Especiales Semana

Viajeros del pasado

Muchos extranjeros que recorrieron Colombia en los albores de la nacionalidad escribieron libros que hoy permiten conocer la cotidianeidad de un país que se abría al mundo.

Mauricio Sáenz Barrera*
28 de octubre de 2006

A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, el público europeo estaba ávido de información sobre los confines de un planeta apenas explorado, que se presentaba lleno de misterios. Muy poca gente viajaba, porque aun en el mejor de los casos, hacerlo era enfrentar peligros impensables ahora. Sólo regresar de un periplo de esa naturaleza era ya un éxito de marca mayor.

Los libros de viajes proliferaron en forma abundante durante todo el siglo XIX a cargo de personajes de toda laya que plasmaron, con prosa más o menos afortunada, pero casi siempre muy leída, sus impresiones sobre las tierras visitadas. Pero más allá de sus intenciones, a veces puramente comerciales, los libros de viajeros cumplieron un papel fundamental en el registro de la cotidianeidad, las costumbres, las virtudes y los defectos de pueblos que de otra forma habrían quedado en la oscuridad.

Colombia, afortunadamente, fue el destino de una gran cantidad de extranjeros que, en las épocas más variadas, visitaron nuestras incipientes ciudades y atravesaron este país de montañas indomables y ríos tormentosos. En los textos que escribieron estaban toda clase de apuntes sobre lo que veían y con mucha frecuencia los juicios casi siempre eurocentristas sobre la forma de ser de la gente que encontraban a su paso. Los autores refieren la idiosincrasia de las poblaciones y las regiones que visitan, y nos dejan una pintura vívida de la forma como la gente se divertía, de la arquitectura de las casas, de sus gustos culinarios, de cómo se transportaban, de qué manera bautizaban a sus hijos o se casaban. También se convierten en testigos de los grandes procesos políticos, económicos y sociales que comienzan a despuntar.

Es imposible hacer una lista de los visitantes que dejaron sus impresiones sobre la Nueva Granada. Algunos eran científicos, otros, simplemente aventureros que llegaban en busca de fortuna, y comerciantes en pos de las oportunidades de mercado dejadas por la desaparición del restrictivo imperio español. También hubo muchos agentes de gobiernos extranjeros, tanto en carácter diplomático como en plan limítrofe con el espionaje. Los siguientes solo unos pocos ejemplos.

Uno de los primeros libros de viajes registrados es el del francés Carlos María de la Condamine (1701-1774). La Condamine vino a estas tierraspara hacer un experimento en la línea ecuatorial dirigido a comprobar las teorías de Isaac Newton sobre la gravitación universal, que comprobaría la forma matemática de la Tierra. Sus observaciones se dirigieron sobre todo a la descripción, casi siempre peyorativa, de las tribus que conoció, y a narraciones exultantes sobre la fauna y la flora que encontraba a su paso.

Ya en la época republicana, en 1824 llegó al país uno de los viajeros más pintorescos, autor de Travels through provinces of Columbia. Se trata del coronel John Potter Hamilton, quien arribó fugazmente a Bogotá primero como "agente confidencial" de su majestad británica, y al año reapareció como ministro plenipotenciario para celebrar un tratado de comercio. Hamilton no era un hombre muy versado, pero disponía de una sobresaliente capacidad de observación y un buen criterio para juzgar las cosas y los hechos. Hamilton viaja como un caballero inglés, con todo el menaje necesario para su estilo de vida. Sus comentarios, siempre picantes y graciosos, describen a la Bogotá de la época que siguió a la Independencia, cuando Bolívar vivía en la ciudad. El exuberante Hamilton, quien parece haber vivido feliz en la capital, no podía haberse ido sin una perla final: quiso unirse al ejército de Bolívar ("en un grado no inferior a general de brigada"), pero la epopeya ya había terminado.

Otro agente extranjero fue el teniente de la marina sueca Carl August Gosselman, aventurero, científico y espía. Gosselman escribió Viaje a Colombia entre 1825 y 1826, que hoy es un clásico sueco de la literatura de viajes.

Un viajero entrañable es el francés Elisée Reclus, geógrafo que, en parte por su espíritu científico, y en parte para huir de las persecuciones a sus ideas anarquistas, viajó por varios sectores de América del Norte y del Sur, y residió en Bogotá entre 1855 y 1857. Su obra Viaje a la Sierra Nevada de Santa Marta fue editada en París en 1861. Otros viajeros franceses destacados fueron Gaspar Theodore Mollien, (Viajes por la república de Colombia) (1823) y a finales del siglo XIX, Henri Candelier (Riohacha y los indios guajiros) y Pierre D'Espagnat (Souvenirs de la Nouvelle Grenade).

En los años 80 del siglo XIX son dignas de mención las obras de Ernst Rothschlisberger (El Dorado) y Alfred Hettner (Viajes por los Andes colombianos), quienes realizaron un esfuerzo sistemático por entender los procesos históricos del país y su contexto social.

Los años finales del siglo XIX fueron el momento del diplomático argentino Miguel Cané, quien dejó infinidad de amigos en la alta sociedad bogotana de los años 90 y dibuja a una Bogotá que se preparaba para entrar en el siglo XX sin haber dejado del todo el XVI.

En un recuento, así sea tan arbitrario, es imposible no mencionar las páginas dedicadas a Colombia en el diario de Alexander von Humboldt, el sabio alemán que pasó por estas tierras con su espíritu universalista. Tampoco se puede olvidar al geógrafo y militar italiano Agustín Codazzi, que llegó en 1817 y fue el responsable de la descripción científica del suelo de Colombia y Venezuela, cuyas memorias nos permiten conocer sus ocho años de exploración cartográfica.

Desde los años 50 algunas iniciativas aisladas han permitido acercar estos textos al público. Son de mencionar la colección editada en los años 90 por el Banco de la República, una antología publicada por Villegas Editores sobre la capital y la obra Viajeros por Colombia, de José Luis Díaz Granados, publicada por la Imprenta Nacional.

En esos textos es posible viajar en el tiempo a un país olvidado. Es posible sentir las penalidades de quienes se atrevían, incluso ya entrado el siglo XX, a viajar de Barranquilla a Bogotá. Es posible ver a los cachacos de los años 1880 reunidos en el atrio de la plaza de Bolívar para comentar los hechos de la semana, y los niños desnudos de La Dorada, y los caimanes que infestaban los ríos... Es posible entender cómo algunos de nuestras virtudes y defectos provienen del origen mismo de nuestra nacionalidad. Es posible ver, en suma, cómo en muchas cosas el país ha cambiado hasta ser irreconocible, y en otras, sigue siendo el mismo.