Especiales Semana

Ni fumigar ni legalizar

Las políticas represivas para eliminar los cultivos ilícitos fortalecen este negocio ilegal y avivan el conflicto. Hay que repensar de nuevo esta lucha.

7 de septiembre de 2003

A comienzos del siglo XX el periodista John Reed dijo que las guerras crucifican la verdad. Y la guerra contra las drogas, impulsada por y desde Estados Unidos (donde deja 16.000 muertos al año, muchos más que los que produce el terrorismo, entre consumidores y personas asociadas al negocio), no es la excepción. Como las políticas actuales contra el narcotráfico están inspiradas en el puritanismo, una opción ética que aboga por el perfeccionismo moral, tienen más el tinte de una cruzada que pretende eliminar la producción de todo tipo de sustancias ilícitas para de esta forma acabar con el consumo.

Este ideal y la guerra que impulsa 'crucifican' una verdad que no puede ser ocultada por más tiempo: ni el consumo ni la producción pueden acabarse. Si esto fuera posible la guerra que se libra contra las sustancias ilícitas desde 1961 habría disminuido el número de consumidores en todo el mundo. Y esto no ha ocurrido, ha sucedido todo lo contrario. Hoy existen 200 millones de consumidores de drogas. Por eso la opción más racional y realista es tratar de reducir al máximo los daños derivados del narcotráfico.

Colombia está en el corazón de esta pelea por ser el mayor productor mundial de cocaína del mundo y durante 20 años ha intentado erradicar por medio de la fumigación los cultivos ilícitos de coca. Sobre este tema tan complejo el informe hace propuestas audaces y controvertidas, que rompen con los paradigmas tradicionales sobre la relación entre conflicto y drogas (ver recuadro).

De entrada se opone a la legalización de las drogas como solución al problema por los daños sociales que acarrearía el consumo. A cambio propone que Colombia promueva un nuevo convenio internacional de lucha contra las drogas que oriente sus baterías contra los eslabones intermedios de la cadena del narcotráfico, en los que se genera el mayor valor agregado de las sustancias ilícitas. Esto supondría acabar con las fumigaciones y redoblar los esfuerzos en la interdicción aérea y marítima, que sí golpea a los capos y no aumenta el paraguas de la ilegalidad (ver recuadro). A nivel local la Policía focalizaría su fuerza en reprimir a los intermediarios (chichipatos) que compran la droga a los campesinos y asumiría las funciones que hoy tiene el Batallón Antinarcóticos del Ejército, que debería desaparecer y su pie de fuerza concentrarse en actividades de orden público y seguridad ciudadana.

El informe también propone que se haga un censo nacional de cultivos para discriminar a los campesinos rasos que siembran coca para sobrevivir de los dueños de cultivos industriales. Estos tienen que ser perseguidos y sus plantaciones destruidas con rigor por medios no químicos. A los primeros, en cambio, hay que ofrecerles oportunidades de erradicación manual, pagarles por hacerlo y concertar con la comunidad internacional que este servicio se convierta en pago de deuda pública.

Quienes lo deseen podrían ser reubicados dentro de la frontera agrícola y trabajarían en proyectos productivos que puedan ser comercializados a través de ventanas de mercado, que serían identificadas por un sistema de información especializado. Las comunidades que insistan en permanecer en zonas con ecosistemas frágiles y poco propicios para la agricultura productiva podrían recibir regalías ambientales por cuidar el entorno. Por último, el informe pide que la Ley de Preferencia Comercial Andina para la Erradicación de Narcóticos (Atpdea) incluya exenciones arancelarias para productos agrícolas de sustitución. Todo esto contribuiría a reconstruir el tejido social en el campo y le quitaría combustible al conflicto colombiano.

Recuadros

Falacias de la relación droga-conflicto

No rotundo a la fumigación