Especiales Semana

Tres historias de Mayo

El escritor argentino hace una radiografía de las ilusiones y las desilusiones de un año convulsionado por La primavera de Praga, la masacre de Tlatelolco y los asesinatos de Robert Kennedy y Martin Luther King. Por Tomás Eloy Martínez*

3 de mayo de 2008

En la memoria, 1968 fue un año glorioso. Pero en verdad estuvo sembrado de malos presagios y desdichas. Recuerdo muy bien los últimos días de mayo. Yo acababa de llegar a París, donde me fui a vivir al hotel de siempre, en la Rue du Seine.

La efervescencia de los disturbios estudiantiles y de las huelgas de la fábrica Renault seguía tan viva como el polen de la primavera.

Los cercos de hierro alrededor de los castaños, en el boulevard Saint-Germain, estaban arrancados o torcidos; en algunas calles aún se veían los adoquines levantados, y los estudiantes seguían predicando su odio contra Charles de Gaulle y el primer ministro Georges Pompidou en las incendiarias tertulias de los cafés. Los ecos de la revuelta no se habían borrado de los muros de la Sorbona y de las casas cercanas al Odéon.

Anoté los graffiti que más me impresionaron y, cuando me crucé por casualidad en la rue Jacob con Julio Cortázar, vi que él también los había registrado en una libreta.

Eran más de 50, pero en mi memoria, y en la de casi todos, han quedado sólo unos pocos que se han convertido ya en refranes populares: 'Prohibido prohibir', 'La imaginación al poder', 'Vivir el presente'.

Cortázar tenía una cita con unos amigos en el café Deux Magots y lo acompañé hasta allí. Cinco años antes, cuando lo conocí, su obsesión eran las utopías individuales y las rarezas en los márgenes de la realidad.

Ahora no: lo desvelaban las utopías colectivas, la fe en un mundo regido por la justicia y la igualdad entre los seres humanos.

"El futuro está al alcance de la mano -me dijo-. Por fin empezamos a vivir en un estado de revolución permanente".

Era una fe que compartían casi todos los grandes escritores latinoamericanos de aquellos años. A fines de aquel mismo 1968, Octavio Paz renunció como embajador de México ante la India en protesta por la matanza de Tlatelolco.

"El asesinato de los estudiantes fue un sacrificio ritual -declaró al diario Le Monde-. Se quiso aterrorizar a la población usando los mismos métodos de sacrificios humanos de los aztecas".

Los dramas colectivos y los ideales de justicia desvelaban también entonces a Mario Vargas Llosa. "En el socialismo que los escritores ambicionamos -decía dos años antes, en 1966-, no sólo se habrá suprimido la explotación del hombre: también se habrán suprimido los últimos obstáculos para que el escritor pueda escribir libremente lo que le dé la gana".

Para casi todos, incluido el propio Vargas Llosa, la libertad era un valor esencial, pero de segundo orden. Para que la libertad fuera posible, antes había que construir un mundo de justicia, sin ricos ni pobres, y la justicia debía ser igual para todos.

El violento 1968

Las ilusiones del Mayo francés fueron tan fugaces como las de Praga, donde esa misma primavera se predicaba también el "socialismo con rostro humano".

Las izquierdas creían que los pueblos arderían en cólera y que los opresores serían expulsados del inevitable paraíso, pero la realidad rara vez confirmaba esas esperanzas.

En abril de aquel mismo 1968, Luther King fue asesinado en Memphis por un fanático racista; en junio, Robert Kennedy sucumbió a las balas de un palestino vengativo.

Casi todos los países de América Latina fueron cayendo, uno tras otro, en manos de obtusos generales nacionalistas que predicaban sangrientas cruzadas contra enemigos de la cristiandad y de los valores de Occidente.

El futuro parecía estar ahí, pero en verdad el futuro con el que soñaban los grandes escritores del boom era ya puro pasado.

Las ilusiones de felicidad colectiva tuvieron una expresión final en julio de 1969, cuando los astronautas de la misión Apolo 11 pusieron el pie en la Luna y convirtieron en verdad histórica lo que había sido un mito imposible de la especie humana. Tal vez en ese momento empezó el tercer milenio.

Cuarenta años después queda muy poco de todo eso. Nadie podría decir si los miles de seres que perecieron en las cárceles y en los campos de concentración de las dictaduras latinoamericanas invocando los ideales de un mundo más justo dejaron tras sí algo mejor que su propio sacrificio. Las utopías sociales han sido sustituidas por las utopías individuales; el generoso amor por los desesperados y desposeídos se ha trocado en preocupación por la supervivencia personal.

Los países son gobernados no ya por las dictaduras militares, sino por los intereses de las grandes corporaciones, a las que los votantes no eligen ni controlan.

Así como las ilusiones y el afán de combatir por un mundo mejor eran el pan cotidiano de los jóvenes de 1968, la atmósfera que respiran hoy está hecha de escepticismo.

Da la impresión de que, conquistadas la democracia y la modernidad, ya no hubiera nada que soñar. La injusticia sigue ahí, más saludable que nunca. Pero la injusticia es un valor que se siente, no que se piensa.

Cortázar murió en 1984, con todas las utopías intactas. Sus célebres últimas palabras, "Denme un calmante", parecen un resumen de los años de revuelta, cuando cada ser humano creía llevar en sí la sed y el dolor de toda la especie.

Octavio Paz murió en 1998, defendiendo hasta el final la estabilidad de las instituciones (sobre todo en el inestable México) y condenando tanto el régimen de Fidel Castro como el bloqueo de Estados Unidos contra Cuba.

Vargas Llosa da conferencias incansables en defensa de la libertad de los individuos y de los mercados, pero ya no pelea por cambiar el mundo que tenemos sino, más bien, por reconocerlo tal como es: abusivo, implacable, sometido a las leyes del dinero.

Carlos Fuentes, que en 1968 tenía prohibida la entrada en Estados Unidos, es hoy el intelectual latinoamericano de mayor influencia en Washington, Nueva York y Los Ángeles.

Tanto en sus clases de la Brown University como en sus continuos discursos públicos ante senadores y académicos, Fuentes se obstina en señalar que, en el terreno de la inteligencia y de la cultura, América Latina es tanto o más que los Estados Unidos, y que el objetivo inmediato de los políticos no es abolir el Estado, que tanto costó crear, ni tampoco expandir el Estado. El problema es construir un Estado mejor.

La imaginación al poder

Los malos presagios se han disipado y ahora sólo quedan las desdichas. Como en la historia todo regresa, tal vez dentro de 40 años vuelvan también las ilusiones de felicidad colectiva que murieron de muerte violenta en la década que sucedió al Mayo francés.

Tal vez también entonces se hayan aprendido ya las lecciones del pasado y la violencia deje de ser para siempre la partera de la historia.

Aun en los tiempos oscuros de las dictaduras, la imaginación siempre se ingenió en América Latina para tener el poder, ya fuera a través de grandes novelas o de grandes madres desesperadas.

No era el poder de las armas, por supuesto, o el poder de los gobiernos, sino algo más perdurable: el poder de la historia. "Si perdemos la imaginación, perdemos todo", me dijo Cortázar aquel mayo de 1968 en el Atrium. Ese es el gran riesgo de este fin de siglo.

¿Es posible que los jóvenes mantengan vivo el fuego de la imaginación? Si perseveran en el escepticismo y en el afán de éxito personal, es difícil que lo consigan. Pero sólo dentro de 40 años se conocerá la respuesta, en otro Mayo, cuando el futuro sea pasado.