Especiales Semana

Entre la guerra y la ira

Estados Unidos se enfrenta a un mal escenario: sus bombas causan víctimas civiles y los musulmanes de la calle parecen inclinarse por Ben Laden.

12 de noviembre de 2001

Sucedio lo que tenia que suceder. George W. Bush, presidente de Estados Unidos, lanzó el domingo 7 de octubre sus aviones sobre Afganistán, refugio de su mayor enemigo, Osama Ben Laden, presunto responsable de los ataques terroristas del 11 de septiembre. Como era de esperarse, el asunto resultó ser como una pelea de tigre y burro amarrado. Pocos días después de que se iniciarala la ofensiva de noche, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, anunció que sus bombarderos habían destruido la débil resistencia antiaérea afgana y conseguido la “supremacía” sobre su espacio aéreo y que, desde entonces, los ataques podrían efectuarse las 24 horas del día. Y así lo hicieron.

La devastación en tierra fue total en la escasa infraestructura que le quedaba a ese paupérrimo país después de más de 20 años de guerra interna. Pero aunque el parte de Rumsfeld fue, si no de victoria, por lo menos de éxito, vista en su conjunto la semana no resultó favorable a los intereses de Estados Unidos y sus aliados. No sólo Ben Laden apareció de nuevo, haciendo una confesión tácita y desafiante de su responsabilidad en los ataques contra Estados Unidos, sino que a lo largo y ancho del mundo musulmán se multiplicaron las protestas populares de respaldo al terrorista. Es decir, se produjo el escenario que muchos analistas temían.

Los aliados habían realizado previamente una intensa campaña de relaciones públicas que incluyó el viaje a varias naciones clave de Rumsfeld y el primer ministro británico, Tony Blair, principal socio de Bush en esta empresa. El objetivo era convencer a los musulmanes de que su campaña en Afganistán estaba destinada a atrapar a Ben Laden y hacerlo pagar por sus culpas y que de ninguna manera era una guerra contra el Islam en su conjunto.

Pero el propio Bush complicó las cosas cuando aseguró en un discurso que su enemigo era Ben Laden y su grupo terrorista al-Qaeda pero pidió al pueblo afgano que derrocara a sus opresores del Talibán, su protector. Más tarde, cuando las acciones norteamericanas se centraron más en atacar al régimen que en buscar al propio Ben Laden, el mensaje ambiguo se confirmó. Eso permitió que muchos musulmanes aceptaran el rumor de que el verdadero objetivo era hacerse con el control de un país que, como Afganistán, tiene una importancia estratégica indudable y una supuesta riqueza inexplorada en petróleo. De ahí a creer en las ideas de una conspiración contra el Islam no había sino un paso.

Errores de calculo

Como dijo a SEMANA la analista británica Daphne Bilouri, “Estados Unidos cometió el error de bombardear un país completo en vez de tratar de dar un golpe quirúrgico contra Ben Laden y su grupo. Ello no debería haber significado un problema mayor ya que la inteligencia norteamericana supuestamente puede localizar esos objetivos”. Y aún si se acepta que hubo pocas víctimas civiles, como afirma el Departamento de Estado, los ataques norteamericanos agudizaron el problema afgano de los desplazados y las posibilidades de hambruna. El detalle de bombardear a los sobrevivientes con raciones de comida no hizo más que aumentar la indignación árabe.

La multiplicación de las protestas populares y los gritos de respaldo a Ben Laden en el mundo musulmán fue, como consecuencia, muy marcada. En Indonesia, el país con mayor población de ese credo, los manifestantes amenazaron la embajada en Yakarta mientras el Departamento de Estado advertía a los norteamericanos que era posible una evacuación de urgencia. En el pueblo paquistaní de Kuchlak tres manifestantes antinorteamericanas fueron muertos a tiros por la policía y en la provincia de Baluchistán se completaron cuatro días de violencia. En la franja de Gaza las fuerzas de seguridad palestinas mataron a tres manifestantes mientras en Egipto unos 20.000 estudiantes marcharon entonando cantos en protesta a la “guerra contra el Islam”. En el represivo emirato de Omán, en una poco común demostración pública miles de estudiantes marcharon gritando “Estados Unidos es el enemigo de Alá”. Y en Arabia Saudita una encuesta de opinión dio como resultado que una amplia mayoría critica las acciones contra Afganistán y apoya a Ben Laden.

Y lo que es peor, la delirante actitud antinorteamericana se proyectó a círculos políticos, religiosos e intelectuales . En la ciudad paquistaní de Lahore, el respetado general retirado Hameed Gul dijo ante un rugiente auditorio de abogados que los atentados del 11 de septiembre en Nueva York eran en realidad una conspiración sionista destinada a justificar la subyugación del mundo islámico. Lo cual, concluyó, hacía obligatorio para todos los musulmanes participar en Jihad o guerra santa contra Estados Unidos. El otro ejemplo inquietante se produjo en India, donde viven 120 millones de musulmanes. El jefe de la influyente mezquita Jama de Nueva Delhi, Syed Ahmed Bukhari, decretó que la Jihad merecía, por lo menos, apoyo moral.

Si las protestas se hubieran circunscrito a los países enemigos de Estados Unidos, como Irak, la cosa no tendría nada de raro. Pero en su mayoría se trató de manifestaciones en Estados musulmanes aliados de Washington. En nada ayudó que el gobierno de Estados Unidos hiciera la vaga declaración de que la campaña contra Afganistán era apenas el comienzo y que seguiría donde fuera necesario. La nerviosa declaración de esos gobiernos, reunidos en Qatar el miércoles pasado, no hizo sino aumentar la percepción de que existe una brecha entre la actitud oficial de esos países de apoyar tímidamente a Washington y el creciente rechazo popular a esa política. En este aspecto el analista norteamericano Mamoun Fandy, del Centro Contemporáneo de Estudios Arabes de Washington, explicó a SEMANA que “los gobiernos de esos países, que en su mayoría no son democráticos, están en un punto peligroso: por una parte, han ofrecido ayuda a Estados Unidos y no pueden dar marcha atrás, pero por otro lado ven que la amenaza de las protestas de sus ciudadanos se acrecientan por la misma razón”.

Y para Biliouri, “a pesar de que los musulmanes han escuchado constantemente que esta no es una guerra contra el Islam, han visto ahora los bombardeos contra un país como Afganistán y con toda la razón piensan que cualquier otro podría ser el siguiente objetivo por estar —supuestamente— protegiendo terroristas. Muchos se preguntan ¿qué pasaría si Ben Laden se traslada a un país vecino, lo seguiría Estados Unidos para bombardear allá también?”.

Visto en perspectiva, no resultaba presentable un ataque masivo contra uno de los países más pobres del mundo , del que ni uno de sus ciudadanos ha sido mencionado como sospechoso de los atentados del 11 de septiembre, si la idea era capturar a un terrorista saudita. Y aunque las denuncias del régimen Talibán de decenas de víctimas civiles no son comprobables, sí lo fue la muerte por un misil de cuatro trabajadores afganos de la ONU que, para colmo de males, trabajaban en un programa de eliminación de minas terrestres.

Para muchos analistas los ataques con aviones contra Afganistán querían sobre todo, tranquilizar a los norteamericanos con una demostración de fuerza tradicional. Pero si ese fue un objetivo, también falló. El propio Osama Ben Laden salió en las pantallas de la televisión estadounidense en una entrevista con la polémica cadena árabe al-Jazzera (ver recuadro) para reiterar sus terribles amenazas a Estados Unidos. Osama demostró que tiene una habilidad política diabólica al afirmar que ese país no tendrá tranquilidad hasta que Palestina no la tenga. De ese modo obtuvo dos resultados: por una parte, acabó de aterrar a una población norteamericana ya traumatizada. Y, por la otra, se posicionó como un héroe islámico en uno de los temas más sensibles para los musulmanes: la situación de los palestinos ante Israel. La apresurada declaración de distancia del gobierno de Yasser Arafat no logró desactivar esa bomba de opinión en el mundo islámico.

La transmisión de las imágenes amenazantes de Ben Laden y sus voceros causaron una baja inesperada. El gobierno pidió a la cadena CNN, que adquirió los derechos de transmisión de al-Jazzera, y a las demás emisoras, editar las declaraciones de los terroristas por el riesgo de que contuvieran mensajes cifrados a sus secuaces. Pero para muchos la víctima fue la libertad de información en un país que se preciaba de la misma.

Guerra secreta

Porque lo cierto es que Ben Laden ya ha conseguido al menos parte de sus siniestros propósitos al subvertir indirectamente varios de los principios básicos de la sociedad norteamericana, como su transparencia. Pocas veces los estadounidenses han sido tan herméticos sobre sus operaciones militares. Las afirmaciones de Rumsfeld sobre el éxito de los bombardeos son tan inverificables como las de los Talibán sobre bajas civiles. Como dice el periódico inglés The Guardian, “esta guerra parece ser librada en medio de un secreto mucho mayor que el necesario para la seguridad operacional”. Lo cual no resulta favorable al mantenimiento indefinido del apoyo de los países musulmanes aliados de Estados Unidos.

Por eso la carrera ahora es contra el tiempo. En pocos días pasarán dos cosas: se iniciará el mes sagrado del Ramadán, en el cual los musulmanes disminuyen en forma marcada sus actividades. Y comenzará el terrible invierno afgano, capaz de dificultar al máximo las acciones de tierra necesarias para ir tras Ben Laden. Y mientras más tiempo pase la ira de los musulmanes contribuirá al mayor peligro existente en este momento: que quien es considerado el mayor terrorista de la historia en Occidente en el mundo islámico adquiera el estatus de un héroe histórico. En ese momento, vivo o muerto, Ben Laden estaría cerca de conseguir el objetivo de su vida: desatar una guerra de civilizaciones de consecuencias imprevisibles.



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