Especiales Semana

El gran escape

Este año se han fugado586 guerrilleros, jugándose la vida. María Teresa Ronderos recogió sus dramáticos testimonios.

María Teresa Ronderos
29 de octubre de 2001

Dario, un joven larguirucho y moreno, que tenía como todo vestido un pantalón de baño y una ruana calentana de hilo que apenas le tapaba medio torso, estaba sentado en la oficina de un fiscal en San José del Guaviare. Se veía demacrado. Agitaba sus brazos mientras daba su declaración. Se mecía, sobándose una

pierna que tenía llagada por la leichmaniasis. También se alcanzaban a ver sus pies sucios, hinchados, rasguñados.

“Deserté de allá un miércoles hace como 20 días, contó luego. En la noche andaba, pero descansaba al medio día”. En esos días se alimentó de hierbas y cogollos. Para caminar sin dejar huella metió su ropa en una bolsa y se echó a nado al río. Pero en un tropel donde casi lo pescan, se le perdió su ropa y tuvo que seguir en pantaloneta.

Se voló del séptimo frente de las Farc porque “el entrenamiento era duro”, dijo primero. Pero después, cuando dijo que había nacido en Acacías, Meta, y que tenía 23 años, contó que se arriesgó porque a su compañero, que intentó irse antes qué él, lo habían fusilado.

A Luz Aura y a Margarita las llevó José, un amigo ex guerrillero, hasta el despacho de un fiscal de la Unidad de Reacción Inmediata de Bogotá. Luz, una llanera trigueña, de ojos castaños enormes y asustados, dijo que estaba embarazada de siete meses. Casi no se le notaba por lo flaca. Estaba allí sentada frente al fiscal, con un niño lloroso de unos 2 años brincándole en su regazo.

Contó que para fugarse de la guerrilla había pedido permiso para ver a su hijo. “Rogué y rogué, les dije que estaba enfermo, hasta que el comandante me dijo que me podía ir. Me fui a Lejanías y lo recogí donde mi mamá y ahí me volé”, dijo Luz, quien explicó que a su hermana Margarita, de 17 años, por ser menor de edad el fiscal la envió a donde un juez especial. Se salió de la guerrilla de las Farc porque no la dejaban visitar a su hijo nunca, porque se había aburrido, porque “las Farc lo privatizan a uno de su libertad”. También explicó que los comandantes escogían compañera y cuando querían la dejaban a un lado y escogían a otra. Y esto último, aunque no dijo que fuera su caso, lo contó con rabia. Después de esa explosión de razones, como si se le hubieran venido a la mente todas al tiempo, no habló más en el resto de la tarde.

Cuando se sintió a salvo John entregó todas sus armas: su brazalete de las Farc, su camiseta del Che Guevara, la funda negra para el machete y la otra para la granada, el machete, la granada y el fusil. En la oficina de Bienestar Familiar de una ciudad de los Llanos Orientales un defensor de familia le tomó su declaración. Tenía 15 años y se había ido a buscar trabajo a un pueblo donde el río Ariari se junta con el Guayabero. Resultó sospechoso para los paramilitares de la zona y lo amenazaron. La guerrilla se lo llevó para protegerlo.

Pero John no había nacido para la guerra. Se sentía preso. Aprovechó un ataque del Ejército a su frente para coger un fusil y salir corriendo. Se le atravesaron dos compañeros, y como ya no tenía regreso, tuvo que dispararles. Cuenta el defensor de familia que llegó hecho un manojo de nervios.

“Tuvo suerte, dijo el defensor. En Nariño escuché que se fugaron 25 niños guerrilleros en una canoa y los atraparon y fusilaron a todos”.

Darío, Luz Aura y John tienen historias parecidas a la de Robinson, de 20 años, nacido en Villavicencio; o a la de Luis, de 21 años, de El Cocuy, Boyacá, al que no lo abandona una risa triste, nerviosa; a las de los casanareños Carlos, de 23 años, que tiene manos nudosas y no mira de frente; Gerardo, de 27 años, bajito, con los ojos negros penetrantes de los guahíbos, y Arcadio, de 20 años, con cara de niño, ojiverde y entusiasta. También Alberto, de sonrisa blanca y piel tostada, de Puerto López, salió huyendo de la guerrilla, y José Luis, un cucuteño de 26 años, le dio tanto miedo volarse que aún sueña cada noche con un guerrero Javier que sale a matarlo.

Estos son los pocos con quienes conversó SEMANA pero en las fiscalías, defensorías, los batallones, las estaciones de Policía quedaron las otras muchas historias de los 586 jóvenes que huyeron de las filas guerrilleras entre enero y agosto de este año, según cifras de Reinserción; los 400 que huyeron el año pasado y los 325 que se fugaron en 1999. También están los 22 menores de edad que se fugaron de las autodefensas.

Vidas de fuga

Hace rato que todos estos jóvenes vienen huyendo. Desde antes se habían ido de sus casas y pueblos y encontraron en las siglas de Farc, ELN o AUC un sentido de pertenencia, un refugio, o incluso un fusil que inspiraría en la gente por fin algún respeto por ellos.

Berney, de 19 años, por ejemplo, se crió en Cerrito, Valle, con su mamá y andaba por ahí con una moto que le dejó su papá de herencia. Cogió malas amistades y fama de ladrón. Comenzaron a amenazarlo. Para refugiarse se metió a las Farc. Lo orientó un tío al que “sí le gustaba de verdad esa vida y que después murió abaleado en el Quindío”.

Nancy, una tolimense de 19 años, que se voló de su casa a los 17 porque sus padres se peleaban y le pegaban mucho y no pudo estudiar, se unió a la guerrilla porque sus amigos le dijeron que era “chévere”.

Y Robinson, que de niño vivía con sus padres en Mapiripán cuando la masacre de los paramilitares los sacó corriendo para Villavicencio. Allá entró a estudiar pero su papá no tenía trabajo.Se fue a Siare, Vichada, a raspar coca. Como eso no pagaba mucho aceptó un trabajo que le salió: llevarle remesa a la guerrilla por los caños. Nunca se puso el camuflado pero dice que los milicianos “lo comprometieron con un arma que cargaba en el bote, pa’rriba y p’abajo en los Caños Jabón y Tembladores”.

Arcadio también era raspachín de coca en Puerto Príncipe desde los 12 años. “Veía a mis amigos de la guerrilla con buenos carros y me decían: ‘Usted qué hace ahí amargándose, trabajando’, así que un día tomando trago me fui con ellos”. Fue a dar a la zona de distensión.

Gerardo también estaba en Vichada; había raspado coca y jornaleado en las fincas ganaderas y trabajado en cualquier otra cosa que le saliera pues tenía una hijita de 4 años y mujer que sostener. Un miliciano amigo le dijo que la guerrilla era buena, que no era como la pintaban en el Ejército, donde Gerardo había prestado su servicio militar obligatorio. Además le contó que en la guerrilla ofrecían curso para operar un radioteléfono. Se entusiasmó y se metió al curso, convencido de que podría convertirse en radiooperador del caserío, donde faltaba uno. En cuanto llegó le dieron un uniforme y una charla política: “Que teníamos que luchar por la explotación del campesino colombiano”. Pero Gerardo insistió: “¿Y mi curso de radio?”, preguntó. “Ahorita no hay cursos de radio, sólo hay cursos de guerra”, dice Gerardo que le contestaron. Y ya no pudo salirse.

Elkin, un niño bogotano de 12 años, se había ido de vacaciones a Norte de Santander, conoció la guerrilla y se fascinó tanto con las armas que insistió en unirse a las filas del ELN y abandonó a su familia para siempre.

La maltratada, el raspachín, el ladronzuelo, el iluso, el aventurero, todos jóvenes sin fortuna que van a dar a las guerrillas como un trabajo, igual a cualquier otro, una esperanza de cambio o una ilusión de dinero fácil —o menos difícil, en todo caso—.

Alas para volar

El estable oficio de combatiente es una opción de vida pero tiene un costo alto: se pierde la libertad.

“Me aburrí”, dicen casi al unísono todos los guerrilleros que se han fugado. ¿Y por qué se aburrieron? “Yo quería visitar a mi mamá y a mi hermano; quería volver a la vida libre”, contó Robinson. Mientras que uno de los niños guerrilleros capturados en la operación Berlín que hizo el Ejército en Santander dijo que se sentía “en el fondo de un pozo de donde no podía salir”.

Y cuando Gerardo se declaró desmoralizado su jefe, el ‘Negro Acacio’, lo animó a seguir adelante y le dijo que más bien que extrañar a su familia mejor la invitara a unirse a la revolución. “Quién va a meter a la familia a este infierno”, pensó entonces Gerardo, pero temió abrir la boca. “Allá está prohibido hablar con la familia y pensar en ella; escuchar música no se puede; sólo leer a Lenin y hacer los trabajos cotidianos”.

“Yo pagué una condena pequeñita pero larga”, dice Alberto, que se metió a las Farc por una relación tormentosa con su mujer. “Los días se pasan bien, pero se empieza uno a sentir como en una cárcel, sin poder salir, sólo entrenamiento militar, a trotar y trotar”. Y Nancy se fugó porque tenía miedo de “no poder seguir caminando y morirse”.

Alberto, Gerardo, Nancy y todos los demás se fugaron buscando la libertad. Sus relatos de escape son heroicos; verdaderas hazañas, de días caminando solos en el monte, sin comer, o de saltos mortales en pleno combate hacia el enemigo sin saber lo que les espera.

Sin embargo, sólo uno de los fugados que entrevistó SEMANA mostró odio hacia sus ex compañeros. Sus ganas de huir no eran afán de venganza sino más bien rechazo a la esclavitud en que los metió el monótono régimen estalinista de las Farc; o la inclemente disciplina del ELN de marchar y marchar por las montañas sin descanso; o rechazo al sinsentido de la guerra.

Carlos dice que los hacían leer de marxismo y que él ponía cuidado, “pero que esa maricada” de la política no le gustaba. Y Gerardo, que “leían la Sagrada Familia, Hegel, El capital de Marx” y que si alguien pedía explicación le contestaban: “Deje leer”. ¿Qué tenían que ver esas lecturas con sus problemas? “Nada, respondió el ex guerrillero sin dudarlo, pero me tocaba adaptarme a la vida que ellos tenían”.

En esa búsqueda de libertad no todos triunfan. Unos porque los atrapan y, casi sin excepción, los fusilan por “desertores”; otros porque simplemente se cambian de bando o se vuelven informantes permanentes de sus antiguos enemigos. Pero cuando esto sucede, los jóvenes ex guerrilleros no parecen sentirse liberados. Al contrario, siguen presos de la lógica de guerra, sólo que con la desazón adicional que causa la traición.

Algo así parece ser lo que atormenta a Luis, del Cocuy, cuando cuenta cómo apenas se entregó se unió a un grupo del Ejército que salió a perseguir a sus compañeros y a su jefe, que había confiado en él como su mano derecha. “Les dimos plomo y nos bajamos como a cinco, contó riéndose. A mí no me da pesar de ellos porque a ellos no les da pesar de uno”. Siguió su relato, con risa triste, y tratando de explicarla dijo: “Mi corazón es fuerte como el roble, ya no se arruga con nada”.

El aterrizaje

El teniente coronel del Ejército Germán Pataquiva tiene como oficina un celular, un maletín y a veces también un carro prestado o un avión de Satena. Desde hace un año en esa oficina rodante y volante atiende decenas de casos de jóvenes que se fugan de la guerrilla por todo el país.

Apenas le avisan que un desmovilizado llega de Cúcuta, o que una mujer se entregó en Arauca, Pataquiva consigue los útiles de aseo, averigua tallas de ropa y sale con su maleta de provisiones a recibir al fugado. En los vuelos a los antiguos territorios nacionales siempre es el coronel quien lleva el bulto más grande.

“Combatiente, cómo le va”, saludó alegremente a Darío cuando lo vio en la fiscalía de San José del Guaviare. Y cuando descubrió su llaga organizó para que lo atendieran en el centro de salud del batallón.

Cuando el Ministerio de Defensa empezó este programa para la atención humanitaria del desmovilizado le dio una tarea titánica a este coronel en sus 40 (que parece con 20 años menos), bajito, sonriente y acelelerado. Debía hacer conocer el decreto 1385 de 1994, que permite que esos jóvenes —y sobre todo los niños— que se vuelan de la guerrilla sean perdonados por su sublevación y además reciban auxilio económico. Tenía que divulgar esta norma entre las filas guerrilleras. Pero además debía difundir entre sus propios colegas de las Fuerzas Armadas la idea de que los guerrilleros rasos como los que se escapan son más víctimas que enemigos y, por tanto, asegurar que siempre los guerrilleros recién fugados, vulnerables, asustados, fueran bien tratados en cualquier lugar del país donde se entregaran.

“Los guerrilleros no conocían sus derechos y las autoridades tampoco, explica Pataquiva. A veces iban a dar a la cárcel por uno o dos años sin saber que habían podido quedar libres muy pronto después de su entrega”.

Con ese desafío lo primero que hizo Pataquiva fue conseguir 900 millones de pesos para el programa, armar un equipo con la Fiscalía, Ministerios de Defensa y del Interior para salir por el país a capacitar comandantes militares, fiscales y jueces, acerca de los alcances del decreto. Además el Comité de Dejación de Armas —un grupo de funcionarios que estudian cada caso para ver si el ex guerrillero en efecto lo era y puede recibir los beneficios jurídicos y económicos—, que se reunía cada tres o cuatro meses, se reactivó y comenzó a hacerlo semanalmente. Empezó a esclarecer casos atrasados de varios meses, muchos que ni siquiera habían sido reportados por los fiscales.

Además Pataquiva y sus colegas han venido lanzando al aire programas de radio en varias regiones.

“Se puede entregar y volver a empezar”, dijo con voz enérgica el coronel al micrófono cuando grabó un programa para difundir por los Llanos Orientales en agosto pasado. “Hoy el subcomandante del frente 29 está en un proyecto productivo, libre, y los niños ex guerrilleros de Suratá ya están aprendiendo otra cosa que no es la guerra”.

“Entréguese a cualquier autoridad militar o civil en la que confíe, inclusive a una Organización No Gubernamental o a una iglesia”, concluyó emocionado Pataquiva. “Se trata es de salvar vidas”.

El mensaje también le ha llegado a los guerrilleros en panfletos que arrojan desde el aire. Fue el caso de Robinson, que iba en su lancha por el Caño Jabón y le cayó un volante que decía: “Vuélese a la libertad. No espere a ser capturado o perderá todos sus derechos”. Eso lo animó a escaparse.

Detrás de las frases emotivas de Pataquiva, un oficial con larga trayectoria en inteligencia militar, hay una estrategia bien pensada por las Fuerzas Armadas. Estimular la salida de guerrilleros de las Farc o del ELN, con un Estado que responde con oportunidades reales de cambio de vida puede ser un arma efectiva, silenciosa y menos costosa en vidas que los bombardeos masivos y los aviones fantasma.

La reinserción

Gloria Quiceno, una paisa de carácter recio, atiende casi un lío al día en la casa de arquitectura rimbombante que le sirve de sede a la Dirección de Reinserción del Ministerio del Interior en Bogotá, creada originalmente para hacer cumplir los acuerdos de paz de principios de los 90. A esa dependencia son enviados la mayoría de los desmovilizados que atiende el programa de Pataquiva, aunque también hay muchos que llegan directamente.

Su labor es la de abrirles caminos para que puedan reinsertarse, de manera segura, a una vida común y corriente. Los ubican en albergues transitorios, unos lugares de paso mientras la justicia determina su situación; o en casas de paz, familias que se llevan uno o más ex guerrilleros a vivir con ellos, a tratarlos como hijos.

También Reinserción ayuda a los jóvenes a terminar primaria o bachillerato en distintos lugares del país o a adelantar proyectos productivos. Este año ha financiado 192. No siempre puede ir al ritmo que le imponen casi dos desmovilizados al día y a veces los muchachos pasan tiempo esperando su aporte. A veces no triunfan y vuelven a buscar aunque sea apoyo moral.

Quiceno, sin embargo, es optimista y todo esto lo cuenta con los ojos resplandecientes por el entusiasmo. “Estos muchachos reclaman su derecho a no ser enemigos de nadie”, dice, dejando en claro que su estrategia no es de guerra sino de paz. Sabe de qué habla porque ella misma fue una guerrillera desmovilizada del M-19.

De los niños que vienen de los grupos armados el Icbf comenzó a preocuparse de manera más sistemática desde 1999. “Los acogemos y les decimos que nos cuenten sus historias, no como testimoniales para hacer quedar mal a alguien sino para que entiendan qué les pasó y que no les vuelva a pasar, dice Juan Manuel Urrutia, mientras se inclina sobre su escritorio de director de Bienestar Familiar para ponerle fuerza a sus pensamientos. Cada niño que terminó en la guerrilla lo hizo porque alguien lo abandonó, no lo cuidó, lo maltrató. Echar raíces para crecer, decimos aquí”, En el Icbf han atendido 186 niños y niñas en 2000 y para agosto de este año ya habían recibido 167 más. Para ellos se inventaron unos lugares de transición donde los niños pudieran reconstruir sus vidas. Allá han estudiado y aprendido oficios. Cambiaron el fusil por la masa de galletas, por ejemplo. Elkin, que está allí, dice que quiere terminar el colegio, estudiar ingeniería de sistemas y ayudar a su familia. Y Manuel, un moreno largo que nació en Tumaco y que se había unido a una escuadra ‘elena’ siguiendo a su hermano, sueña con jugar fútbol y hacerle barra al América.

Las paces

Las vidas tristes de los jóvenes colombianos que huyeron de sus casas o de sus abandonos para meterse en la guerrilla, para volver a escapar, tendrán ya una esperanza porque personas como el coronel Pataquiva, la directora de Reinsersión y el director del Icbf y sus jefes de programas, entre otros, están realmente poniéndole el hombro a sacarlos adelante.

Pero hay algo aún más prometedor, y es el hecho de que trabajen juntos. Aunque sea cierto que el trabajo de estos funcionarios es difícil. Sea verdad que todavía no cuentan con los recursos que necesitan. Sea un hecho que todos tienen razones distintas para encarar el problema. Y que cada uno tiene sus ideas de cómo sería la mejor manera de ayudar a estos jóvenes, y no siempre coinciden. De todos modos ha habido una suerte de proceso de paz previo. No ha sido común en Colombia que ex guerrilleros, coroneles del Ejército y funcionarios públicos trabajen en llave en una propuesta. Y menos que concierten acciones cuando sus visiones sobre la guerra y la paz son tan distintas.

Como dice Urrutia, “tenemos que irnos preparando como Estado para recibir una desmovilización masiva de guerrilleros el día, quizá no tan lejano, en que haya una firma de paz”.

Ese día en que los miles de Robinson, Darío, John, Luz Aura, que hoy marchan esclavos en las filas de los ejércitos ilegales, puedan escoger marcharse; y que entre sus alternativas haya unas mejores que el desamor o la guerra; la miseria o el miedo, ese día es el que han empezado a construir desde hoy los personajes de esta historia. Por eso vale la pena contarla.