Especiales Semana

LA PAISA CORONADA

En esta fiesta de cada añ, las reinas, como Cartagena, son heroicas.

15 de diciembre de 1986

En el fondo de su alma a Patricia López Ruiz le pareció la cosa más normal de la vida que la eligieran reina de Colombia. Se vio en sus expresiones, se oyó en sus opiniones y--sobre todo--se sintió en esa seguridad de veterana de muchas pasarelas para desfilar, para mostrarle al jurado y a todo el que quisiera verla que ni cuerpo ni espíritu le faltaban para merecer la corona.

Desde mucho antes de llegar al frenesí aniquilador de Cartagena, la candidata de Antioquia (que en realidad nació en Buga, pero que también en realidad es tan paisa, tanto-tanto, que a los antioqueños nos le ha importado que no sea maicera de todo el maíz), antes de llegar a Cartagena, decía, ya Patricia se sentía por lo menos con un puesto entre las finalistas. "Desde chiquita me estoy preparando para ser reina", dijo alguna vez cuando era sólo una aspirante departamental pero nada tímida muchachita estudiante de primer semestre. Y esa certeza, unida a sus estrictos 90-60-90, la volvieron superfavorita desde las primeras horas del reinado que para ella comenzó primero que para las demás: llegó a Cartagena tres días antes de lo previsto, con el propósito de aclimatarse y de pasar en esa ciudad el día de su cumpleaños número 18.

Y se aclimató fácil. Se bronceó primero que todas sus competidoras que venían de los páramos bogotanos, manizalitas, boyacenses. Se metió en el rumbón de noviembre primero, claro está, que todas las aspirantes llegadas del frío, incluso, primero que muchas de las que venían de tierras con sol, "raspao" de tamarindo y arepa de huevo. Y, por el arte y la magia de una comitiva entusiasta, derrochadora y uniformada con el verde y blanco antioqueño, fue la primera también en presentarse en afiche y pancarta ante los ojos de los transeúntes .

Obedece y llegarás...

Pero no fue la estridencia de las relaciones públicas, en la que el aguardiente y los rones regionales corren a chorros disputándose el hígado de los bebedores, en donde estuvo el éxito definitivo de la antioqueña. Como dijo a SEMANA una experta cazadora de chismes en esa sede novembrina de los chismes que es el Hotel Hilton, "esa es pura publicidad que sólo sirve para aumentar ventas y subir el ánimo del populacho ". Lo que verdaderamente contó en su elección no fue, pues, esa estrategia comercial sino, por un lado, su seguridad personal, su cuerpo, su belleza integral y su obediencia.

Sí. Al parecer en obedecer los preceptos de sus superiores (una virtud que Patricia conoce muy bien porque se define como católica practicante al punto de que algunos allegados le dicen que es como una beata), estuvo la clave para derrotar a Claudia Mercedes Escobar, la del Valle, su más fuerte competidora desde cuando comenzó esa semana de desfiles, peinados y sonrisas. El detalle defintivo que inclinó al jurado a la montaña y no al valle, fue el siguiente:

Para la entrevista personal los jurados habían pedido a las candidatas que se presentaran de cara lavada, casi--sólo casi--como Dios las echó al mundo. Y así llegó Patricia, sin maquillaje ni tacones pero así no se presentó Claudia. Esto le rebajó puntos a la vallecaucana y se los puso a la paisa que se fue creciendo en la medida de las horas y de los comentarios que la daban por superfija.

Ese gol a favor, en un muy preciso minuto del juego por la corona de la mujer más linda del país, le confirmó la seguridad que sentía y, así, crecida en ese partido arduo, de oponentes dulces pero tenaces, la antioqueña fue dejando tiradas en el piso a sus rivales más fuertes: la del Valle, ya se dijo, y de ahí para abajo la del Chocó, la del Huila y la de Santander. Todo eso en una competencia galante, repleta de sonrisas de felicidad aparente, pero que se ve agotadora y se intuye tensionante.

La presentación personal ante el jurado era difícil, pero no la más difícil de todas las pruebas por las que debe pasar una aspirante a ese difícil puesto de reina de Colombia. Los primeros días son de full frescura, como ellas mismas decían porque es nada más que la llegada al aeropuerto, el bailoteo rápido, la sonrisa estándar, la picada de ojo y nada más.

Después, las primeras presentaciones de todo el "ramillete de beldades", como dicen los locutores mañés, tampoco significan ningún riesgo y, al contrario, se está entrando en calor, no hay nerviosismo y todavía no ha llegado el grueso del batallón de los curiosos. En esos primeros actos, del asunto se sale rápido y bien librado: no tienen que ser demasiado inteligentes, el vestido que se pone a veces ni se nota porque todavía no se distingue muy bien la del Cauca de la del Huila, la de San Andrés de la de Sucre y etcétera. Tampoco se ve ridícula la pava que si no se usa ahí, en la recogida de las llaves de la ciudad en el despacho de la alcaldía, no se usará nunca y, en fin, un coctelito allí, una fotico allá, una entrevistica más acá.

Pero el día del sufrimiento llega cuando hay que medirse el traje de baño oficial.- Ahí es el nerviosismo generalizado porque es la hora de la verdad. Fuera los vestidos anodinos, abajo las pavas cándidas y, al dejar ver el cuerpo, son muchas las que quedan en lo que son y no hay alternativa en lo que son: bellezas con cuerpos esculturales o bellezas simples, nada-del-otro-mundo. En esta ocasión ese calvario lo vivió la mayoría de las aspirantes. No fue sino que se acabara la sesión de la prueba de los trajes de baño, de la corona y del cetro, que era la primera ocasión en que se veían sin mucha ropa, para que de las 22 por lo menos quince quedaran out, por un motivo que la irreverencia y falta de caridad de algunas cronistas llevó a calificar: "Este es el reinado de la celulitis", dijeron y entraron en detalles: que la del departamento tiene tal en tal parte; que la otra esto, que aquella lo otro, hasta que del grupo fueron desapareciendo fulminadas muchas aspirantes y la creme se limitó máximo a cinco.

Heroinas modelo 86
Que se ve mortificante y se intuye agotador, es lo mínimo que se puede decir de ese oficio de reinas que ejercen estas abnegadas servidoras de la belleza y de la fantasía pública. Basta intentar seguirles los pasos e imaginarse el resto para saber que constituyen un grupo de heroínas modernas, que se meten a esa función picadas por la curiosidad, vencidas por la vanidad y tentadas por la ilusión.

Las 22 candidatas de este año tuvieron las mismas condiciones, virtudes y defectos que las 374 colombianas que en los 33 concursos anteriores aspiraron a ser coronadas. La primera de esas condiciones, la más visible y la vez la más necesaria, es que son unas sardinas: esta vez la mayor--la de Risaralda--acababa de cumplir a 22 años y las menores --Chocó y Córdoba--17 añitos. Demasiada juventud.

Pero es que sólo muchachitas de esos años son capaces de medírsele al trote que significa el concurso. Colegialas de media-media que coleccionan suspiros y amores platónicos; que cantan baladas y les da taquicardia Chuck Norris y últimamente el nuevo novio de Estefanía de Mónaco, son la mayoría de las concursantes. Casi acaban de dejar descansar la lonchera y les toca, de golpe, recibir llaves de la ciudad, decretos de honor, preguntas sobre el destino de la patria y las últimas corrientes de la literatura; tomar champaña y decir ¡qué delicia! y deben poner cara de tragedia cuando les piden programa de gobierno para rescatar a la niñez desvalida. Niñez desvalida que no conocen ni se imaginan porque no han tenido tiempo ni medio social para ello.

Un segundo grupo de concursantes son las catanas, como las jóvenes de 17 llaman a quienes tengan más de 18. Esas, un poco más toreadas, son de todas maneras primíparas en la universidad y en la vida, dejaron atrás la media-media, y como las primeras están en toda la flor de la vanidad que las lleva a participar sin chistar en jornadas extenuantes que no tienen ni principio ni fin porque en todo tiempo y lugar son reinas y como tales deben comportarse.

La vanidad, pues, es la madre de todas las reinas. Por ella aceptan, por ella desfilan y por ella sonrien aun en los más críticos momentos de calores infernales y ampollas en los pies.
Y esos momentos cruciales, insoportables, han ido creciendo con el correr de los años: antes, para ser reina, se necesitaba ser linda, ponerse buena ropa, saber sonreir y esperar la llegada de la suerte. Pero en estos tiempos modernos no es tan sencillo: además de belleza, sonrisa, vestuario y suerte, a las reinas se les pide que sean cultas e inteligentes, buenas bailarinas y que tengan dominio del cuerpo como cualquier modelo de Vogue.

En el concurso de este año, las tareas fueron tan difíciles que una de las aspirantes dijo en voz baja (otra condición es decir lo que se opina y que sea inconveniente en voz baja) que "después de todo este agite vamos a quedar listas para competirle a Luz Mary Tristán", la bella campeona de patinaje y ahora ciclista de vueltas a Colombia y Francia. Y no le faltaba razón a la que susurraba la protesta, porque en el 86 la cosa estuvo tenaz.

Además de los desfiles habituales, de los bailes después de los bailes, del coctel después de otro coctel, las exigencias de hacer de la fiesta un show que se transmita por televisión (ver recuadro), ha llevado al montaje de espectaculares coreografías, para el cual las 22 niñitas ensayaron todas las mañanas de la semana pasada, no importa a qué hora se acostaban o qué tan buena noche habían pasado. Religiosamente, a las nueve, en el Centro de Convenciones, las esperó el látigo --disciplinado y profesional, pero látigo al fin de cuentas--de Sonia Osorio, quien tuvo a su cargo el montaje del ballet en el cual debían participar las reinas no como reinas sino como bailarinas, cosa bastante complicada por lo demás.

"Lo complicado es que hay que bailar ritmos del interior y para nosotras es muy difícil: todas las niñas alguna vez han bailado una cumbia, pero nosotras las de la costa nunca hemos bailado un bambuco", dijo en voz alta la Señorita Magdalena quien a juzgar por la respuesta forma parte del grupo que piensa que el país es caribe y que la guabina no es colombiana. Pero ese es otro cuento.

Ibamos en que a las reinas de este año les tocó hacer de bailarinas y de esos ensayos rigurosos muchas salieron con ampollas. Pero con ellas o sin ellas, igual, la sonrisa de satisfacción debía seguir sembrada porque una reina seria no se usa, así deba pasar por aquellos ensayos o por las manos de un peinador durante horas, de una chaperona durante días, de una comitiva durante semanas, de un edecán durante noches.

Hay que sonreír, incluso, encaramadas en esas carrozas de marcha lenta en medio de la canícula de la tarde en que se lee el bando que abre la fiesta popular. Hay que sonreír ahí y tirarle besos a la multitud atiborrada que sale en esa ocasión a ver a las candidatas, para que las candidatas sepan ahí a qué huele la humanidad y qué dicen sus admiradores callejeros.

El reinado del piropo
Aunque ellas despachan las preguntas con otra sonrisa y un "ha sido una bella experiencia", la verdad que se deduce es que el desfile de carrozas es la prueba más difícil, por lo larga, que deben pasar las pretendientes a que les pongan la corona nacional.

No es que sea aburrido, no. Por lo menos no para quienes tienen en ese desfile el punto de partida para las verdaderas fiestas del once de noviembre. Y quienes tienen en ello ese punto de partida, son todos los cartageneros que se lanzan a la calle, se disfrazan, se emborrachan, bailan, hacen chistes y, sobre todo, no trabajan de ahí hasta dentro de cuatro días.

Pero mientras abajo la gente pasa rico, arriba de las carrozas las señoritas ríen pero se deben aburrir. Es, en primer lugar, llevar un vestido de disfraz que por más sencillo que sea, siempre es una complicación de plumas, diamantes, pinturas y canutillos (... ese accesorio infaltable, esa palabra de reinado), todo eso en medio de una alegoría que muchas veces sólo entienden los diseñadores de carrozas.

Tal vez si las reinas oyeran con atención la gracia de lo que les gritan desde abajo, esas tres horas de recorrido bajo el sol, a través de una Cartagena de pobres, fuera algo más tolerable. Pero las candidatas no oyen nada de eso porque están oyendo los altavoces del nuevo aguardiente o del viejo ron o, simplemente, haciéndole caso a los miembros de su comitiva que le dicen ¡tente bien que te caes! o ¡tírate el pelo pa'tras que se te dañó el peinado!

Porque lo que dicen abajo los morenos de Ternera y de Calle Larga, es no sólo la demostración de cuánto interés le ponen a una fiesta de élite como es el reinado, sino la comprobación de su capacidad de reírse de la vida y de sus sufrimientos.

Piropos es lo que lanzan en esa oportunidad en que la fiesta de los blancos de Bocagrande se junta con la de ellos y a eso le sacan todo el provecho. El primero es darle rienda suelta a la creación de frases--a veces muy vulgares, de acuerdo--que dicen con todo cariño "estás hermosa, corazón de oro"; que prometen con todo sacrificio "por ti hasta trabajaría, negri"; que describen con todo rigor "estás completa, mamasota" y, así, cuatro, seis kilómetros de piropos y de buscapiés, esos detonadores capaces de provocar el infarto o la histeria, como la que le ocasionó a esa señora canadiense que debió pensar que había llegado a Beirut en pleno cruce de la Avenida San Martín, al lado de donde todo sucede en Cartagena.

Que sea un motivo
Pero, contra lo que pudiera pensarse, el pueblo moreno y aguantador sí se contagia del reinado y el concurso ayuda a aumentar la alegría de las fiestas del once de noviembre. No celebran, no, que las comitivas departamentales estén en el Club Unión en un buffet de mariscos y vino blanco, pero sí hay un interés visible en ver a las candidatas y, por ahí derecho, se alimenta la alegría de las fiestas populares.

Puede que sean dos motivos distintos, pero es una sola fiesta verdadera, en la que la de los pobres se nutre en cierta forma de la de los ricos. Había que ver ese regreso de la peregrinación multitudinaria después de la tarde de las balleneras: era una procesión sedienta que apagaba el calor de la garganta con ron y el del cuerpo lo dejó en una fuente inmensa y fresca a la entrada de la ciudad amurallada. Era toda una fiesta al aire libre, sin cocer, que se extendía hasta la Plaza de la Aduana donde un conjunto de reggae recordaba que Cartagena es la sede del Festival de Música del Caribe. Allá la fiesta en salones refrigerados y aquí en medio de borracheras plácidas y no tan plácidas como la de Pambelé que ahora busca peleas callejeras. Y las encuentra. Y las pierde.

Mientras allá las reinas se someten al peinador para la tercera o la sexta presentación en público, la fiesta del ron y los buscapiés, encuentra en estos tiempos un nuevo y terrorífico aliado: las bombas de agua, lanzadas con toda alevosía desde los pisos altos de los edificios hacia carros o gente en marcha.

"Me acuerdo que antes tiraban confites", decía una cartagenera antigua para quejarse de la beligerancia de los juegos de fiesta actuales. Ese recuerdo y la realidad darían, en una mente fatalista, una conclusión que puede resultar exagerada pero que vale: si antes lanzaban dulces y ahora pólvora explosiva y bombas de agua, no está muy lejano el día en que, quizás, se pase a las granadas de fragmentación.

Por ahora no se ha llegado a eso claro. Y a eso no se va a llegar, seguro. Pero en la guerra de las fiestas los primeros que pierden son los turistas extranjeros que prefieren mirar las cosas desde las tribunas de los balcones de sus cuartos o quedarse en la piscina de los hoteles, antes que bajar a darle la cara a esa realidad rumbera que a veces atemoriza incluso a los criollos acostumbrados a alguna dosis de salvajismo.

Cartagena cercada
Todo esto--que la fiesta engominada en los salones del Club Naval, que el bailón callejero en cualquier esquina--pasó durante una semana en la Cartagena de todos los recuerdos dulces, en esa ciudad de sueños, cercada ahora por una realidad social que salta a la vista y aparece en cualquier momento y lugar.

Se vende hasta el alma
En medio de toda esa rumba de gracia, de aquellos piropos desbordados, de esa epidemia de felicidad, en fin, hay ahora un desempleo atroz que se mide fácil en que ya no es posible vivir del mar, como se vivía sin sobresaltos antes, con una pesca para el autoconsumo o para la venta sin complicaciones. Ahora una buena parte de cartageneros que antes vivía del mar, debe vivir de la playa con el resultado de una desproporcionada nube de vendedores que no dan tregua. Bocagrande, en donde hasta hace unos años se podían contar las vendedoras de frutas y de "raspao" de hielo, es ahora--y lo es más en temporadas de fiesta como la de la semana pasada-- un mercado público donde se ofrece de todo, donde no pasa un minuto sin que algún vendedor de algo ofrezca su mercancía. No es una fórmula, no; es cierto: no pasa un solo minuto sin que llegue algún vendedor a golpear el corazón de la caridad o la necesidad material.

De todo se vende allí: por supuesto bronceadores domésticos de coco y de aceite y de los de farmacia; mangos, naranjas-piñas-papayas-mandarinas; gafas para el sol; panderitos, pandebonos, pandeyucas y toda la variedad de panadería; helados y cerveza helada y gaseosa; papitas-besitos-chitos; zapatos, flotadores, collares hechos por hippies inclaudicables, balones de playa a "precio Gallito Ramírez", sancocho de pescado, pescado frito, ceviches de todo, perros calientes y, ¡ufff!, sesenta, mil artículos más que hablan sobre el escuadrón de rebuscadores de la vida, que extiende su reino más allá de las ciudades grandes y llega a lugares que parecían a salvo de esas urgencias.

Pero esta consideración sociológica, en medio de la fiesta y de la expectativa por la elección de la reina, a nadie parecía importarle. "Aquí nadie parece tener la culpa", como dijo Mafalda mirando a su alrededor desde sus gafas oscuras en una playa de vacaciones. Y esa misma inocencia fue la que durante la semana pasada se vio en la cara de los colombianos que fueron a Cartagena a las fiestas del once de noviembre a seguir gozando de una ciudad que aunque cada vez es menos idílica por la suciedad de sus playas y por la miseria de la gente, cada año resulta igual para esa legión de la belleza que ocupa hoteles, restaurantes, piscinas y clubes y que cuando se acaba la estridencia y ya hay Diosa coronada, da media vuelta y se pierde. Y el año que viene, vuelve. -

La conquista final
Dicen las malas lenguas y los ojos de los fotógrafos que en la última noche de Cartagena se declaró un romance: el de la representante del Valle, Claudia Mercedes Escobar, ya virreina nacional, y el jurado paraguayo, Patricio Escobar.
El chisme va más allá: la votación del jurado quedó cuatro a favor de Antioquia y uno por el Valle del Cauca. Las fotos fueron tomadas en la fiesta del Club Cartagena

La televisión reina
Que los reinados de belleza son especiales televisivos por encima de festejos populares o promociones turísticas, es una verdad recientemente descubierta por el país. Pero Colombia, en los dos últimos años, ha recuperado el tiempo perdido con una celeridad tal, que la noche de la velada de coronación, para el televidente no tuvo prácticamente diferencia con las grandes transmisiones de Miss Universo. De lo que fueron hace pocos años, ceremonias tiesas de gala improvisadas y sosas como actos de colegio, se pasó a movilizaciones gigantes de pregrabados, escenarios, luces, efectos y mucho preparativo, todo lo cual alcanzó la más alta cifra de costos nunca antes invertida en la televisión colombiana: 60 millones de pesos, diez más que el año pasado cuando se inició esta rentable modernización.

Colombia sigue con peculiar atención reinados y reinaditos: del Universo, de América, del Mundo o locales y por eso tiene puntos de comparación para apreciar la diferencia. Lo que no sabe es que tras esas, tres horas de desfiles, paisajes y canciones en una rápida sucesión de planos como exige la televisión contemporánea, hubo 150 personas de Inravisión, Telecom y de RCN Televisión, esta última "dueña" de la jugosa comercialización del programa. Todos los ingredientes televisivos para reinados estuvieron presentes en este: bellezas en acción, escenografía de superlujo, cantantes de moda y ballets multitudinarios. Pero la inversión de 60 millones de pesos para llegar a 40 millones de televidentes de Colombia, Estados Unidos, Honduras, El Salvador, Costa Rica y Perú, a los que se llegó vía satélite, valía la pena.

Por esto la programadora RCN buscó a los número uno de tales ingredientes: llevó por segunda vez como presentadora a Pilar Castaño de López, ahora mucho más segura tras los seis meses de "cancha" enfrentando a diario y en vivo, las cámaras en un noticiero. Con ella a Jairo Alonso para quien era el séptimo año consecutivo como presentador. La escenografía del Teatro Getsemaní en Cartagena, la encomendó a Gustavo Pizarro, uno de los más antiguos escenógrafos en la televisión colombiana, y a Germán Lizarralde, quienes crearon por medio del brillo en colores oro y plata, una fantasía contemporánea con sabor propio a través del marco de la Torre del Reloj cartagenera. Para la coreografía, alguien que hizo del folclor algo internacional: Sonia Osorio, quien sumó a toda su planta de bailarines y tras un entrenamiento intensivo, las reinas en pasajes de danza del interior y de la costa. Como cantantes invitados, dos que tuvieron recientes éxitos con un nuevo disco: Camilo Sesto y Claudia de Colombia, con orquesta en vivo como corresponde a una gran producción. Y tras ellos el "ejército" de 150 utileros, tramoyistas, camarógrafos, luminotécnicos y técnicos en electrónica que lograron llegar a todos esos países con un resultado inmaculado en lo que se especulaba como examen en la búsqueda de la sede del reinado de Miss Universo para Cartagena en 1987.

Si bien los pregrabados exigieron el desplazamiento de los técnicos con una semana de anticipación a la fotogénica Ciudad Heroica y ello implicó que los desfiles, paseos, ensayos y paradas del reinado miraran hacia la cámara de televisión, los efectos requirieron del computador para programar su utilización y hasta se llevaron dos globos de helio de más de 7 metros de alto para subrayar el nombre de la programadora en la transmisión, con lo cual se adelantó en recursos a los empleados el año pasado; no obstante, lo más exigente desde el punto de vista televisivo, estuvo dentro del Teatro Getsemaní.

Seis cámaras ubicadas con una estrategia de angulación, sirvieron con ayuda de la escenografía, para crear la magia de un juego de espejos. La pasarela en charol azul oscuro resaltaba los colores de los vestidos y a lo largo de sus 15 metros en forma de V y luego de X, permitió a las cámaras mostrar a las reinas en los 25 metros de adolorido recorrido, en todas las formas posibles: de arriba a abajo, de cerca y de lejos y en todo detalle los vestidos de gala, el más caro de los cuales, paradójico, fue el del Chocó que batió la cifra récord del millón de pesos. Para subrayar este entramado de imágenes se ubicaron escaleras en espejo y 450 bombillas que multiplicadas por el computador hicieron 36 iluminaciones diferentes.

Y todo esto, traducido a los pacientes auditorios en demoras o repeticiones, sentenció en este nuevo reinado, que ya estos en vivo tienen menos interés que para la televisión, la cual definitivamente, reina.

Fuera de concurso
·El verdadero campeón de las fiestas de Cartagena fue el diseñador Alfredo Barraza. Su éxito comenzó en 1983 cuando sirvió de diseñador a la ropa de Susana Caldas Lemaitre, pero este año desbordó todos los éxitos: en total diseñó 94 vestidos: 93 para las candidatas y uno que le regaló a la presidenta del concurso, Teresa Pizarro de Angulo.

·En materia de vestuario, dos curiosidades adicionales: los vestidos de la candidata de Risaralda, Gloria Inés Caicedo, fueron diseñados por ella misma. Esa es su profesión y la ejerce en Bogotá. El otro detalle lo dio la candidata del Chocó, María Eugenia Vega Blanco: además de lucir el vestido más caro (un millón de pesos) fue tan meticulosa que le envió a la prensa, con la debida anticipación, un boletín informando qué ropa se iba a poner en cada una de las ocasiones.

·Los costos del vestuario son los más elevados dentro del presupuesto de las candidatas. Cada una debe llevar por lo menos catorce trajes y el costo total, en promedio, llega a los tres millones de pesos.

·Los premios que en el curso del año de reinado ganará la reina Patricia López Ruiz, suman seis millones de pesos. Un poco más de la mitad son el dinero (especialmente en contratos publicitarios) y otro tanto en especies, dentro de las cuales están los viajes a que estará invitada la nueva Miss Colombia.

·Si el año pasado el show masculino se lo ganó el mejicano Guillermo Capetillo, en este 86 ese favoritismo y atención se lo disputaron dos personas: Patricio Escobar, director de turismo del Paraguay, quien actuó como jurado, y el Fercho Durango el personaje de la telenovela "Gallito Ramírez", que no se cansó de firmar autógrafos.

·Que esos dos personajes hubieran arrancado admiración, es una curiosidad. El primero porque ser director de turismo del Paraguay, con todo y cataratas del Iguazú, no deja de ser algo cercano a lo insólito. Y que el Fercho Durango, que no es costeño, sea ídolo entre los costeños por representar en televisión el papel de un costeño, es mucha gracia.

·La más poética de las declaraciones la dio la candidata de San Andrés, Inelsa Puello Joy. Cuando le preguntaron de amores, descolgó a un reportero con esta respuesta: "Mis secretos románticos sólo los conoce la mar".

·Un chisme. Simple chisme: que cuatro de las candidatas de este 86 habían puesto su nariz en las manos de un cirujano plástico.

· Según algunos, en este año hubo mucha más pólvora en las fiestas que en años anteriores. Cada buscapiés simple tiene un costo de veinte pesos y explotaban por millares. Pero los polvoreros se han sofisticado y para este año estrenaron un artefacto más potente que cuesta cincuenta pesos cada uno
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El año pasado todo el programa del concurso se trastornó por la toma del Palacio de Justicia. Este año, en cambio, hubo normalidad en ese sentido con una sola excepción: la pelea del Happy Lora, el sábado en la noche, obligó a retardar la iniciación de uno de los bailes con reinas a bordo.