Especiales Semana

Más pobres y desiguales

En los últimos años hay más pobres en el país y la diferencia entre ellos y los ricos es cada vez mayor. A las clases medias tampoco les ha ido mucho mejor.

Cecilia López*
21 de diciembre de 2003

En pocos paIses como Colombia la famosa frase de Pambelé "es mejor ser rico que pobre", puede hoy tener un sentido más profundo. Actualmente ser rico en este país implica tener 73 veces más ingresos que un pobre, cuando hace 10 años la diferencia era de la mitad, situación suficientemente aberrante como para haber encendido en aquellos momentos luces rojas acerca del tipo de sociedad que estábamos construyendo.

Además, bastan unos pocos segundos de inmovilidad en un semáforo en el norte de Bogotá para corroborar que aquella otra fórmula que en tono despectivo se refería a la situación social del Chocó, por fuerza de las circunstancias terminó convertida en realidad. Ante la imposibilidad de atender la miseria chocoana, algún tecnócrata desesperado dijo, en su momento, que la solución para este empobrecido departamento era traerse a los chocoanos para Bogotá. La ineficacia de su administración pública, la corrupción de las élites locales y sobre todo la violencia política, contribuyeron a agravar las ya deplorables condiciones de ese departamento, y motivaron el desplazamiento de hogares completos hacia el que se supone es el mejor vividero del país: Bogotá.

Colombia nunca ha tenido niveles manejables de pobreza, y jamás ha sido una sociedad igualitaria. Ni siquiera cuando figurábamos como el milagro oculto de América Latina, con un crecimiento económico continuo durante cerca de 50 años, entre 1940-1998. Entonces registramos niveles de pobreza inferiores al 50 por ciento o índices de Gini inferiores al 0,50. Este último muy superior al 0,30 que caracteriza a las sociedades industrializadas. La mala distribución de ingresos, para no hablar de la distribución de la riqueza con un Gini de 0,57, siempre empeora en Colombia, no importa si la economía se dinamiza o si languidece.

La pobreza se profundiza

Después de que en 1978 el 58,1 por ciento de la población se hallaba bajo la línea de pobreza, es decir, sin ingresos suficientes para llevar una vida digna, Colombia logró reducir la pobreza al 50 por ciento en 1997. Pero la pobreza aumentó desmesuradamente en los últimos cinco años hasta llegar, en 2002, al 63,3 por ciento: aproximadamente 23 millones de personas. (Gráfica 1). En términos concretos, esto significa que para dos terceras partes de los colombianos el presente es incierto y su futuro también.

Pero así como en Colombia la diferencia entre ser rico o ser pobre es inmensa, también entre la situación de la población urbana y la rural existen muchas décadas de distancia. En la primera, la pobreza afecta al 59,3 por ciento de la población y en la segunda al 74 por ciento. Pero más grave que ser pobre es ser indigente, es decir, sin posibilidades de adquirir siquiera los alimentos suficientes para sobrevivir. La indigencia afecta actualmente al 27 por ciento de la población total, o sea a 12 millones de personas y es un fenómeno eminentemente urbano. En nuestras ciudades el nivel de indigencia pasó de 10 por ciento al 20 por ciento en los últimos cuatro años.

Tampoco debemos vanagloriarnos de la evolución de otras mediciones de pobreza, menos dramáticas, durante la década de 1990. El índice de necesidades básicas insatisfechas, NBI, que mide el porcentaje de población que no ha podido cubrir una de las cinco necesidades consideradas como fundamentales, presenta, hasta ahora, un leve decrecimiento. Sin embargo, al analizar los componentes del Indice de condiciones de vida, ICV, considerado más pertinente que el anterior porque se refiere a las potencialidades de la población, se llega a la preocupante conclusión de que no hubo mejoras en el capital humano de estos sectores, que se avanzó poco en acceso a servicios públicos, que no se redujo el hacinamiento y no se mejoró la calidad de las viviendas.

Más aún, un análisis más cuidadoso sólo aumenta la preocupación. En Colombia hay hambre y las muertes asociadas a la desnutrición aumentan significativamente, especialmente entre los ancianos, cuya tasa de defunción en esta categoría creció al 7 por ciento anual entre 1994 y 2001. Y no se trata de poca oferta de alimentos en un país donde el sector agropecuario está impulsando el débil crecimiento de la economía. Se trata, parafraseando a Amartya Sen, de la existencia de individuos que no tienen la libertad para acceder a una cantidad suficiente de alimentos.

Los pobres colombianos son muy pobres, y definitivamente no es lo mismo ser pobre en Colombia que serlo en Suecia. La línea de pobreza está en 170.000 pesos mensuales, es decir, ese es el monto de dinero que a duras penas cubre las necesidades básicas. Si se desea que todos los pobres tengan esos ingresos mínimos, se requiere, según el Departamento Nacional de Planeación, darles a cada uno de ellos un aumento del 50 por ciento de sus ingresos, lo que equivale a 85.000 pesos por persona al mes. Si existen 23 millones de pobres, sería necesario destinar 23 billones de pesos por año, o sea, el 30 por ciento del presupuesto anual del gobierno central para sacarlos de ese nivel de pobreza por un año. Conclusión: los pobres colombianos son muy pobres y además superar mínimamente la pobreza implica un esfuerzo que conlleva recursos fiscales no disponibles. Es fundamental encontrar otras salidas más complejas y estructurales pero que pasan necesariamente por allegar recursos que obviamente están en los sectores que tienen 73 veces más ingresos que los pobres.

El proceso de deterioro de los ingresos de individuos y de sus familias ha obligado a cambiar los patrones de participación laboral. Los hombres, que no habían variado su tasa de participación en el mercado laboral, en los últimos dos años volvieron a aumentarla y las mujeres han incrementado su participación laboral. Crece su participación en el mercado laboral cuatro veces más que la de los hombres, y obviamente decrece significativamente su nivel de inactividad, que de ocio tiene poco dada su sobrerrepresentación en las actividades no remuneradas en el hogar y como prestadoras de última instancia de los servicios sociales que deja de ofrecer el Estado. A las mujeres colombianas se les debe reconocer que llevan sobre sus hombros gran parte de la crisis. Pero no obstante estos esfuerzos, los únicos que han mejorado sus ingresos reales en los últimos siete años, clasificados por posición ocupacional, han sido los empleados del gobierno y las empleadas domésticas. A su vez, aquellos que menos perdieron fueron los obreros o empleados particulares mientras los patronos sufrieron la reducción más fuerte en sus ingresos.

La desigualdad

En 2000 el 20 por ciento más pobre del país recibía el 2,3 por ciento de los ingresos mientras que el 20 por ciento más rico se quedaba con las dos terceras partes de los ingresos. Esto significa que los pocos o muchos beneficios del desarrollo económico colombiano se han quedado en poquísimas manos, lo que ha anulado las posibilidades reales de atacar la pobreza. Lo más grave es que durante la última década no se logró ninguna mejoría en la distribución y, peor aún, estos niveles de concentración se empeoraron. (Gráfica 2). Si se toma el 20 por ciento de la población de los hogares y personas con mayores entradas económicas, en los últimos cuatro años, la brecha entre los más pobres y los más ricos se amplió y también creció la distancia entre los más ricos y las clases medias. Doloroso reconocerlo, pero en Colombia a los ricos les va bien en las crisis, a la clase media le va mal y a los pobres, pésimo. (Gráfica 3).

La avalancha de mendigos, vestidos con la ropa de cuando eran simplemente pobres, en los centros de diversión de las clases altas colombianas, obliga hasta al más insensible a pensar en la creciente pobreza. Pero, un problema real que no captan los ojos de los privilegiados es el impacto que tiene en el desarrollo el reducido tamaño de las clases medias colombianas. En primer lugar, éstas nunca han sido significativamente importantes en términos de población, menos del 20 por ciento, cifra que comparada con las de los países desarrollados, 60 por ciento o más, es muy baja. En segundo lugar, nunca han tenido mucho, ni ingresos ni activos; captan, si acaso, el 16 por ciento del ingreso nacional. Viven tratando desesperadamente de diferenciarse de los estratos bajos, para lo cual llegan a sacrificar hasta la calidad de los alimentos y otros rubros esenciales con tal de preservar la vivienda, matricular a sus hijos en colegios privados y mantener su automóvil de modelo viejo, cuando han logrado adquirirlo.

Su deterioro, cuantitativo y cualitativo, en épocas recientes es mucho más grave para la sociedad colombiana de lo que se quiere aceptar en los medios oficiales. Sólo unas clases medias fuertes ayudan a sacar a los pobres de su situación, porque sus integrantes se convierten en veedores de los servicios públicos, en pilares reales de la democracia y en defensores, con su poder político, de sociedades más justas. Ninguno de estos papeles puede ser desempeñado por un colombiano de clase media, cuando concentra sus energías en luchar desesperadamente para no caer en la pobreza, aunque sea por meras apariencias.

¡Qué hacer!

Esta pauperización del país parte de causas estructurales ancladas en su historia. Pero además existen todas las características negativas que la empeoran: una crisis económica de la cual aún no logramos salir, altos niveles de desempleo agravados por la informalización del poco trabajo formal que queda, situaciones catastróficas, inundaciones, terremotos, veranos, y, sobre todo, el peor y más largo conflicto armado de América Latina. Es impostergable empezar a trabajar en serio para cambiar el modelo de sociedad que hemos creado. Y esto exige tomar decisiones drásticas.

No se trata simplemente de aumentar el gasto social, cuyo objetivo es mitigar los efectos de la pobreza y preparar a los pobres para superarla, pero que a pesar de todo de ninguna manera toca la desigualdad. Aún con esos objetivos limitados, el Estado colombiano que destina entre el 10 por ciento y el 14 por ciento del PIB y 40 por ciento de sus ingresos a estos fines, no ha tenido el éxito esperado. Las filtraciones del gasto público son inmensas, y mientras las instituciones públicas no son adecuadas, el sector privado en el área social, con su objetivo de maximizar ganancias, tampoco ha tenido éxito. Esta ineficacia del esfuerzo fiscal tiene raíces profundas. El Estado colombiano ha sido capturado por unos grupos de interés con fuerte respaldo político, que lo obligan a responder a demandas muy particulares o a clientelas específicas. Mientras esto no cambie, no hay gasto social que valga, ni siquiera para sólo atacar la pobreza.

Tampoco se trata de quitarles todo a los más pudientes, pero sí es fundamental que este grupo reconozca los peligros de seguir cerrando el círculo del poder, y decida contribuir a las soluciones, por su propia supervivencia. Más que dar limosnas a los que nada o poco tienen, el país tiene que atacar la concentración de la riqueza, sin lo cual la pobreza no se resuelve. La desigualdad de ingresos, de riqueza y de oportunidades es el meollo de la grave situación social colombiana que ya se ha convertido en crisis humanitaria. Para que se sacudan los indiferentes, en términos de concentración de ingresos estamos iguales a Zimbabwe y vamos en camino de ser la Nación más desigual de nuestra región.

Se empieza por reconocer esta realidad como el punto de partida para entender la compleja situación social. Si esta fuera una verdadera democracia, debería ser una decisión política el abordar seriamente su solución. Es fundamental iniciar el proceso dándole acceso al resto de la población especialmente a los pobres, a los activos, educación, tierra, y crédito, entre otros. Es indispensable reconocer que la desigualdad nace de unas políticas económicas que favorecen a unos cuantos y perjudican al resto. El Estado tiene que asumir el rol protagónico que le corresponde en el tema de la equidad, romper ataduras con las clientelas y responder a la verdadera política que vela por el bienestar de toda la sociedad. Se necesitan recursos fiscales adicionales, no exprimiendo a los de siempre sino a aquellos que no dejan tocar su riqueza y sus rentas.

La conclusión es obvia: la pobreza es sólo la punta del iceberg del verdadero problema del país, injusticia en el manejo económico y falta de democracia en la política.

*Presidenta de la Fundación Agenda Colombia.

celopezm@aol.com