Especiales Semana

NERUDA: SOL Y SOMBRA

Semana Libros ofrece dos aproximaciones opuestas a la obra del poeta chileno de quien este año se conmemoran 100 años de su nacimiento.

Juan Gustavo Cobo Borda
18 de abril de 2004

TODOS LOS NERUDAS





Delgado, narigón y taciturno" lo pintó Luis Alberto Sánchez, al hablar de sus mocedades, y también caracterizó muy bien su voz al definirla como monótona y cavernosa, "de bonzo en día de fiesta". Voz que se alarga, que se arrastra y nos envuelve con su lentitud geológica, que nos ahoga con sus pasiones minerales y sus iracundos arrebatos, que termina por cercarnos con su mar de raíces envolventes. Qué poco conocemos a Neruda, con su tono monocorde y su haz de relámpagos certeros.

Siempre vuelve, una y otra vez, a ese sur que lo vio nacer, a esos rebeldes araucanos y a ese padre ferrocarrilero que no amaba demasiado la poesía pero que tampoco soportaba comer solo. Invitaba a quien quiera que pasaba por la calle. De ese vaivén incesante está hecha su obra. Y su figura.

El sombrío murciélago romántico de la adolescencia y el ya sagaz lector que recurría a Gabriela Mistral para conocer a los novelistas rusos. El provinciano que arribaba a la capital para ser profesor de francés pero en realidad para leer a Víctor Hugo, Rimbaud, Lautremont y Baudelaire, sobre quienes siempre retornaría, hasta el final.

Fue siempre un poeta hambriento de cosas. De chécheres y frascos. De amigos y mascarones de proa. Pero fue también un solitario inerme y estremecido, que conoció el exilio, el silencio y la astucia.

En el oriente aprendió a callar y de allí surgiría (1925-1935) ese oscuro terremoto submarino que fue Residencia en la tierra. El poeta feliz con su dolor de "Me gustas cuando callas porque estás como ausente", ya aureolado por el reconocimiento inmediato de sus Veinte poemas de amor (1923-1924), se distanció de su gloria. De la crapulosa bohemia local y exploró, en sí mismo, las vetas de lo que muere, se desgasta y agoniza: el ser humano.

Es el trance visionario previo al asesinato de su entrañable Federico García Lorca. Se transformó entonces en un poeta militante que siempre amó a Quevedo y que mandó al general Franco a los infiernos:

"Solo y maldito seas,/ solo y despierto seas entre todos los muertos,/ y que la sangre caiga en ti como la lluvia,/ y que/ un agonizante río de ojos cortados/ te resbale y recorra mirándote sin término".

Cantó entonces a la Unión Soviética y al padrecito Stalin, y sus amigos más cercanos parecían darle la razón en ese compromiso político: Alberti, Aragón, Eluard, Asturias. Fabricó entonces una mala poesía de propaganda y llegó a ser elegido senador por el Partido Comunista chileno y por los mineros del salitre y el cobre. Sólo que el porvenir de banderas rojas se clausuró muy pronto: González Vidale, el traidor, le obligó a dejarse la barba y andar clandestino por su Chile secreto.

Irónicamente habría que agradecerle la motivación para ese exuberante Canto general (1938-1949) donde toda América queda resumida en una enciclopedia en verso, desde Machu Pichu hasta la intuición desnuda con que se compenetraba con otros seres, llámese el conde de Villamediana, Hernando de Magallanes, Francisco Miranda o Simón Bolívar:

"Bolívar construía un sueño,/ una ignorada dimensión, un fuego/ de velocidad duradera,/ tan incomunicable, que lo hacía/ prisionero, entregado a su substancia".

He aquí El general en su laberinto. Ya Neruda lo había dicho todo.

Descansó e hizo turismo a costa del internacionalismo proletario de entonces y ahora me divierte comprobar cómo el incorregible enamorado que era Neruda planeó y usó las reiteradas invitaciones, regalías y premios de los países socialistas para programar sus adúlteros encuentros clandestinos con Matilde Urrutia. De allí Los versos del capitán (1951-1952). De allí el libro, la obra de teatro, la película que hicieron famoso a Antonio Skarmeta: El cartero de Neruda.

Pero la bohemia de este poeta, trabajador incansable, verso a verso, vino a vino, no lograba apaciguar su lucidez descarnada: "Escribo para el pueblo, aunque no pueda leer mi poesía con sus ojos rurales". Por ello se permitía el juego revelador de su Estravagario (1958), en el que el disparate revelaba el absurdo de las cosas, incluida, por supuesto, la política.

La mezquina e injusta carta abierta de los intelectuales cubanos en contra de Neruda, por haber visitado Estados Unidos y leído sus poemas, tan admirador siempre de Walt Whitman, bien podría mostrar, a partir de 1966, los duros años de lucha que aún le aguardaban. Encabezada por Nicolás Guillen, y urdida, con la aquiescencia de Fidel Castro, por Roberto Fernández Retamar, bien supo Neruda como toda ella era una maniobra a costa suya para cuestionar el Partido Comunista chileno.

Neruda siguió adelante. Vio la invasión rusa a Checoslovaquia. Aceptó ser candidato a la presidencia para luego de lograr la unidad de la izquierda cederle el paso a su amigo de tantos años Salvador Allende; defender, en París, como embajador, la nacionalización del cobre y pelear por la deuda externa; ganar en 1971 el Nobel y enamorarse, siempre inmaduro, de una pariente de su mujer.

Destruyeron su casa, rasgaron sus cuadros, rompieron sus libros. Franco había resucitado en Pinochet. Murió Neruda (1973). Su poesía sigue viva.



REINCIDENCIA EN LA TIERRA

Juan Manuel Roca **



Hace poco fui en Madrid a la Residencia de Estudiantes, mítico lugar donde García Lorca vivió y fraguó su teoría y juego del duende. Se llevaban a cabo las jornadas de homenaje a Pablo Neruda.

El chileno fue recordado entre otros por su paisano Gonzalo Rojas que, incondicional de nadie, ni siquiera del viejo Papa de Temuco, no abandonó su humor. Imitó, con afecto socarrón, la voz de fuelle de Neruda, ese sonido de bandoneón apagado por la sordina de su sopor.

La sensación fue curiosa. Los invitados no se entregaban del todo a la celebración. Si el festejado hubiera podido asistir -todo homenaje postmórten tiene algo de mansalva- a lo mejor habría dicho a los oferentes: "me gusta cuando callan, porque están como ausentes".

Es difícil que un poeta de su estirpe no tenga contradictores. Además de una corte de celebrantes. Todo lo anterior sirva para señalar que el legado de Neruda no puede dejar de verse sino entre luces y sombras, entre agujas de plata perdidas en el pajar del lenguaje, entre cierta hojarasca y acento telúrico que ha envejecido, pero también a través de sus grandes instantes.

Aun hay los que se solazan con su Canto general -Harold Bloom cree que Borges se burlaba de este en El Aleph-, los que aman su estereotipado americanismo o buscan versos rescatables en su Incitación al nixonicidio, malos versos de puño cerrado.

Sus loas a Stalin, primero, y luego sus diatribas, su rol de poeta convertido en boca de partido, resultan francamente deplorables.

Hacer un balance de su obra es recordar Residencia en la Tierra y la surrealidad cotidiana de Estravagario que lo llevaba a sentirse "ciudadano de las ferreterías". De hecho, su casa en Isla Negra parece una inmensa bodega, una cacharrería donde hay clavos, ojos de buey, caracolas, brújulas rotas, lo más parecido a su enumerativa poesía. Neruda tuvo ojos para las cosas elementales. Mezcló en su marmita rosas y congrios, crepúsculos, rieles y catres de hospital como un Rey Midas que lograba convertir el lodo en oro. Pero no pocas veces ocurría a la inversa y convertía el oro en guano. Sus celos con Huidobro y, según Larrea, con Vallejo, su comunismo y su glotonería de viejo tragaldabas conforman un perfil humano, demasiado humano para que su nombre evoque el de una deidad.

Hay momentos de su vida y de su obra que nos hacen quitar el sombrero. ¿Cómo no quitárselo ante la descripción de Miguel Hernández, ante su libro sobre España y su elogio de Allende? ¿Cómo no quitárselo frente al Tango del viudo o La Sirena y los borrachos, frente a sus Odas con cebollas y alcachofas y su deseo de engullirlo todo como un Rabelais americano?

No he oído la expresión ponerse el sombrero en señal contraria a la admiración. Pues bien, hay momentos de su vida y de su obra que nos hacen poner el sombrero. ¿Cómo no ponerse el sombrero frente a sus torpes panfletos, a su mesianismo, a cierta demagogia, a los pésimos poemas contra González Videla, no por fustigantes sino por ripiosos, a su poesía de circunstancias?

Se dirá que lo expresado parece la relación amor-odio que se tiene con el padre. Pero no es justo mirar a Neruda por un solo lado del catalejo, el que lo distancia y no el que lo aproxima, o viceversa. Algo de envidia habrá. Miguel Méndez Camacho lo dice bien: "No le permito tamaña humillación. Tan grave ofensa como escribirle un verso a la cebolla y hacerlo bien". No es elegante quizá la reticencia en un homenaje. Pero don Neftalí, más que sus epígonos, sabrá perdonarlo.