Especiales Semana

Más que lo colonial

No resulta fácil valorar el patrimonio arquitectónico, en particular el contemporáneo. Esta es una tarea que no es asunto de especialistas sino de interés general.

Alberto Escovar *
25 de junio de 2005

En 1882, frente a la construcción del Capitolio Nacional, el diplomático argentino Miguel Cané no dudó en afirmar que el autor de su diseño "debe haber tenido por ideal un dado gigantesco. Algo cuadrado, informe, plantado ahí como un monolito de la época de los cataclismos siderales. A la entrada, pero dentro de la línea de la edificación, una docena de enormes columnas concluyen truncas? en el vacío. No sostienen nada, no tienen misión de sostener nada, no sostendrán jamás nada". En realidad sí llegaron a sostener algo, pero hubo necesidad de tener mucha paciencia. La construcción de este edificio, que se inició en 1848 durante la primera administración del general Tomás Cipriano de Mosquera, sólo terminaría en 1927, casi 80 años después de haber sido puesta su primera piedra. De otra parte, un siglo después de Cané, el arquitecto e historiador Carlos Niño escribiría sobre esta edificación que "democracia y austeridad clásica, historia y rigor planimétrico, principios vitruvianos, potencialidad simbólica y relaciones urbanas, son los conceptos que rigen la definición de su proyecto". Como se podrá ver, estas apreciaciones están distantes del "dado gigantesco, cuadrado e informe" que vio el distinguido visitante argentino.

Sin embargo, sería injusto ahora sentenciar a Cané por haber pensado en su momento algo que muchos bogotanos compartían y que fueron también incapaces de ver en esta edificación: algún tipo de valor arquitectónico o estético. Este es uno de los problemas que enfrenta la valoración del patrimonio arquitectónico y que consiste en la dificultad de ser apreciado por sus contemporáneos. Sorprende que el mismo Cané, que veía con tanto desdén el Capitolio Nacional, mostrara una mayor simpatía hacia una construcción colonial. Por esa razón, al entrar en la Iglesia de San Francisco se mostraba indignado porque el artesonado mudéjar de su nave central había sido pintado por un "cura imbécil y colorista que arrojó sobre éste un tarro de añil diluido, encontrado en un rincón de la sacristía".

Los criterios que se tienen en cuenta en el momento de hacer una valoración patrimonial arquitectónica, por consiguiente, se modifican en el tiempo, y en ocasiones se paga un alto precio por ello. La conservación o la destrucción de la iglesia y el convento de Santo Domingo en Bogotá fueron motivo de una álgida discusión en la década de los años 30 del siglo XX. Se requería ampliar la Carrera Séptima y en su camino se interponía esta construcción como un obstáculo. Si bien se reunieron firmas para asegurar su conservación, el presidente Eduardo Santos, quien finalmente firmó el decreto de demolición, afirmaba: "Me atrevo a pensar que ese claustro perdió hace muchísimos años el valor que pudiera tener. Como obra arquitectónica nunca ha tenido valor considerable: no resiste la comparación ni siquiera de lejos, con los maravillosos claustros quiteños y menos aún con los que en Europa se conservan en muchas partes como recuerdos vivos del arte de otra época", y remataba diciendo que "lo que hoy hacemos es extenderle la partida de defunción y abrir el campo para la nueva ciudad que todos anhelamos y que urgentemente se requiere". Hoy en día la pérdida de este conjunto arquitectónico es considerada como uno de los mayores atentados contra el patrimonio cultural de la Nación.

En el caso del patrimonio arquitectónico hay que agregar otro aspecto que tiene que ver con la percepción misma que de la arquitectura tiene cualquier ciudadano. El arquitecto Leland Roth considera que la arquitectura es el arte inevitable. Despiertos o dormidos, durante todo el día o la noche, estamos en edificios, en torno a ellos o en espacios definidos por ellos. Si así lo quisiéramos, podríamos seguir nuestro ciclo vital sin tener contacto alguno con la pintura, la escultura o cualquier otro producto artístico, pero no sin la arquitectura. Esta determina en muchos casos nuestra conducta y en ocasiones condiciona nuestro estado anímico. En la arquitectura no sólo se refugia el hombre de los elementos naturales, sino que deja una crónica construida de sus actividades y aspiraciones. El arquitecto Louis Kahn escribió que "la arquitectura es lo que la naturaleza no puede hacer" y, por consiguiente, el hombre pertenece a la categoría de los animales que construyen como los pájaros, las abejas o las termitas. Sin embargo, y a diferencia de éstos últimos, el ser humano en sus obras expresa en materiales como la madera, la piedra, el metal o el ladrillo, sus sentimientos y valores en lo que considera importante o necesario y que puede ir desde un paradero de buses hasta una catedral. Sin embargo, muchos de nosotros somos incapaces de valorar, entender o siquiera sospechar el mensaje o significado que encierra una edificación, o el valor mismo que posee. Este parece ser un tema que por ignorancia o falta de interés la ciudadanía ha relegado en los "especialistas".

Sin embargo, confinar esta responsabilidad en estos especialistas, que oscilan entre funcionarios estatales que laboran en entidades encargadas de proteger el patrimonio hasta profesionales con maestrías o doctorados, ofrece varios inconvenientes. Por un lado, las decisiones que ellos toman desde consejos asesores o comités de patrimonio el común de la gente los ve como un atropello a sus intereses económicos. Otros esperan, por lo general de manera infructuosa, que el Estado llegue con un grupo de restauradores y les reconstruya ese patrimonio que, si es de todos, debe ser recuperado con el dinero de todos. Así mismo, los especialistas, por lo general, sólo poseen unos criterios de valoración de las edificaciones patrimoniales que son producto de su experiencia en los cargos públicos o en las tendencias académicas que han adquirido en universidades nacionales y extranjeras. Estos criterios, por lo general, no les son explicados a los propietarios de inmuebles con valor patrimonial y, por consiguiente, es entendible que éstos se vean agredidos cuando por medio de la ley protegen sus propiedades.

Quizá el criterio más generalmente aceptado de valoración arquitectónica parece ser el temporal. Las edificaciones, como las personas, pueden llegar a jubilarse y es en ese momento cuando se empiezan a considerar importantes, pero también inútiles. Este criterio ofrece inconvenientes para sus contemporáneos, como lo vimos con el Capitolio Nacional. Así mismo, no siempre es infalible, como sucedió con la iglesia y el Claustro de Santo Domingo. También puede llegar a ser discutible desde un punto de vista histórico. Para muchos, el hecho de que una edificación haya sido erigida durante la Colonia es motivo de orgullo y, por consiguiente se debe asegurar su conservación. Sin embargo, podríamos preguntarnos también por qué debemos vanagloriarnos de una construcción que se levantó precisamente cuando dependíamos de otra nación y no éramos autónomos de nuestros actos. Difícilmente así un inmueble podría encerrar la identidad nacional o constituirse en su patrimonio. Sin embargo, así es.

Como lo son también las iglesias neogóticas o las diversas edificaciones públicas neoclásicas que construimos a lo largo del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX y que, generalmente, sin mayores consideraciones estéticas, son denominadas "republicanas". O las casas que tienen influencias egipcias, francesas, californianas o de cualquier latitud; por no mencionar, retomando a Cané, esos "dados" blancos y ausentes de decoración que nos legó la modernidad en la Ciudad Universitaria en Bogotá o en la estación de ferrocarril de Buenaventura. También son patrimonio arquitectónico los más recientes juegos de luz, textura y fluidez espacial llevados a la piedra y al ladrillo por Rogelio Salmona en la Casa de Huéspedes Ilustres en Cartagena o en la Torres del Parque de Bogotá.

Estos simples ejemplos no son patrimonio arquitectónico simplemente porque lo hayan determinado así unos especialistas. Lo son porque conjugan la sabiduría de lograr manejar un material, con la exigencia de responder de manera adecuada a una necesidad práctica una claras determinantes económica, política y social. Al tiempo que consiguen expresar un sentimiento en donde se refleja la huella de una cultura en su esfuerzo por compenetrarse con un entorno. Esta es quizá la razón por la cual muchos centros urbanos y estas edificaciones terminan convirtiéndose en recipientes de identidad y de memoria colectiva, y por consiguiente se constituyen en una parte de nuestro patrimonio cultural.

Esta memoria colectiva es importante porque en ella encontramos las pistas suficientes para descifrar nuestra identidad, que no es única sino que, por el contrario, ha sido el producto de una diversidad étnica y racial. Así mismo, es en este patrimonio cultural construido en donde encontramos también materializado el esfuerzo de personas que, en medio de las guerras, las estrecheces económicas o un incipiente desarrollo técnico, se enfrentaron a la complicada tarea de levantar ciudades y edificios lo suficientemente bien como para que pudieran ser apreciados y admirados por sus descendientes.

Es un esfuerzo que se vio retribuido en el tiempo con el placer que produce visitar los centros históricos de ciudades como Cartagena, Popayán, Bogotá, Honda o Barichara. Lugares en donde se despierta la curiosidad por traspasar zaguanes, entrar a claustros e iglesias o simplemente protegerse del sol y la lluvia bajo los aleros. Por no mencionar a Ciénaga, Manizales o Salamina, trazados en el siglo XIX, con vías diagonales el primero, y rompiendo la clásica cuadrícula española, o en la cima de una montañas los dos últimos.

Quién puede no maravillarse de las construcciones militares realizadas por los españoles en Cartagena o Santa Marta, de los interiores de las iglesias de Tunja como Santo Domingo o Santa Clara o del sorprendente techo decorado de la Casa del Escribano Juan de Vargas en esa misma ciudad. Un inmueble en donde en su techumbre, y desde el siglo XVI, conviven las imágenes de elefantes, micos, un enigmático rinoceronte e innumerables figuras más. O el Conjunto Doctrinero de San Juan Bautista en Sutatausa, Cundinamarca, el mejor y más conservado ejemplo de la denominada arquitectura a "cielo abierto", que se dio también en México, Perú y Bolivia, y que para el historiador John McAndrew se constituye en "la dramática novedad arquitectónica en suelo americano antes de aparecer el rascacielos".

La agreste geografía nacional ha determinado también que dentro del patrimonio construido se cuente con excelentes manifestaciones del ingenio y la destreza para poder controlar el paisaje y hacer el medio circundante más habitable. En este punto hay que referirse al ferrocarril, con sus obras de ingeniería realizadas en la segunda mitad del siglo XIX y en la primera del XX, como el Túnel de la Quiebra o las más de 400 estaciones que aún permanecen regadas por buena parte de la geografía nacional. Pasando por singulares edificios como el Circo-Teatro de Titiribí, Antioquia, recientemente restaurado, o la antigua Estación del Cable en Manizales. Para, finalmente, llegar a este siglo con una arquitectura producto de la modernidad que así mismo ha empezado a ser conservada no sólo en sus edificaciones como el Estadio de Béisbol de Cartagena, el Edificio del Mercado de Girardot, el Centro Cívico de Barranquilla o la Plaza de Toros de Cali, sino además por sus espacios urbanos. Aquí se debe mencionar el Parque Panamericano, también en Cali, o la Plaza de Bolívar en Bogotá. En especial esta última, que cuando fue construida era considerada un "secadero de café" y que, como muchas obras de la modernidad, encierra un sentido que se escapa a la primera mirada, pero que trataré de explicar.

El lugar presentaba problemas topográficos como la pronunciada pendiente entre las carreras 7ª y 8ª que le daban a la fachada del Capitolio Nacional una sensación de inestabilidad. Este declive dificultaba la realización de actos conmemorativos y el desplazamiento peatonal. El diseño, realizado por los arquitectos Fernando Martínez Sanabria y Guillermo Avendaño, resolvió este problema de desnivel de dos maneras: con el empleo de planos alabeados que se inclinan hacia y desde un área plana triangular (donde está situada la estatua del Libertador) con su base sobre el nivel intermedio de la escalinata de acceso al Capitolio, y con un ligero elevamiento de la parte inferior de la plaza. De esta forma, la fachada del Capitolio obtuvo un frente plano sobre su escalinata, y la plaza encontró su equilibrio al estar contenida dentro del plano marcado por el borde inferior elevado sobre la carrera 8ª. Este proyecto alcanza así un gran logro urbano y arquitectónico por la coherencia compositiva que hace posible que el visitante experimente una sensación de serenidad y equilibrio que por la topografía del terreno la plaza nunca había tenido. Adicionalmente, su sobriedad destaca los edificios que la circundan, y su escala permite que quien la recorre se sienta tanto a gusto solo como en medio de una multitud.

Con este ejemplo, y de nuevo frente al Capitolio Nacional en Bogotá, terminamos un recorrido que todos los colombianos deberíamos empezar a hacer por aquellos sectores urbanos y edificaciones que se constituyen en la huella que han dejado los habitantes en este territorio, que ahora llamamos Colombia, desde antes de la llegada de los españoles. Es un patrimonio que debemos aprender a identificar, apreciar y defender para no sólo relegarle esta responsabilidad a unos pocos. Probablemente en ese momento nos preocuparíamos por incluir más ejemplos de la arquitectura del Pacífico, la Orinoquía o la Amazonía o las manifestaciones de sencilla, pero digna, arquitectura sin arquitectos, que se encuentra en nuestros pueblos y ciudades.

Hace unos años un mexicano contaba la historia del día en que su vecino del frente le timbró en la puerta y le preguntó su opinión sobre el color que había seleccionado para pintar la fachada de su casa. Este le respondió que esa era su casa y que por consiguiente podía pintarla del color que quisiera. El vecino le dijo que eso era cierto, pero pensaba que, como él vivía al frente, era realmente quien tenía que ver el color todos los días y por consiguiente su opinión era importante. Sucede lo mismo con el patrimonio cultural construido. Si bien no muchos de nosotros tenemos la suerte de vivir en un centro histórico o poseer una edificación con valor patrimonial, éstas hacen parte de nuestras vidas, las vemos en nuestros desplazamientos, las visitamos en vacaciones y, finalmente, son el vivo testimonio de un país que se ha construido con el trabajo y el esfuerzo de varias generaciones. Su conservación, por consiguiente, nos debe concernir a todos.

*Arquitecto