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Amor al arte

Lo que empezó como un hobby, convirtió a Arturo Cuéllar, un bogotano de 31 años, en una autoridad mundial en dibujos renacentistas y en uno de los principales comerciantes del ramo.

16 de marzo de 1992

ARTURO CUELLAR, UN BOGOTANO compositor y director de orquesta graduado en música en la Universidad de Londres, andaba un día cualquiera en una subasta de arte a la que lo habían invitado y que tema lugar en Zurich en donde reside. Entre la cantidad de obras que se exponían, llamó su atención un dibujo que si bien era anónimo, le pareció que se vería bien colgado en la sala de su casa. Y aunque el precio resultaba un poco alto para su bolsillo, decidió levantar la mano y hacerse al dibujo de autor desconocido. Al terminar la subasta y cuando él y su esposa -una mujer nacida en Suiza y especializada en restauración de obras en papel- imaginaban la forma en que enmarcarían su nueva adquisición, se acercó un hombre que, muy amablemente, ofreció comprarles el dibujo. Arturo agradeció la oferta pero, explicó, "no soy un comerciante de arte, soy sólo un coleccionista" .
El hombre que evidentemente sí era un comerciante de arte, insistió a su manera:le ofreció 11 veces el valor que Arturo había pagado por la pequeña obra hacía escasos 20 minutos. En ese momento no sólo se dio cuenta de que tenía entre sus manos una joya reconocible sólo por expertos, sino que se maravilló con el contraste económico que estaba teniendo lugar en torno a su antigua hoja de papel. Dividido entre su conciencia culta que lo empujaba a conservar el dibujo, y el alucinante cheque que enderezaba su cuenta bancaria, terminó contestando un tímido: "Sí, soy comerciante".
Eso fue hace cuatro años y hoy, cuando Arturo Cuéllar -convertido en un experto en la materia detecta en cualquier parte del mundo un dibujo que le interesa y quiere comprar, tiene que echar mano a la figura del testaferro pues el sólo interés de Cuéllar en un dibujo dispara su precio.
El día que se sorprendió a sí mismo confesándose negociante, pensó también que lo haría de una forma que respetara su sensibilidad artística -al fin y al cabo es un compositor- por encima de su recién descubierta alma de mercader. Decidió entonces especializarse en dibujos anónimos, cuya comercialización obliga no sólo a una rigurosa investigación, sino a una prueba de fuego ante las vacas sagradas de los museos más importantes del mundo.
Por la época en que compró el dibujo que le cambió la vida, Cuéllar, aficionado al arte de tiempo atrás, había conocido a Arthur Kauffmann, un inglés coleccionista y negóciante de arte, con quien compartía una común afición por la buena mesa y la buena música. En sus tertulias semanales habían establecido un juego que fascinaba a Kauffmann: con los catálogos de subastas de galerías como Christie's y Sotheby's, jugaban a adivinar el autor y el precio de cada una de las obras que aparecían reseñados. Durante el año de tertulias sostenidas y guiado por un viejo zorro del arte, Cuéllar hizo una especie de universidad privada sobre el tema, en la que aprendió no sólo de la obra sino del mercado en el que se mueven.
Hoy, su especialidad -descubrir dibujos anónimos- lo ha convertido en beneficiario del museo Británico en Londres, del Museo de La Haya, de El Prado de Madrid, y directores de museos de todas partes del mundo y coleccionistas privados se mantienen a la espera del resultado de sus investigaciones. El proceso para él comienza cuando detecta un dibujo anónimo bien sea en un catálogo, en una subasta, e inclusive en anticuarios en donde ha encontrado obras maestras custodiadas por manos ignorantes. Busca el original, y una vez su ya entrenado poder de observación lo pone sobre una pista correcta, emprende un peregrinaje por las bibliotecas y los museos de Europa en busca de la obra que sucedió al dibujo. Si la investigación da resultados favorables, compra el dibujo e inicia el acopio de documentación que tendrá que presentar a los expertos. Cuando un "papa" del arte le da el visto bueno a su investigación, Cuéllar regresa a su casa, seguro de que el rumor de un nuevo descubrimiento llegará a los oídos que interesan y el teléfono sonará en cualquier momento. Según el caso, los precios que maneja oscilan entre 20.000 y 250.000 dólares por pieza.
Fiel a su promesa de mantener a flote su alma sensible y culta, se ha dedicado a completar colecciones bien sea privadas o de museos, razón por la cual su perfil dentro del medio no es la de un comerciante que busca siempre mejorar sus precios, sino la de un investigador que completa calecciones y cobra por ello.
Hijo del doctor Eduardo Cuéllar, un médico bogotano que creó una clínica de barrio, levantó ocho hijos entre instrumentos musicales, mantenía varias docenas de colmenas en el jardin de su casa y, cuando la época lo permitía, mandaba a sus ocho hijos al colegio a caballo. Arturo conoció en su vida más séntimientos humanos que cheques girados. Para él su afición que, claro, resulta altamente lucrativa, es una forma de "devolverle la honra y el orgullo a una obra anónima".
Con una esposa, quien comparte su afición de comprar y vender dibujos como quien cambia "Smonas" en la puerta del colegio, un hijo que aprende a hablar en cuatro idiomas y su vida económica solucionada, Arturo Cuéllar además hace honor a lo que considera todavía su interés primero: continuar componiendo música y como una manera de devolverle a la vida tanta belleza, patrocinar personalmente jóvenes talentos musicales.