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EL ANGEL AZUL

En sus memorias, Marlene Dietrich habla por primera vez de su gran amor: Hemingway.

26 de junio de 1989

Se empieza a leer por estos días las anécdotas y reflexiones de Marlene Dietrich, la actriz alemana que descubriera el genio cinematográfico de Josef von Sternberg para convertirla en su momento en uno de los más grandes mitos afrodisíacos del celuloide universal.
Los títulos de sus películas lo decían todo: "El ángel azul", "El diablo es una mujer", "La venus rubia" y "Deseo". Se sabe que sus piernas fueron aseguradas alguna vez por una suma millonaria, un tema que ella no toca porque le disgusta tanto como hablar, por ejemplo, del famoso director Fritz Lang, a quien detestaba.
En el libro "Marlene", que no dedica a nadie en particular, "porque en mi léxico no hay Tom o Dick o Harry" y que escribió para aclarar,sin embargo, numerosas incomprensiones, la Dietrich habla por primera vez, bien y mal, de los hombres que conoció en su larga vida de farándula. Desde su pasión literaria por Goethe en el bachillerato, pasando por su venerado von Sternberg, a quien llamaba el Leonardo Da Vinci del cinematógrafo, desfilan,a lo largo de 250 páginas, los personajes que no pasaron desapercibidos durante su carrera artística. Hombres en su mayoría,como Spencer Tracy, uno de los tipos -según ella- "más egocéntricos del mundo". O como Laurence Olivier, que "terminó vulgarizando sus papeles haciendo comerciales". O como Aristóteles Onassis, un rico que no era aburrido. O como Richard Burton, el perfecto seductor que estaba, sin embargo, "desafortunadamente enamorado de otra". O como Ernest Hemingway, su gran amor. Su amor platónico. Un amor distinto, pero al que hasta los símbolos sexuales y colectivos como ella parecen también tener derecho.
La relación Hemingway-Dietrich no fue nunca cosa pública. Los rumores abundaron siempre, pero ninguno, ni el escritor ni la actriz, quiso aclarar jamás lo que no había que aclarar. Hemingway, quien sólo tuvo palabras de admiración y complicidad para con Dietrich, se llevó su secreto a la tumba. Lo que ella tenía que decir lo dice aquí, en el capítulo que condensamos y que ella tituló:

HEMINGWAY, POR SUPUESTO
Nuestra amistad levantó una polvareda de chismes y habladurías. Es hora de contar la verdad. Yo iba a bordo de un barco que había partido de Europa rumbo a Estados Unidos. ¿Cuándo?, lo he olvidado. De cualquier manera, estoy segura de que fue después de la Guerra Civil española. Ann Warner, la esposa del todopoderoso Jack Warner, ofrecía una cena a la que fui invitada. Cuando llegué, me di cuenta de inmediato que había doce personas alrededor de la mesa.
-Perdónenme, por favor -dije-, pero yo no me puedo sentar aquí. Seriamos trece y soy supersticiosa.
Yo estaba de pie. Como nadie hizo ningún intento por levantarse, permanecí inamovible. De repente vi que surgió del fondo del barco un gigante que se inclinó sobre mi.
-Siéntese -me dijo- Ahora somos catorce.
Levanté la cabeza, miré al gigante, contemplé su rostro y le pregunté:
-¿Quién es usted? -Demostrando lo ignorante que era.
Volvió el orden y ahora eramos catorce a la mesa, en este barco que viajaba hacia Nueva York. La cena dio comienzo y mi compañero gigantesco empezó a tomarme del brazo cada vez que quería recalcar algo. Al final de la velada me escoltó al camarote. Y yo le amé desde esa misma noche. Nunca he dejado de amarlo. Y ha sido siempre, mi amor platónico.
Lo digo porque el amor que Ernest Hemingway y yo sentimos el uno por el otro -puro, absoluto- fue un amor bien extraordinario en el mundo que habitábamos. Lejos de cualquier duda, fue un amor sin fronteras y más allá de la muerte, a pesar de que sé muy bien que un amor así no existe.En todo caso,nuestros sentimientos amorosos duraron todos esos años en que ni la esperanza ni las añoranzas ni el deseo de realizarnos permanecía con nosotros. Una época en la que Hemingway sentia una desesperación profunda, la misma que se apoderaba de mi cuando pensaba en él. Nunca vivimos juntos y hacerlo hubiera quizas solucionado en parte los problemas. Yo respetaba a Mary, la única de las esposas que le conoci. Como ella, yo vivia celosa de las anteriores. Yo era apenas su amiga y en ese papel me mantuve durante los años que siguieron. He conservado todas sus cartas y no estoy dispuesta a dárselas a ningún museo o coleccionista. No porque crea que puedo llevármelas al más allá, sino porque no deseo que un extraño ponga sus manos sobre ellas. Son mias. El me las escribió y nadie va a sacar un centavo de ahí. Haré lo que esté a mi alcance para evitarlo.
Hemingway era mi " Peñón de Gibraltar", un apodo que él amaba. Mientras estuvo en Cuba, nos escribíamos. Me respondia "a vuelta de correo", como solía decir. Hablábamos horas enteras por teléfono y entonces me daba buenos consejos. Me enviaba sus manuscritos y alguna vez dijo que yo amaba la literatura y que tenía conciencia crítica."Presto -dijo- más atención a su opinión que a la de los profesores, porque ella entiende más que nadie sobre el amor". Un concepto en extremo generoso. Muy típico de él.
Nunca entenderé, sin embargo, por qué me amó "tan intensamente" como decía. El hecho es que nuestra amistad sobrevivió a la guerra, durante la que nos vimos varias veces. El siempre radiante de orgullo, con miles de planes en la cabeza. Yo, asi estuviera pálida o enferma, me las arreglaba para lucir bien. El escribia, por ejemplo, un poema sobre la guerra y me lo hacía recitar en voz alta.
Toma a la puta muerte como tu legal esposa. Y alza más la voz- gritaba.
A veces me decia "Kraut", un sinónimo peyorativo de "alemana". A mi me parecía ridiculo llamarlo "Papá",como muchos de sus amigos. Le decía en cambio: "Tú".
-Dime Tú- interponía yo siempre como la única expresión a mi alcance- Dime, dime... -repetía, como la pequeña niña abandonada que fui siempre ante sus ojos y los míos.
El era un ancla, un sabio, un tipo de armas tomar, el mejor consejero, el Papa de mi iglesia personal ¿Como sobreviví a su muerte? No lo sé. Quienes han perdido a su padre o a su hermano me entenderán. Al principio uno niega el hecho, simplemente.
Hasta que desaparece el espantoso dolor del corazón. Despues sigues viviendo como si te fueras a encontrar con la persona muerta a cualquier hora del día o de la noche. Y así sobrevives, a pesar de tener conciencia de que él jamás volverá. Te acostumbras a la pena.
Quiero citar algunas frases de sus mensajes .
"Esta carfa es más triste que Suiza y Liechtenstein juntos".
"La prudencia es fatal para imprudentes como nosotros".
"A veces te olvido, de la misma forma que a los latidos de mi corazón ".
"El dolor no disminuye. Se vuelve un hábito".
El me enseñó a escribir y me previno contra el uso exagerado de los adjetivos. Entonces yo hacia artículos para "The Ladies Home Journal, y él me telefoneaba dos veces al día y me preguntaba: "¿Descongelaste por fin tu bloque de hielo?".Conocía todas la debilidades de los escritores novicios y excusas como "tal vez sería mejor que me dedicara a otra cosa".
Lo extraño terriblemente. Si hubiera vida después de la muerte, él conversaría conmigo en mis largas noches de insomnio. Pero no hay vida después de la muerte y él se nos fue para siempre. (...).
Como casi siempre estábamos lejos del otro, el teléfono y las cartas fueron nuestros únicos medios de contacto.Todos los días me informaba de su presión sanguínea,como si aquello tuviera una importancia decisiva. Una mañana me dijo que estaba recluido "en el sitio más fantástico del mundo la Clínica Mayo ". El confiaba en el diagnóstico de sus médicos. Yo no. Pero quién era yo para decírselo.
Una vez que has tenido alguna experiencia con los médicos norteamericanos, empiezas a sembrarte de dudas. Como cirujanos son los mejores del mundo, pero si no te pueden abrir y mirar adentro, no saben qué hacer. En Europa los doctores son más calificados. Poseen un conocimiento excepcional. Por su puesto, no hay que esperar de ellos ningún milagro pero en Europa uno muere en menor tiempo y con mayor dignidad. En América no son delicados con los moribundos. En su corazón no tienen lugar para ellos. Su sitio es bajo tierra. Quizás por eso, los americanos dan tanta importancia a las honras fúnebres.

A Mary Welsh, la última esposa de Hemingway, la conocí cuando fui enviada a París a "descansar" un poco de la guerra. Yo vivía en Chatou, uno de los suburbios. Cuando supe que Hemingway se encontraba en la ciudad, corri en jeep a visitarlo. Me dijo que podía tomar un baño y luego "reportarme" ante él. También me dijo que había conocido a una "Venus de bolsillo", a quien deseaba seducir a como diera lugar. Me confesó que la mujer había rechazado sus iniciativas, que lo consideraba un "amante de lástima" y que sólo, hablando con ella, podía ayudarlo.
Es imposible explicar por qué un hombre quiere a una mujer en particular. Como todas las mujeres de su clase, ella habría vivido en medio de la tristeza sin gozo si no hubiese encontrado en su camino a Hemingway, quien estaba por entonces sin romances ni aventuras sexuales. Mary Welsh no amaba a Hemingway. De eso estoy segura. Aun así, la corresponsal de guerra, modesta y poco atractiva, no tenía nada que perder. Luchando contra mi intuición, llevé la misión a cabo. La conocí y hablé con ella. "Pero yo no lo quiero", me confesó la mujercita con encanto. Yo insistí en las cualidades innatas de Hemingway y ella se hizo la sorda. Finalmente le hice una lista de las ventajas que ofrecía una relación con él, y le aconsejé comparar su vida presente con la que tendría a su lado. Le manifesté que yo estaba allí formalmente, transmitiendo su propuesta de matrimonio. Mis esfuerzos dieron fruto. En el almuerzo, Mary Welsh comenzó a flaquear.
El almuerzo en el Ritz ayudó. A esas horas del día, las mujeres están listas para hacer concesiones y estudiar sus planes. La Venus de bolsillo no fue una excepción. En el postre me anunció que "iba a considerar la propuesta".
Esa tarde, mientras yo temblaba de ansiedad frente a Hemingway, Mary Welsh mostró su sonrisa más radiante y aceptó la oferta. Nunca había visto a nadie tan feliz. Lo digo por él. Hemingway podía ser más feliz que todo el mundo y, además lo expresaba. El contraste de su trágica decisión final lo demuestra, más como realista que soy, no puedo entender la contradicción. El, como yo, tenía un arraigado concepto de la responsabilidad y esa no va con su suicidio. Quizás sintió que sus hijos, ya grandes, no lo necesitaban. Quizás simplemente, se hartó. Quién sabe. Cuando el cuerpo no reacciona como antes, cuando el cerebro no funciona como siempre, entonces es hora de sacar coraje (si puedes) y soplar la vela tú mismo.
Hasta hoy, nadie ha sido capaz de explicar por qué se suicidó Hemingway. Yo pienso que fue un acto temerario antes que una decisión a conciencia. Es posible que lo haya hecho sonámbulo. De cualquier forma, estoy convencida de que su acción no fue dictada por el ejemplo de su padre. Que náda tuvo que ver el peso de ese recuerdo. Sólo cuando Ernest apretó el gatillo, quizás algo distante se iluminó en su memoria y pensó en todo eso..., pero estoy racionalizando mucho. Sé que era muy infeliz. Todo lo que sus "biógrafos" o aquellos que dicen serlo han escrito sobre él no es sino un montón de "mierda", para usar su propia palabra.
Hasta hoy no he leído el libro de Mary, que seguramente corregirá todo ese sin sentido, aún cuando dudo que ella pueda capturar y devolvernos su compleja y extraordinaria personalidad.
Las relaciones que he tenido con diferentes grandes hombres podrán ser difíciles de entender y no intentó dar aquí explicación alguna. Por una sencilla razón: difícilmente me conozco en el área del amor físico. A través de mi vida, el amor físico ha formado parte del amor en si, y sólo del amor. Jamás he conocido esos instantes de " felicidad fugaz" . Lo que ocurrió con Hemingway es que simplemente no estuvimos juntos en la misma ciudad el tiempo suficiente y nunca pasó nada. O él andaba con una chica preciosa, o yo estaba ocupada cuando él tenía un día libre o viceversa.
Detesto las situaciones confusas, y en asuntos de mujeres siempre me he mantenido fiel al principio de respetar "la otra". Confieso que he visto a muchos hombres maravillosos pasar por mi vida como barcos en la noche. Creo que si hubieran sido conmigo más constantes en su amor, me habría gustado permitir que echaran anclas en mi puerto.