Especiales Semana

Primero el campo

Los campesinos de Colombia son los guardianes de una sabiduría invaluable que está amenazada por el creciente monopolio de la modernidad.

Darío Fajardo Montaña*
25 de junio de 2005

En la conflictiva antesala de los acuerdos del TLC, y cuando el tema de la distribución de la tierra reaparece a propósito de la concentración de propiedades agrarias en manos de paramilitares, el campo y los campesinos vuelven a reclamar su espacio en la sociedad nacional. En este contexto quedan en evidencia el peso y la complejidad de nuestra agricultura, representados en sus aportes al abastecimiento alimentario y, más de fondo, la participación del campo en la construcción de país.

En la composición de nuestro abastecimiento alimentario cuentan los bienes producidos por las agroindustrias nacionales, las importaciones y, con un peso considerable, los proporcionados por las agriculturas campesinas. En ellos, representados especialmente por hortalizas y tubérculos, cuentan de manera definitiva las tecnologías de la "revolución verde", como se ha llamado al conjunto de prácticas productivas que incluyen la utilización de semillas genéticamente intervenidas y acompañadas con agroquímicos que les garantizan altos rendimientos, así como también cultivos y prácticas tradicionales derivadas de nuestra historia biológica y cultural.

Estos cultivos y prácticas tradicionales forman parte de nuestra herencia como Nación y, por las razones que vamos a examinar, los campesinos parecen haberse convertido en sus principales protectores.

Desde que empezaron a habitar nuestras regiones, los campesinos contribuyeron a la formación de este patrimonio construyendo y articulando paisajes y seleccionando y domesticando plantas de usos alimenticios, medicinales y textiles.

La llegada del régimen colonial deshizo muchas de las comunidades aborígenes y fue el marco de una recomposición social: la administración estatal se articuló sobre las redes de ciudades y dejaron grandes territorios fuera de su control que se convirtieron en núcleos aldeanos de indios, mestizos y blancos ligados a las actividades agrícolas, artesanales y mineras. También se conformaron comunidades independientes compuestas por indios, negros cimarrones y mestizos, fugados los primeros de las reducciones, y los segundos, de las minas y haciendas, todos ellos en rebeldía frente al poder colonial, que mantuvieron contacto con grupos que el establecimiento no logró dominar.

Este panorama, influido por la rebeldía campesina ante los intentos del régimen por dominarlos, generó, a finales del siglo XVIII, las primeras protestas de los campesinos y artesanos del hoy oriente santandereano y de otras provincias que, tempranamente, contribuyeron a la formación del proyecto político de la emancipación. De estas comunidades habrían de surgir, años más tarde, los mártires de la Independencia.

La segunda mitad del siglo XIX supuso grandes retos para el campesinado cuando, por las construcciones de carreteras que querían hacer los beneficiados con las tierras expropiadas por el Estado a las comunidades religiosas e indígenas, vieron amenazado su territorio. Los hacendados, apoyados en la fuerza de sus bandas armadas y por las 'guardias departamentales', les exigieron el pago de rentas en trabajo o en especie como condición para permanecer allí. Esto generó extendidas protestas en los dos primeros decenios del siglo XX y contribuyó a formar la historia de conflictos en la que debieron afianzarse los diversos tipos de comunidades campesinas que encontramos en el presente en los núcleos veredales andinos de indígenas y los asentamientos de afrodescendientes del Pacífico, y el medio y el bajo Atrato.

La derrota del reformismo liberal de 1930, reafirmada con la guerra civil de los 50, cayó en gran parte sobre los hombros del campesinado. Las masacres de comunidades enteras y el desmantelamiento de las colonizaciones y parcelaciones del norte del Valle, gran Caldas, Tolima y occidente de Cundinamarca obligaron a los sobrevivientes, expulsados de sus tierras, a iniciar nuevas colonizaciones en el alto Ariari y a grandes desplazamientos hacia las ciudades en los años 60.

Pocos años más tarde, ya en los 70, se implantó en nuestra agricultura la 'revolución verde', corazón del programa de Desarrollo Rural Integrado(DRI), que, a través del sistema de créditos subsidiados y de asistencia técnica, indujo a una creciente proporción de campesinos a sustituir sus cultivos tradicionales por una canasta reducida de productos orientada hacia los mercados.

El desarraigo sistemático que en los 50 y los 60 azotó en especial a los departamentos de Caldas, Huila, Tolima, Santanderes y Valle del Cauca, se extiende también en la actualidad a las regiones de frontera del Caquetá, Chocó y la Costa Pacífica. Los viejos conflictos agrarios, que dieron triunfos al latifundio con el desalojo de las parcelaciones y colonizaciones campesinas y ahora alimentados por el narcotráfico, se han convertido en verdaderas guerras por los territorios que amplían cada vez más el índice de desplazados.

Esto hizo que fueran vanos los esfuerzos hechos a comienzos de los 90 por mostrar una imagen de país al que sólo le faltaban algunos retoques postmodernos para estar muy cerca "al primer mundo": más del 60 por ciento de los llamados "asentamientos urbanos" de nuestras urbanizaciones son localidades pequeñas, menores de 10.000 habitantes y en buena parte dedicadas al campo y a la agricultura.

Por otra parte, los estudios sobre el abastecimiento alimentario de las ciudades muestran que más del 50 por ciento de estos bienes los proporcionan productores campesinos que hoy reclaman ser tenidos en cuenta en las políticas de abastecimiento alimentario.

Estas cifras expresan las pronunciadas diferencias regionales del país: así, en la Amazonia y la Orinoquia la población rural es el 65,3 por ciento del total, en tanto que en la región oriental es del 28 por ciento, variaciones que expresan las condiciones del desarrollo socioeconómico y territorial en cada uno de esos espacios.

De otra parte, y como bien se sabe, las economías regionales son bastante heterogéneas y comprenden diversas estructuras productivas que incluyen sistemas agroindustriales, agrícolas, extractivos y minero-extractivos en donde la producción campesina, sustentada en la mano de obra familiar, participa en diversas proporciones. Según los estudios de Jaime Forero, investigador de la Universidad Javeriana, para los años 1999-2001 esta participación representó el 67 por ciento de la superficie cosechada y el 58 por ciento del valor de la producción.

Esta participación es particularmente llamativa en cuanto al aprovisionamiento alimentario de los mercados citadinos. En el caso de Bogotá, los 2,8 millones de toneladas de alimentos que ingresaron a la capital en 2002 fueron provistos por 501 de los 1.089 municipios del país y, de ellos, el 35 por ciento fue producido por economías campesinas, de áreas rurales de Bogotá y otros departamentos.

Si bien estos alimentos, en particular hortalizas y tubérculos, se cultivan con las tecnologías de la 'revolución verde', una parte importante de los pequeños productores conserva cultivos tradicionales, de origen precolombino, como se observa en los cada vez más visibles 'trueques' y 'mercados campesinos'.

Estos eventos, que revalorizan la preservación y el intercambio de semillas, son prácticamente la única posibilidad que existe en el presente para proteger estos materiales genéticos ante las políticas de desfinanciación de la capacidad investigativa del país, iniciadas a comienzos de los años 90, en tanto que se transfieren ingentes recursos al Centro Internacional de Agricultura Tropical (Ciat), con la sorprendente idea de financiarle investigaciones a esta transnacional, para luego comprarle sus resultados en los marcos de la comercialización de las tecnologías agrícolas.

Los sistemas de patentes con los que se está implantando la biotecnología y que forman parte de estos marcos, apuntan a asegurar y ampliar los mercados para las transnacionales y, de paso, controlar todas las realizaciones logradas en la formación de los patrimonios genéticos de los pueblos. Frente a este riesgo real, es necesario asumir la defensa de nuestro patrimonio, a partir de su valoración, del reconocimiento de cómo se ha forjado y de quiénes han participado en esa construcción para convertirla en parte de nuestra memoria, enriquecerla y a hacerla parte de nuestro futuro.

*PhD en Antropologia social, Profesora Departamento de Antropología, Universidad de los Andes, Mayo, 2005