Especiales Semana

¿El poder para qué?

La transición posconflicto tendrá que darle poder a nuevos actores, dictar normas antioligopólicas, quizás optar por un régimen parlamentario y castigar a los responsables de crímenes atroces, con salidas políticamente viables.

Antonio Navarro Wolff
31 de julio de 2000

El supuesto que fundamenta las proyecciones que expongo a continuación es el logro de unos acuerdos de paz entre el gobierno y los actores armados, ratificados mediante pacto nacional, en el escenario de una Asamblea Constituyente. Es previsible que este pacto apunte a redistribuir el poder en nuestro país, lo que algunos de los actores conciben como redefinición de los poderes político, económico y militar.

La experiencia histórica de países que han resuelto sus conflictos internos por la vía negociada muestra que el acuerdo político contempla medidas temporales que favorecen el tránsito de la guerra a la paz y/o de un régimen político a otro. En sentido restringido, el concepto de período de transición se refiere a las condiciones para que los firmantes de los acuerdos de paz que se incorporen a la institucionalidad vigente tengan un tratamiento especialmente favorable durante un lapso (cuatro, ocho, 12 años). Para ello es necesario ampliar de manera parcial elementos de la democracia, por ejemplo, a través de circunscripciones especiales en los cuerpos colegiados, financiación estatal privilegiada para la actividad política, acceso preferente a los medios de comunicación, participación preacordada en los gobiernos territoriales y ventajas similares orientadas a permitir la incorporación de quienes fueran actores armados a la legalidad y a las reglas de la competencia democrática. En un sentido más amplio, la transición se refiere al intervalo que transcurre entre un régimen político y otro. Una clásica transición de tales características se produjo entre 1953 y 1958, con el gobierno del general Rojas, la Junta Militar y el plebiscito de 1957, que dieron paso al Frente Nacional, teóricamente planteado con una vigencia de 16 años, pero cuyas características principales se volvieron permanentes y perduran hasta hoy.

En la Colombia actual, si la negociación de paz logra sintonizarse con la solución a la crisis política que nos ha conmovido durante los últimos años, podríamos estar frente a un escenario de transición amplia de un régimen político a otro, esto es, ante la posibilidad de construir la democracia plena. No estamos en el caso del tránsito de una dictadura a un régimen democrático, como ocurrió en el Cono Sur hace 20 años. Nuestra democracia garantiza la operatividad de componentes esenciales tales como el sufragio universal, el voto secreto y las elecciones periódicas. Sin embargo, en lo que concierne a la libre competencia entre los partidos, la capacidad de éstos de representar genuinamente a los ciudadanos, el equilibrio entre los poderes públicos, la rendición de cuentas de los elegidos ante los electores y la igualdad en el ejercicio del derecho de expresión, este régimen político resulta insuficiente y queda obligatoriamente sujeto a transformaciones si queremos la realización de una democracia más completa.

Es necesario que la guerrilla reconozca expresamente los cambios necesarios y posibles en el marco de la democracia para que puedan acompasarse el proceso de paz y la reforma política.

De cualquier manera, vale la pena señalar que los términos en los que se va a desenvolver el período de transición, aun cuando sean concertados, no corresponderán fielmente a lo sucedido en la mesa de negociaciones, pues estarán sujetos a cambios motivados por la dinámica que viva el país, en la que los firmantes de los acuerdos de paz son parte de un espectro más amplio de actores sociales y políticos. Por ejemplo, en el curso de la negociación de paz con el M-19, entre 1989 y 1990, no se previó la convocatoria a la Asamblea Constituyente, pero la dinámica política nacional llevó a que confluyeran ambos procesos y a que los actores de la paz jugaran un papel significativo en la redacción de la nueva Constitución.



La transición a la paz

En la actual negociación de paz se ha hecho énfasis en otro elemento muy importante: el cambio económico y social, que no puede ser el mero resultado de inversiones públicas o privadas sin incluir el poder político, pues sólo éste garantiza la permanencia en el tiempo de las transformaciones sociales y económicas. La democracia económica y social es viable solamente si la democracia política ‘empodera’ a grupos con escasa o nula capacidad de representación y a nuevos actores públicos.

Por ello es previsible que la transición busque, de una parte, la abolición de acuerdos no democráticos del régimen político —tales como la influencia a veces desmedida de los grupos de presión privados sobre el poder ejecutivo y la pasividad de los ciudadanos frente a las estructuras clientelistas—, y de otra, la reorganización del Estado para trasladar más poder relativo a los nuevos actores políticos provenientes de los procesos de paz.

Así mismo, es previsible la revisión de las herramientas de la democracia participativa para hacerlas más eficaces y practicables. En términos de la organización económica, es posible que los acuerdos constitucionales apunten a restringir el tamaño y poder de los grupos económicos a través de normas anticonglomerado, al freno de las privatizaciones, a la democratización de la propiedad mediante el impulso de empresas solidarias, cooperativas o mixtas, y al diseño de un régimen fiscal equitativo y redistributivo, con énfasis en la tributación directa.



Regimen parlamentario

Los dos elementos nuevos de la estructura del Estado que se han mencionado con más frecuencia como resultado del proceso de paz son el advenimiento del ‘federalismo’ y de un ‘régimen parlamentario’.

En una confrontación que ha ido feudalizando al país, con influencias territoriales muy marcadas por parte de los actores armados, parece inevitable que se abran paso elementos autonómicos o federales de algún tipo. Sin embargo nuestra experiencia de descentralización en los últimos 15 años muestra las limitaciones de este enfoque. Tres ciudades —Bogotá, Medellín y Cali— producen más de la mitad de la riqueza nacional, recursos que el gobierno transfiere de diversas maneras al resto del país. A su vez, las regiones de influencia guerrillera y un poco menos las áreas de presencia paramilitar se ubican entre las más pobres de Colombia. Un federalismo de regiones pobres y altamente dependiente de transferencias es una alternativa dudosa para quienes desearan perfilarse como alternativas de poder nacional.

El régimen parlamentario, mencionado repetidamente en el entorno de las Farc, parece tener mayores posibilidades en el país del posconflicto. La tendencia actual muestra que cada vez parece más previsible la elección de presidentes de la República sin una mayoría parlamentaria. También se advierte que si la reforma política se abre paso, como la plantea el referendo en curso, cada vez va a resultar más difícil que una sola fuerza política pueda conseguir la hegemonía en el Congreso.

En tal contexto, parece necesario un nuevo conjunto de relaciones entre Ejecutivo y Legislativo y en este sentido el esquema parlamentario plantea una posibilidad que debe ser vista con interés. Un régimen parlamentario tiene siempre en el Ejecutivo un jefe de Estado y un jefe de gobierno. El primero, un presidente, un canciller o un rey, cumple funciones de Estado, que en nuestro caso podrían ser la dirección de las armas —incluyendo los resultados de los acuerdos de paz—, la conformación de las altas cortes judiciales y la administración de las relaciones internacionales. Por supuesto, su elección sería por voto popular y por período fijo.

A la vez habría un jefe de gobierno o primer ministro, elegido por el mismo período como cabeza de lista de su partido o movimiento y nombrado por el Congreso. Este funcionario administraría, con su gabinete de ministros, el día a día del resto de las acciones de gobierno, incluidas la economía, el presupuesto y la política social. El jefe de gobierno podría disolver el Congreso y llamar a elecciones anticipadas, o ser objeto de una moción de censura por parte del Parlamento, cuando perdiera las mayorías en el seno del mismo. Un régimen de esta naturaleza daría estabilidad al delicado asunto de las armas en los acuerdos de paz. La ‘favorabilidad’ para participar en los cuerpos colegiados, especialmente en el Congreso, podría a su vez brindar a los nuevos actores políticos un poder real mucho mayor en temas económicos y sociales que el que pueden conseguir en el actual régimen presidencial o en un esquema federativo desfinanciado y dependiente de las transferencias del gobierno central.

Por supuesto, la cohabitación de un jefe de Estado de un partido político y un jefe de gobierno de otro puede generar factores de inestabilidad y enfrentamiento complicados de manejar, en una sociedad como la nuestra, así como un sobredimensionamiento burocrático del aparato estatal central con dos cabezas. Y, además, si no se corrige el clientelismo como motor central del sistema electoral, las negociaciones parlamentarias para escoger al jefe de gobierno pueden pervertir aun más la ya envilecida manera de hacer política.



El poder de las armas

El monopolio de las armas es uno de los aspectos cruciales del posconflicto. La decisión manifiesta de las fuerzas insurgentes de no entregar las armas sólo podría tener salida con su incorporación a una fuerza armada del Estado. En este sentido, podría plantearse una reducción en el tamaño de las Fuerzas Armadas actuales, la reorganización de la fuerza policial como policía civil y la creación de una guardia nacional rural, a la cual podrían integrarse, desmovilizados que así lo desearan. Las Fuerzas Armadas podrían entonces reasumir su función de defensa de la soberanía nacional, mientras que la Policía y la guardia nacional velarían por la convivencia y la seguridad ciudadanas en urbes y áreas rurales, respectivamente.

Otro aspecto sobre el posconflicto que deberá considerarse en las negociaciones de paz es el de la justicia ante los crímenes atroces y de lesa humanidad cometidos por los actores armados en el curso de la confrontación. La experiencia internacional muestra que la impunidad no es el mejor camino. En las circunstancias del país no será fácil condenar ni conceder amnistías a los responsables de los hechos atroces. Tal vez el camino sería decretar una interdicción de sus derechos políticos durante el período de transición.