Especiales Semana

JUAN PABLO II

Carl Bernstein, el famoso periodista de Watergate, analiza en exclusiva para SEMANA el <BR>papel que jugó el Papa polaco en la caída del comunismo y la verdadera dimensión histórica del <BR>Pontífice.

10 de enero de 2000

El siglo XX fue signado por las matanzas, el totalitarismo y por un progreso
tecnológico mayor que la suma de todos los avances logrados por el hombre durante los 2.000 años
anteriores: dos guerras mundiales, el nazismo, el fascismo, el comunismo... la división del átomo,
la erradicación de enfermedades, la pavimentación de carreteras por las que circulan los
automotores a más de una milla por minuto, la liberación de la mujer, la transmisión de señales de
radio y televisión a los hogares, el envío de hombres y mujeres al espacio.
SEMANA ha hecho una elección audaz y provocadora para su propuesta de Hombre del Siglo: no optó
por Hitler o Lenin, ni por Einstein, Henry Ford, Roosevelt, Churchill ni Stalin. En vez de ello la
revista ha elegido a un Papa que cobró preeminencia en una era en la cual se declaró la muerte de
Dios; un hombre de Polonia que laboró bajo el nazismo y el comunismo y que utilizó su cargo para
derrotar pacíficamente al sistema comunista en su tierra natal, abriendo las esclusas para que el
influjo de la libertad ahogara la opresión marxista-leninista en el resto de Europa; un hombre que
luego predicó contra los excesos del capitalismo con el mismo fervor con el cual enfrentó la tiranía del
comunismo.
A través de todos estos tiempos este hombre piloteó a su propia Iglesia de regreso a la jerarquía
autoritaria, prohibió la ordenación de mujeres, tronó contra la sexualidad moderna, e inclusive habló
contra muchos de los axiomas de la propia modernidad. En un siglo en el cual el relativismo moral
casi llega a convertirse en una ideología global, él predicó, llegado el milenio, que la humanidad
debe regresar a un conjunto de certidumbres morales inamovibles. El progreso técnico y el progreso
material, nos ha dicho, no han hecho mayor cosa para contrarrestar el esclavizamiento del espíritu.
De este modo, al finalizar el siglo, en el momento del paso al nuevo milenio, SEMANA ha elegido
como su modelo heroico a un hombre que parece encarnar la antítesis del espíritu que preside su
Era. No obstante, se trata de un gigante, tal vez el gigante de su tiempo. Ha ocupado su cargo
durante 21 años y lo han visto y escuchado más personas que a cualquier otro individuo en la historia
del planeta. Es, sin embargo, su especial combinación de poder espiritual e ingenio geopolítico la que
lo ha hecho único. Verdaderamente es su poder, su misticismo (porque él es un verdadero místico),
la verdadera fuente de su ingenio geopolítico, el manantial que informa y guía las elecciones que ha
efectuado en el ámbito político.
Es obvio que Karol Wojtyla, quien se convirtió en Sumo Pontífice de la Iglesia Católica Romana el 16
de octubre de 1978, fue elegido por SEMANA debido al papel que jugó en la caída del comunismo.
¿De cuántas divisiones dispone el Papa?, preguntó Stalin en una de sus frases célebres. Sus
herederos, Brezhnev y Gorbachov, recibieron una respuesta que primero los confundió y luego los
inmovilizó:
¡Proletarios de todos los países, uníos!
SECRETO MAXIMO
ARCHIVO ESPECIAL
... Solidaridad, considerado como un solo grupo y en sus distintas facciones, se está preparando para
chantajear a las autoridades nuevamente, planteando varias exigencias de índole política... Walesa y
los extremistas... el mismo Walesa y el clero católico que lo respalda, no tienen ninguna intención
de reducir la presión... No deberíamos ignorar la eventualidad de que los extremistas puedan tomar
el control de Solidaridad, con todas sus consecuencias obvias.
Estas fueron las advertencias del Politburó Soviético en una evaluación notablemente seca y
brusca del poder de las fuerzas papales dos años después de que Karol Wojtyla se convirtiera en
Sumo Pontífice. La verdad es que las huelgas que sacudieron a Polonia en el verano de 1980 no eran
simples huelgas: eran insurrecciones políticas de la contrarrevolución, tal como las definió
correctamente Brezhnev. Este movimiento, al igual que todas las revoluciones sociales históricas,
combinó una constelación de fuerzas de formidable poderío: los trabajadores, la intelligentsia y la
Iglesia, las cuales jamás se habían unido de manera tan decisiva en un país comunista. Lo que las
unió fue la mano guía del Papa Juan Pablo II, el Papa polaco que entendía a su país mucho mejor que
cualquiera de quienes se hallaban en Moscú. El instrumento que avasalló a los comunistas de Polonia
fue Solidaridad, la primera alianza anticomunista de trabajadores en un estado de los trabajadores.
Lech Walesa, un electricista de Gdansk, fue el líder de las tropas de la unión en el campo de batalla;
pero su comandante general se encontraba en el Vaticano asegurándose de que esta revolución
de trabajadores se mantuviera pacífica (tarea difícil). Juan Pablo II también fue el protector de la
revolución. Si hubo un solo hecho que le imposibilitó a la Unión Soviética una invasión de Polonia
similar a las que realizó en Hungría en 1956 y en Checoslovaquia en 1968, fue la presencia de este
Papa polaco en el trono de Pedro. Sin embargo, no fue simplemente la nacionalidad de Juan Pablo II lo
que mantuvo a distancia a los militares soviéticos; sino que fue la manera en que el Papa utilizó su
poder espiritual, dándole la eficacia de un arma geopolítica.
Los soviéticos temían que en caso de invasión de su parte, Juan Pablo II pudiese retornar a Polonia al
amparo de la noche y confrontar personalmente a los tanques rusos. Tal vez era un escenario
improbable, pero el Papa y sus consejeros no hicieron nada para desmentirlo. Mientras tanto, al lado
de Walesa había hombres cercanos a Wojtyla cuando éste era arzobispo de Cracovia. Ellos fueron
tomando posiciones de responsabilidad en el sindicato y mantuvieron un constante diálogo sobre
estrategia con el Papa a través de obispos que viajaban entre Roma y Varsovia.
Verdaderamente las semillas de la revolución fueron sembradas _antes de la aparición de
Solidaridad_ por Juan Pablo II durante su primer viaje papal de regreso a su tierra natal en junio de
1979. Dicho evento representó un sacudón para los líderes comunistas, tanto en Varsovia como en
Moscú.
Brezhnev temía _proféticamente_ la visita y había instado con urgencia a los comunistas polacos para
que prohibieran un viaje papal. Sin embargo sus exigencias eran muy poco realistas: ¿Cómo podían
los líderes polacos negarle la entrada a este vástago de Polonia cuyo ascenso al trono de Pedro
constituyó una fuente de orgullo sin precedentes en una nación 90 por ciento católica?
Los líderes de Solidaridad afirmarían más tarde que fue su visita la que los inspiró y les brindó el
arrojo necesario para constituir su movimiento y para movilizar a toda la nación polaca. Dos terceras
partes de la población de Polonia salieron a verlo durante su visita de una semana, cuando sus
palabras les arrojaron a los comunistas un desafío como jamás habían enfrentado: "Cristo no puede
ser excluido de la historia humana en ninguna parte del globo, de ninguna latitud ni longitud de la Tierra.
Excluir a Cristo de la historia es un pecado contra la humanidad", proclamó. También se preguntó:
"¿No tenemos derecho a pensar que en nuestros días Polonia se ha convertido en un país con
especial responsabilidad de dar testimonio?".

Mientras hablaba todos podían sentir el tipo de descarga con que los grandes actores electrizan a
sus audiencias (Wojtyla estudió para ser actor antes de preferir el sacerdocio al escenario
convencional). Diez minutos de aplausos ininterrumpidos sumergieron a la diminuta figura del
Pontífice parado junto a una cruz monumental. Entonces, en la gran Plaza de la Victoria de Varsovia,
repicaron cantos triunfales y decididos: "¡Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat!" (Cristo
conquista, Cristo reina, Cristo gobierna). Luego el tema que se repitió, también en forma de canto, una
y otra y otra vez: "Queremos Dios".
Lo que se estaba produciendo era una apertura hacia horizontes desconocidos. Juan Pablo II jamás
pronunció una palabra que pudiera conducir a una confrontación entre la Iglesia y el Estado,
entre el partido y los creyentes cristianos; pero todo cuanto dijo marcó el comienzo de un gran giro
para la Iglesia en Polonia, en Europa Oriental, en la Unión Soviética, en los asuntos del mundo. A
través de él la Iglesia estaba reclamando un nuevo papel, sin limitarse a pedir un poco de espacio para
sí en el mundo comunista. A través de él estaba exigiendo respeto para los derechos humanos así
como para los valores cristianos, respeto para cada hombre y cada mujer y para la autonomía del
individuo. Estas exigencias representaban un asalto directo contra las pretensiones universales de la
ideología marxista, la cual para ese entonces se había convertido ya en un simple cascarón vacío en
los países bajo influencia soviética. Gandhi y Martin Luther King habían inspirado revoluciones no
violentas en India y en Estados Unidos. Ahora el Papa inspiraría la última gran revolución del
siglo, una revolución tan arrolladora que terminaría por desbaratar los restos de la revolución de
Lenin y debilitar la Cortina de Hierro que había bajado sobre Europa después de la Segunda Guerra
Mundial.
En el verano de 1980, cuando comenzaron las huelgas que condujeron a la formación de
Solidaridad, los símbolos y los carteles alzados por los trabajadores en los astilleros de Gdansk
no eran los acostumbrados por los obreros organizados. Utilizaron en cambio retratos del Papa, de
la Virgen y aprovecharon la presencia de sacerdotes que oficiaron misa diariamente e instalaron
confesionarios plegables en el área de protesta.
Brezhnev y los demás miembros del Politburó soviético entendieron claramente el peligro que
representaban el Papa y sus acólitos. El presidente Brezhnev abrió sombríamente la reunión del
Politburó el 29 de octubre de 1980 con las siguientes palabras: "De hecho, la contrarrevolución
arrecia en Polonia... Ya están comenzando a tomarse el Parlamento y se la pasan afirmando que el
ejército está de su lado. Walesa está viajando de un lado a otro del país, de una ciudad a la siguiente,
y le rinden tributo en todas partes. Los líderes polacos se mantienen en silencio, al igual que la prensa.
Ni siquiera la televisión está encarando a estos elementos antisocialistas".
Entonces el canciller Gromyko, quien había servido bajo todos los líderes soviéticos desde Stalin,
manifestó el principal temor de todos: "¡No debemos perder a Polonia! La Unión Soviética perdió
600.000 soldados y oficiales en la lucha para liberar a Polonia de los nazis. No podemos permitir el
avance de la contrarrevolución".
En realidad ya era demasiado tarde. La lucha en Polonia duraría otros nueve años, finalizando con la
formación de un gobierno por parte de Solidaridad en el verano de 1989. Entretanto, el primer acto de
Walesa luego de la transmisión pacífica del poder fue tomar un avión con destino a Roma junto
con cinco colaboradores cercanos para agradecerle al Papa Juan Pablo II su ayuda en nombre de
Solidaridad y del pueblo polaco.
Las vibraciones generadas por la caída de Polonia sacudieron al bloque de los países del Este
durante el resto del invierno, hasta que el bloque mismo desapareció.
Años después una parte considerable del mundo aclamó a Wojtyla como el triunfador de una
guerra iniciada por él en 1978. El Papa adoptó una posición muy sobria al respecto. Evitó con el
mayor esmero posar en público como un superhombre que hubiera sido capaz de abatir al oso
soviético. Urgió a la gente a que no simplificara excesivamente los hechos, ni siquiera para atribuirle
la caída del comunismo a la mano de Dios. "Sería demasiado simplista afirmar que la Divina
Providencia causó la caída del comunismo. Dicho sistema cayó bajo el peso de sus propios errores y
abusos. Se desplomó por sí mismo debido a las debilidades que le eran inherentes.". Hablando
acerca de su propia participación afirmó: "El árbol ya estaba podrido. Tan sólo le di un buen sacudón".
Un balance realista, aunque modesto.
En 1981 el Papa casi perece por las balas de un asesino. Muchos de sus colaboradores en el
Vaticano pensaron que el intento de asesinato había sido instigado por los soviéticos, afirmación que
no ha podido comprobarse con hechos hasta hoy aunque existen indicios de que el servicio secreto
búlgaro podría haber estado involucrado.
Desde el intento de asesinato la salud del Papa ha venido en constante deterioro. Más de una
vez los principales periódicos del mundo han tenido que preparar obituarios para suspender su
publicación ante un nuevo triunfo del Papa frente a la muerte. Ha combatido una enfermedad tras otra,
se ha desmayado, se ha caído, se ha roto huesos y ha llegado a aparecer más anciano de lo que su
edad dejaría suponer. Ha acusado fuertemente los efectos debilitantes de la enfermedad de Parkinson.

Sin embargo, quienes lo conocen bien confiaban en que estaría vivo para recibir el milenio, un
momento de inconmensurable importancia en la vida de la cristiandad, especialmente para este
Pontífice místico. Su mayor aspiración para el año del milenio incluye una reunión de los más altos
dignatarios de todas las religiones monoteístas en el monte Sinaí, pues quiere ver reconciliadas a la
Cruz, al Creciente y a la Estrella de David. Siente que la religión no debería jamás ser utilizada de
nuevo como pretexto para la guerra. Por su parte, espera caminar de nuevo los pasos de Abraham a
través del Medio Oriente: le ha dedicado el año del milenio a purgar a la Iglesia de todos los pecados
que ha cometido en los últimos 2.000 años.
La necesidad de utilizar un bastón y de enfrentar su propia enfermedad le ha propinado un tremendo
golpe a este Papa que alguna vez fue un espléndido atleta. El ha desarrollado su propia teología del
sufrimiento: ha dedicado su propio dolor a mejorar su capacidad de entender el dolor ajeno y a
demostrar que la oración permite superar el sufrimiento. A menos que uno entienda esa conexión
mística entre el dolor y el sentido de misión no hay modo de captar de dónde saca ese empuje
inagotable con el cual se lanza en los últimos proyectos de su reino. Sus mayores encíclicas han
aparecido en este momento que, él sabe, es el ocaso de su pontificado.
Más que nunca, vive su vida en oración. "Tan pronto se ofrece una pausa él empieza a rezar", dice
un miembro de la Curia Vaticana. Toda su jornada se desarrolla al ritmo de la plegaria. Luego de
levantarse, a las cinco de la mañana, reza durante dos horas en su capilla antes de celebrar misa.
Reza antes y después de almuerzo, antes y después de comida. Reza casi continuamente a lo
largo de todo el día. Inclusive cuando está desplazándose en el papamóvil saca su rosario y va pasando
lentamente las pepitas hasta el instante mismo en que le ayudan a salir del carro. Tan pronto llega a
un evento y empiezan a resonar y a crecer los aplausos, murmura: "Domine, non sum dignus" (Señor,
no soy digno). Con frecuencia se postra sobre el suelo de su capilla formando una cruz con su
cuerpo. "Es una búsqueda de la identidad con la voluntad divina", dice un monseñor que lo ha visto
con frecuencia en su capilla privada.
Su percepción de la voluntad de Dios ha enfurecido con frecuencia y ha defraudado a muchos
tanto fuera como dentro de la Iglesia. El gastó mucha energía y capital personal combatiendo la
posición de Estados Unidos en la Conferencia de Población de las Naciones Unidas celebrada en junio
de 1996 en Estambul. Decían los norteamericanos que "el acceso a un aborto realizado con seguridad
para la interesada, en forma legal y voluntaria, es un derecho fundamental de todas las mujeres".
"El temió que por primera vez en la historia humana el aborto fuera propuesto como una forma de
control poblacional", insiste un vocero del Vaticano. "Colocó todo el prestigio de su cargo al servicio de
este tema". Durante nueve días la delegación del Vaticano a la Conferencia ejerció presiones con una
tenacidad sin precedentes, hasta el punto de concluir una alianza no muy católica con las naciones
islámicas fundamentalistas que también se oponían al aborto. Finalmente, con el apoyo de los
delegados islámicos y de los latinoamericanos, el Papa triunfó. Se adoptó un documento de
'compromiso' en el cual se planteó que "en ningún caso podrá promoverse el aborto como un método
de planificación familiar".
"En términos de relaciones públicas, fue una victoria muy costosa", comentó la revista Time. La
opinión común dijo: "Aquí va de nuevo, imponiéndole su moralidad sectaria al mundo entero".
Aunque su mano se nota cada vez más cansada cuando se alza para bendecir a los fieles, señala un
horizonte amplio. El mundo se ha dado cuenta que es el último de los gigantes presente en el
escenario global y que no hay otros grandes heraldos de una visión o de un principio amplios (con la
excepción, tal vez, de Nelson Mandela) independientemente de la causa política que defiendan o de la
ideología en la cual se basen. El ha definido su tiempo como tal vez ningún otro líder lo ha logrado,
incluso aunque proteste contra las características de la época. Mientras tanto el Papa Juan Pablo II
ha quedado prácticamente solo predicando acerca de la dignidad del trabajador y de la ayuda
debida al desempleado, urgiendo la reconciliación y la solidaridad entre los diferentes estratos
sociales y exhortando a las naciones ricas a que se preocupen por los países asfixiados por la
pobreza y la deuda externa.
En un mundo dominado por profundas divisiones económicas, nacionales y religiosas, el Papa
sobresale a nivel internacional como el vocero más ilustre de los valores universales. Ofrece un
evangelio de salvación y esperanza frente a los nuevos ídolos del egoísmo tribal, del nacionalismo
exacerbado, del fundamentalismo violento y fieramente sectario, de la ganancia sin consideración por
la calidad de la vida humana. "Existe una deuda para con los seres humanos, simplemente porque son
seres humanos", escribió en su encíclica social Centesimus Annus. Su Iglesia, la Católica, reconoce el
papel que juega la ganancia pero le recuerda a todo el mundo que la justicia exige la satisfacción
de ciertas necesidades fundamentales.
Para contrarrestar el nacionalismo extremista, que en recientes años ha conducido a sangrientas
guerras en los Balcanes, en Africa y en la antigua Unión Soviética, ha elaborado uno de sus más
apasionados discursos, en el cual condena la adoración de la nación. "No se trata de cuestionar el
legítimo amor que uno siente por su país, ni el respeto por su identidad", le dijo al cuerpo
diplomático acreditado ante la Santa Sede, "sino de detenerse ante el rechazo del Otro en su
diversidad para imponérsele. Para ese tipo de chauvinismo todos los medios resultan válidos: la
exaltación de la raza, la sobrevaluación del Estado, la imposición de un modelo económico uniforme
que acabe con cualquier diferencia cultural específica". Los otros que más le preocupan son aquellos
que él piensa que han sido especialmente rechazados o aislados debido a sus enfermedades, o a su
raza, o a su pobreza, o a su desfiguración . Esas son las almas que él procura alcanzar en cada uno
de sus viajes al extranjero y en cada uno de sus escritos y sus oraciones.
Los monseñores de la Curia hablan de Juan Pablo II como si él viviera más allá del mundo y lo mirara
desde una perspectiva trascendente. Evangelium Vitae, su encíclica del año 1995, puede ser leída
como si fuera su última voluntad y testamento, un himno magnífico y desesperado a la sacralidad de
la vida. Contiene frases plenas de fuerza poética dirigidas a todos los hombres y mujeres,
independientemente de que vivan en rascacielos o en inquilinatos. "La comprensión del valor esencial
que las personas tienen por encima de las cosas... supone pasar de una actitud de indiferencia a
una de interés por el Otro, así como del rechazo a la acogida. Los Otros no son competidores de los
cuales hay que estar prevenido, sino hermanos y hermanas con los cuales hay que unirse. Deben ser
amados por sí mismos. Su sola presencia nos enriquece".