con la experiencia internacional, los más difíciles de erradicar debido a los odios acumulados, la dinámica perversa de las represalias y contrarrepresalias y, sobre todo, por la desconfianza mutua entre actores y comunidades. La guerra entre Israel y Palestina es, desde este punto de vista, un caso paradigmático. Una situación similar se presenta en Colombia. Sin embargo en los últimos años algunas de estas guerras que parecían interminables han cesado o se encuentran en proceso de resolución con la participación de la comunidad internacional: específicamente, los conflictos en Angola, Sri Lanka, Timor Oriental y Tayikistán. Esta es una primera señal de esperanza.

Otro signo igualmente alentador es la disminución de las guerras a escala internacional. Sin duda existe un aumento del terrorismo islámico que genera tensiones mundiales. Pero, si nos limitamos a los conflictos armados internos o interestatales, 2004 es de lejos el año con menos guerras en el mundo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Guerra de civilizaciones

Pero existen aún más indicativos que permiten abrigar esperanza del pronto cese del conflicto interno que vive nuestro país. Si analizamos el recuadro nuevamente, podemos observar cómo los conflictos armados de carácter político-ideológico tienden a desaparecer desde el fin de la competencia sin tregua ni respiro entre el capitalismo y el socialismo tras el derrumbe del Muro de Berlín en 1989. Hoy sólo restan dos conflictos político-ideológicos en el mundo: Colombia y Nepal. Esta vieja monarquía asiática está enfrentando desde 1995 una violenta guerrilla de inspiración maoísta.

Vamos a suponer por un momento que Samuel Huntington y su idea del inevitable 'choque de civilizaciones" sea premonitoria. Es decir, que los enfrentamientos de carácter político e ideológico que dividieron al mundo durante lo que el gran historiador inglés Eric Hobsbawm denominó 'el corto siglo XX' (1917-1989) -desde la Revolución de Octubre hasta el derrumbe del campo socialista- van a ser sustituidos por las fracturas culturales. Aun en este sombrío pronóstico, el panorama de nuestro país es excepcionalmente favorable. Colombia es uno de los países más homogéneos del mundo. A diferencia de México, Guatemala, Ecuador o Bolivia, las etnias con identidad comunitaria (los grupos indígenas y las comunidades negras del Pacífico) representan menos del 2 por ciento de la población.

En nuestro país no existen conflictos de religión, dado el predominio de las religiones cristianas. Aun cuando se hablan en el territorio nacional alrededor de 70 lenguas o dialectos, el castellano es largamente dominante y no existe otro idioma equivalente al quechua (Bolivia, Perú) o el guaraní (Paraguay). Por último, en Colombia no existen tendencias regionales centrífugas de significación, como sí ocurre hoy en múltiples naciones del mundo como España, Gran Bretaña, Italia, Bélgica o Rusia.

En contravía de estas tensiones en el plano étnico, religioso o lingüístico, Colombia ha avanzado desde la Constitución de 1991 en la construcción de una sociedad multicultural, multiétnica y multilingüística, sin que este reconocimiento de identidades específicas haya dado lugar a enfrentamientos sangrientos. Todo lo contrario. El multiculturalismo ha servido para cimentar mejor la nación y no para destruirla, como viene ocurriendo en otras regiones del mundo. Es más. En nuestro país las comunidades indígenas han alcanzado una representación política sin parangón en América Latina si nos atenemos a su peso poblacional. Los indígenas constituyen hoy por hoy el movimiento social más fuerte y estructurado del país.

Debilitamiento estratégico

Como decíamos anteriormente, si nos situamos en un plano global, los conflictos armados de origen ideológico son una reliquia del pasado. Una de las principales razones de este debilitamiento de la violencia como arma política ha sido el avance excepcional de la democracia a escala mundial que ha tenido profundas repercusiones en el orden mundial, sobre todo, como hemos sostenido, en la capacidad creciente de la comunidad internacional para mediar y resolver conflictos armados.

Entre 1945 y 1989 la inmensa mayoría de los conflictos internos e interestatales se resolvieron por la vía del aniquilamiento de una de las partes enfrentadas. A partir de 1989 la casi totalidad de las guerras han sido resueltas en la mesa de negociaciones. Si en 1989 había 47 conflictos armados, hoy sólo restan 19 de alguna significación. Esta caída vertical de la guerra se explica en gran medida por la intervención inmediata de la comunidad internacional una vez se desatan las hostilidades, con el objeto de impedir que estas echen raíces, como ocurrió en nuestro país.

Pero, incluso en Colombia, la guerra se está acercando a su fase final. Tanto el contexto interno como el internacional son desfavorables para los grupos armados no estatales. A escala mundial, el clima de 'cero tolerancia' hacia la violencia después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington ha conducido a la inclusión de las Farc, el ELN y las AUC en las listas de grupos considerados terroristas tanto por el Departamento de Estado norteamericano como por la Unión Europea. En el plano interno, el fortalecimiento de las instituciones militares y de policía en los últimos años gracias a un hondo esfuerzo financiero del Estado aunado al polémico Plan Colombia han puesto en evidencia hasta la saciedad la inutilidad de la violencia como mecanismo para acceder al poder.

Día a día el debilitamiento estratégico de las Farc y el ELN se hace más y más palpable. Estos grupos insurgentes han perdido importantes cuadros de dirección, territorios que se hallaban bajo su control desde tiempos inmemoriales, corredores estratégicos y cientos de militantes que se han acogido a las políticas que agencia el Estado para la reinserción individual: más de 4.000 combatientes en los últimos dos años. Se trata de un debilitamiento difícilmente reversible, por cuanto estas políticas de orden y seguridad tienen un fuerte respaldo ciudadano. Los colombianos repudian sin titubeos la guerra. La hora del 'guerrillero heroico', que hace años pasó en América Latina, ya comenzó también su cuenta regresiva en Colombia.

¿Es verificable empíricamente este debilitamiento estratégico? Jorge Restrepo y Michael Spargat, del Departamento de Economía del Royal Holloway College de la Universidad de Londres, han desarrollado la más completa base de datos (fechas, lugares, actores involucrados, tipos de ataques, número de víctimas, etc.), sobre el conflicto colombiano basado en una serie larga de tiempo. Sus principales conclusiones se podrían resumir así: primero, en los últimos dos años las acciones armadas de los grupos guerrilleros y paramilitares han disminuido de manera significativa; segundo, los combates entre la fuerza pública y los paramilitares han aumentado considerablemente; tercero, en los enfrentamientos entre la fuerza pública y los actores armados no estatales, los últimos están llevando la peor parte.

Estos cambios internos y externos tienen un hondo impacto en la dinámica del conflicto armado. Por una parte, en cuanto hace a las AUC, la reconstrucción del Estado y el fortalecimiento de las Fuerzas Armadas han disminuido la dependencia estratégica hacia estos movimientos criminales para sostener el orden público. Hoy, el apoyo abierto o soterrado a estos grupos por parte de distintos segmentos de las élites civiles o militares es más oneroso -dados los costos internacionales para la imagen estatal- que buscar su desaparición, ya sea mediante la vía negociada o la militar. Por otra parte, en relación con los grupos guerrilleros, éstos han ido perdiendo la iniciativa militar y se encuentran enfrentados a un mundo crecientemente hostil a sus prácticas reprobables. Ni política ni militarmente la guerrilla significa en la actualidad un desafío real para las instituciones políticas.

Así como ocurrió en El Salvador y en Guatemala, la paz en Colombia va a ser el resultado de un fortalecimiento del Estado y una mediación de la comunidad internacional. Este panorama ya se vislumbra en el horizonte.

Posconflicto

No obstante, a pesar de este panorama optimista, no todo es color de rosa. El fin del conflicto armado no significa necesariamente el fin de la violencia. Ésta puede incluso agravarse después del cese de las hostilidades en el campo de batalla. En 2020 Colombia puede ser un país con niveles promedios de criminalidad a nivel mundial o puede, por el contrario, tener niveles deplorables, tanto o más altos que los actuales: todo va a depender de la forma como el país se prepare para administrar el posconflicto.

Recordemos solamente dos experiencias trágicas. En los inicios del Frente Nacional el gobierno de Alberto Lleras Camargo creó un Comité Nacional de Rehabilitación bajo la dirección de José Gómez Pinzón para afrontar las secuelas del período de la Violencia. Sin embargo, múltiples sectores políticos hicieron fracasar esta iniciativa bajo el argumento de que era un premio para los criminales.

Ante este vacío, los antiguos guerrilleros se transformaron en bandoleros y asolaron al país hasta mediados de los años 60. Un posconflicto sangriento y doloroso. Otra experiencia negativa es la de El Salvador. Hoy, en el "pulgarcito de América" como llamó el poeta salvadoreño Roque Dalton a su pequeña nación, mueren más personas año tras año bajo la violencia criminal que el número de víctimas que generaba la guerra civil. Alrededor de 90 homicidios por 100.000 habitantes por año, o sea, casi el doble de Colombia sin que haya ya un conflicto armado. Una tragedia.

Por ello, el panorama de Colombia en el año 2020 va a depender de nosotros mismos. Si creemos que los posconflictos comienzan el día de la firma de los acuerdos de paz va a ser demasiado tarde: la desmovilización de miles de guerrilleros, paramilitares y, no lo olvidemos, de miles y miles de soldados profesionales, puede ser el origen de una oleada de criminalidad sin muros de contención si éstos no hallan cómo incorporarse a la sociedad y a la economía. Por el contrario, si consideramos que el posconflicto lo debemos comenzar a construir desde ya, Colombia puede tener una posguerra menos traumática.

En síntesis, el conflicto armado interno se halla ya en su etapa terminal. Pero la paz no es una garantía por sí sola del fin de la violencia. Esta puede ser incluso mayor si no afrontamos desde ya la deuda social que afronta el país y construimos los espacios necesarios para la reinserción de los ex combatientes.

*Profesor del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia