El hombre del año
La explicación de la popularidad de Alvaro Uribe es que los colombianos querían en la actual coyuntura histórica no sólo Presidente sino también comandante en jefe.
Cuando durante el concierto de Carlos Vives en El Campín apareció en la gigantesca pantalla de proyección la figura del Presidente de la República entrando al estadio, el recinto se paralizó. Súbitamente los 35.000 espectadores, que en esos momentos estaban ebrios de acordeón, rumba y Macondo, produjeron una monstruosa ovación. Los asistentes que habían colmado El Campín se pararon y comenzaron a corear al unísono: ¡Uribe, Uribe, Uribe! El Presidente, con su cara de adolescente aplicado, esbozó tímidamente una sonrisa. Ninguno de los presentes recordaba una explosión de entusiasmo por el Presidente de esa dimensión en los últimos años.
Aunque todos los primeros mandatarios generalmente gozan de una luna de miel, sorprende la intensidad del afecto que despierta el actual. Sobre todo si se tiene en cuenta que probablemente el país nunca había estado peor y que en tan corto lapso es muy poco lo que este gobierno ha alcanzado a hacer. Peor aún si lo más visible de sus realizaciones ha sido un descomunal aumento en los impuestos que tiene estrangulado al contribuyente colombiano. ¿Cómo explicarse, entonces, tanto fervor y tanto uribismo?
La respuesta a este interrogante se sintetiza en una sola palabra: esperanza. Este es un sentimiento abstracto basado en la desesperación que con frecuencia desemboca en profundas desilusiones. Por lo tanto el reto que tiene Alvaro Uribe ante él es de proporciones históricas. Aunque cada cuatro años se dice que el país tocó fondo esta es quizá la primera vez en que este lugar común es cierto. Pero el anhelo de cambio es tan intenso y la confianza depositada en el nuevo mandatario tan desbordada que pocos gobernantes en Colombia habían llegado al poder con un mandato más contundente. Uribe es una especie de Churchill criollo que recoge las banderas de un país claudicante sin haber sido derrotado y logra unir el fervor del país en torno a la defensa de la integridad nacional. Sin tener el halo mundano, etílico y sarcástico del líder inglés, pero con una similar convicción y poder de sacrificio, Uribe encarna un sentimiento nacional: el de que se va a ganar la guerra contra los violentos.
Por eso lo que más les gusta a los colombianos es que además de ser el Presidente es el comandante en jefe. La novela que se ha creado de que dirige personalmente los operativos de rescate y que habla con los generales de las guarniciones es cierta. Así, mientras la ministra de Defensa está encargada de la eficiencia del aparato militar, Uribe es el mariscal de campo. No es exagerado decir que es el primer Presidente de Colombia que tiene experiencia en el manejo del orden público. Experiencia que adquirió como gobernador de Antioquia.
Por otro lado, Uribe encarna el sentimiento colectivo de los colombianos de que se cruzó el Rubicón y de que la situación del país se tiene que definir. Aunque no descuida el frente político (sobre todo en estas últimas semanas con las reformas del Congreso), la diferencia entre Uribe y sus antecesores es que mientras los presidentes anteriores eran los jefes de los políticos Alvaro Uribe es el jefe de los militares.
¿El gobierno soy yo?
Si con Andrés Pastrana cada ministro era el presidente de su cartera, con Uribe cada ministro es el viceministro de Uribe. Por eso en esta administración parece haber más Presidente que gobierno. Y no es que no haya gobierno. Los ministros no son superiores ni inferiores a los de Pastrana. Es cierto que en Colombia es tal la crisis institucional que se necesita un gobernante como Uribe, con enorme capacidad de trabajo, dedicación y manejo de los temas para que las cosas funcionen. Pero no es posible que el Presidente pueda controlar cada detalle y resolver cada problema porque se le pueden escapar muchos.
Colombia es un país fundamentalmente presidencialista. A diferencia de otros países, como Estados Unidos, donde el engranaje del Estado es autosuficiente, en este país existe una cultura caudillista que asocia las soluciones de los problemas con las personas y no con las instituciones. En Estados Unidos, por ejemplo, el presidente Ronald Reagan cerraba la Oficina Oval a las 6 de la tarde y salía a trotar por el Rose Garden de la Casa Blanca porque sabía que las instituciones del país seguían funcionado como las piezas de un reloj suizo. En Colombia, si Uribe se diera ese lujo y le diera por salir de su despacho a las 6 de la tarde a cultivar el espíritu o a hacer spinning, la estabilidad del país podría quedar en entredicho.
Pero esa personalización del poder que tanto fanatismo despierta en un país carente de liderazgos es el gran talón de Aquiles del actual Presidente. Uribe sabe para qué es el poder: para mandar. Y lo está demostrando y ejerciendo. Pero su estilo de microgestión, de querer estar enterado hasta de la más mínima filigrana de la caótica burocracia estatal colombiana, de meterse en todos los documentos que preparan los ministros, impide un funcionamiento eficiente y eficaz del gobierno. Los altos funcionarios no se atreven a tomar decisiones sin consultar al Presidente por temor a que sean reversadas, como ya ha ocurrido. Ni Uribe, ni ningún presidente, puede estar en todo, por mucho yoga y gotas homeopáticas. Y, como lo han manifestado algunos de sus colaboradores a SEMANA, Uribe no sólo quiere estar en todo sino que todo le parece importante. Desde el puente en Aguachica (Cesar) hasta el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional.
Y ahí estriba otro de sus problemas como gobernante. Que en el arte de gobernar es fundamental establecer prioridades. Sobre todo en un país en crisis. Y Uribe no ha demostrado ser un hombre de prioridades claras. Cuando es bastante evidente que el país necesita enfrentar la guerra y la crisis económica, como frentes absolutamente prioritarios, Uribe se 'engolosinó' durante los tres primeros meses de su gobierno con el tema político. Pretendía, al mismo tiempo y con un Estado quebrado, reformar la política, recuperar la economía y ganar la guerra. Hasta que la tozudez de los acontecimientos y el boquete del Titanic le mostraron que lo político podía esperar. Y fue así como el referendo pasó de ser un caballo de Troya contra la politiquería para convertirse en un salvavidas para la economía.
El precio de la fama
Es muy difícil que Alvaro Uribe satisfaga las expectativas que se tienen sobre él. Colombia enfrenta dos problemas monumentales: el conflicto y la bancarrota. Y la solución de estas dos tragedias escapa a las posibilidades de cualquier individuo, independientemente de cuánto trabaje y de qué tan talentoso sea. El actual mandatario entiende más de orden público que cualquier presidente. Pero una cosa es declarar la guerra y otra ganarla.
En cuanto al problema económico, las medidas draconianas que está imponiendo este gobierno son tan impopulares como necesarias. No es seguro que bajo esta administración se llegue a ver la prosperidad. Pero lo que sí se puede anticipar es que si se evita la quiebra es, de por sí, un mérito enorme.
En circunstancias normales sería casi imposible que alguien que lleve sobre sus hombros tan ingrata tarea termine siendo un mandatario popular. Sin embargo la solidaridad que han mostrado los colombianos con su Presidente ha dado la impresión de que estos compatriotas han tomado conciencia de que lo que se está definiendo en la actualidad es la supervivencia del país, con lo cual están dispuestos a hacer los sacrificios que sean necesarios. Para la muestra está la cascada de impuestos que se viene y la relativa sensatez con la que se está recibiendo. Esta madurez política se ha convertido, hasta ahora, en la coraza del Presidente.
Cuando los ciudadanos han perdido la credibilidad en la política y en las instituciones, generalmente en los países latinoamericanos se ha desembocado en populismos antioligárquicos encarnados por mandatarios de charreteras en el pasado y de Everfit hoy. Basta ver a Chávez en Venezuela, Gutiérrez en Ecuador y el desenlace de Oviedo en Paraguay. Sin embargo, en Colombia, cuando se dejó de creer en el orden establecido, los partidos y la política, fue escogido un político de trayectoria, que a la vez es puritano, trabajador y responsable y que está haciendo lo posible por encaminar al país por la senda correcta. Por eso es el hombre del año, porque encarna la autoridad que por años querían ver los colombianos en sus mandatarios. Ojalá mantenga su norte y no se deje llevar por la euforia colectiva que hoy lo endiosa y comience a pensar -como muchos de sus colegas latinoamericanos- que su poder es ilimitado y convierta la autoridad que legítimamente tiene en autoritarismo.