Especiales Semana

EL SIGLO XIII: EL ENEMIGO INTERIOR

ANTONIO CABALLERO
13 de diciembre de 1999


EMPEZO EL SIGLO XIII, Y Europa siguió ensimismada en lo suyo: el fortalecimiento de la Cristiandad dirigido
a la conquista del mundo. Claro está que la mayor parte del mundo todavía lo ignoraba, y se dedicaba a sus
propios asuntos. En Asia se formaba el imperio mongol de Genghis Khan, que acabaría abarcando la mitad de
ese inmenso continente, desde el Mar de la China hasta el Irak, y desde Siberia hasta los contrafuertes de la
India. El Islam se expandía hacia el Oriente, hasta la India misma, y hacia el Sur por media Africa. En la
remota América se hundían los mayas en América Central, los aztecas se instalaban en el Valle de México, los
incas fundaban su capital en Cuzco. El Japón de salvaba de las invasiones mongolas gracias a los tifones.
Pero nada de todo eso importaba en Occidente, ni nadie lo sabía. Marco Polo, un viajero veneciano que visitó
el Oriente, contó a su vuelta maravillas. Lo acusaron de herejía, como solía ocurrirle en esa ciega Cristiandad
a quien hablara de otra cosa o creyera que el mundo era más ancho que su aldea. El hereje: el enemigo
interior.
Pues crecían las herejías, fomentadas entre los pueblos por la corrupción de la Iglesia. Esta era, sí, árbitro de
las naciones: coronaba y deponía reyes y emperadores, duques y príncipes. Y en el campo de juego de Italia
terminaría, en el curso del siglo, por imponerse al Imperio, reducido finalmente a una soberanía simbólica
sobre una miríada de principados alemanes independientes y débiles. Pero esa supremacía de la Iglesia era
política (aunque la reclamara a golpe de excomuniones e interdictos), pues en lo espiritual perdía pie, y las
herejías se multiplicaban.
Por eso, aunque se impulsaron un par de guerras más contra el infiel pero destinadas en la práctica a saquear
a Constantinopla, y aunque el Papa y el rey San Luis de Francia so±aron incluso con una alianza con los
mongoles genghiskhanidas para aplastar al Islam, la Cruzada importante del siglo fue dirigida contra el seno
mismo de la Cristiandad. Contra los cátaros, que se multiplicaban en Lombardía y en el sur de Francia. Y que
pensaban no sin argumentos, visto lo que ocurría en torno que aunque tal vez hubiera un Dios bueno como el
que había sido anunciado por Cristo, era evidente que el creador de la realidad cristiana no podía ser sino el
demonio. Fueron exterminados a sangre y fuego, para mostrarles que no tenían razón.
No los exterminó la Iglesia, por supuesto. Esta, aunque sus Papas y sus Concilios dictaran tremendas penas
contra la herejía, se abstenía siempre del derramamiento directo de sangre, que dejaba en manos de las
autoridades laicas. Las cuales, si no aplastaban la herejía, eran excomulgadas por la Iglesia, y en
consecuencia depuestas y sometidas a juicio como sospechosas de herejía para ser castigadas por otras
autoridades laicas, que a su vez... Fue entonces cuando se creó la Inquisición: una especie de policía secreta
de la Iglesia para descubrir herejes con base en la delación anónima (premiada con los bienes del delatado) y
la carencia de defensa (el defensor era sospechoso de herejía, e investigado). Para facilitar el éxito de las
investigaciones, el Papa Inocencio IV autorizó el uso de la tortura, prohibida en Occidente desde finales de la
Roma Imperial.
Hubo un breve respiro: el Papado de Celestino V que duró unos pocos meses del año 1294. Era un santo
monje ermitaño a aquien fueron a sacar de su cueva de los montes Abruzzos para que fuera Papa, en vista de
que las grandes potencias no se ponían de acuerdo sobre quién debía serlo. Se negó. Lo llevaron a rastras.
Quiso devolverle a la Iglesia sus virtudes cristianas. Lo obligaron entonces a abdicar. Su sucesor, Bonifacio
VIII. lo encerró en una mazmorra en un castillo romano, donde murió de tristeza.