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EL GRAN AMOR DE GRAHAM

El más celebre biógrafo de escritores, Norman Sherry, publica su primer volumen sobre la vida de Graham Greene.

17 de julio de 1989

A los dieciséis años de edad Graham Greene era un muchacho escuálido de Berkhamsted, Inglaterra, y con una sensibilidad tan delicada que soliaba con los naufragios de los barcos en el mismo instante en que esas tragedias se producían. Hijo de una madre distante que lo encerró en un internado del cual alguna vez se escaparía, Greene se enamoró en aquella época de Zoe Richmond, la mujer de un psiquiatra que lo recibía todas las tardes en su consultorio y analizaba, a la luz de Freud, sus sueños y temores.

En una de esas ocasiones, Graham sintió que debía confesarlo todo.

--Y ahora --había dicho el psiquiatra--, hablemos de tu sueño de anoche.
Greene aclaró su garganta.

--Solo recuerdo uno-- dijo.
--Oigámoslo-- precisó el especialista.

--Yo estaba en la cama.
--¿Dónde?
--Aquí.

El psiquiatra, impasible, garabateó algo en su libreta, sin levantar los ojos. Greene tomó un bocado de aire y continuó.

--Tocaron a la puerta, que se abrió. Era Zoe. Estaba desnuda y se me acercó. Inclinó su cuerpo sobre mi y uno de sus senos rozó mis labios.
Entonces desperté.

Acostumbrado a todos los excesos y omisiones del subconsciente humano, el psiquiatra inquirió con la inocencia de su interés científico.

--¿Con qué asocias tu los senos?
Greene se demoró varios segundos en responder.

--Con los trenes.

Desde esa tarde, y gracias a los códigos cifrados del psicoanálisis, el psiquiatra descubrió que el joven Graham se encontraba urgido de amor maternal, se lo contó a su mujer y ella, parece mentira, se convirtió a partir de entonces, y hasta su muerte,en una madre amorosa con quien Greene siempre pudo contar.

La anécdota es una de las primeras en un libro de casi 800 páginas, apenas el primer volumen de la extensa biografía que escribe el británico Norman Sherry sobre uno de los autores más notables del siglo XX, su compatriota Graham Greene. El volumen, que acaba de publicarse en inglés, atraviesa en detalle la existencia del escritor desde su nacimiento en 1904 hasta la irrupción de la Primera Guerra Mundial. Reservado, misterioso, impredecible y aventurero, Graham Greene ha escrito varios libros autobiográficos, pero cuando leyó los dos que Sherry hizo sobre otro gigante de las letras, Joseph Conrad, buscó la manera de conocer al biógrafo para que se encargara de contar su vida. La seriedad con la que Sherry --quien escribió también las biografías de Jane Austin y las hermanas Bronté --asumió la tarea se palpa en este impecable y exhaustivo trabajo, que hoy muestra su primera parte, después de 14 años tras las huellas de un personaje que, como Greene, jamás se ha quedado quieto. Un aventurero de siete suelas, que buscó el peligro en los lugares más inhóspitos del mundo, que estudió historia moderna y estuvo a punto de morir borracho en Oxford, que se iba detrás de los soldados senegaleses en guerra para observar sus violaciones, que publicó su primera novela a los 21 años, que se metió bien temprano al comunismo y luego se volvió católico por obra y gracia de su esposa.

John Keats dijo alguna vez: "La vida de un hombre valioso es una continua alegoría y son muy pocos los ojos que logran descifrar su misterio".
Pues con respecto a Greene, Norman Sherry lo logró. Con seguridad en el segundo volumen, que aún no se sabe cuándo saldrá al mercado, aparecerán en la historia de Greene nombres más familiares para los colombianos, como los de Gabriel García Márquez y Omar Torrijos. Pero hay dos elementos claves, fundamentales, de la vida y la obra de Graham Greene, que sólo están comentados aquí, en la primera parte.

El primero es una actividad que tiene el propósito de obtener información secreta de carácter político o militar sobre un país en beneficio de otro. El espionaje. La profesión que fascina al autor de "Nuestro hombre en La Habana" y, claro está, de "El factor humano", para citar sólo dos de los libros en los que precisamente el espionaje es el tema.

Para Greene, se trataba de una actividad muy extraña, que él nunca condenó. Era una doble farsa o respondía a una voluntad de lealtad o implicaba tanto dinero de por medio que dejaba regadas por el suelo todas las demás consideraciones. Sin embargo, él siempre manifestó su interés por esa otra clase de espionaje, el vocacional, el de una pureza sin escrúpulos, al que no tocan ni los valores mercenarios ni los patrióticos. Ese que se practica por amor al espionaje mismo. Por eso empezó a disfrazarse desde sus épocas de estudiante y se divirtió escudriñando los laberintos sexuales de sus propios padres cuando, después de conocer los códigos cifrados del psicoanálisis, interrogaba a los viejos, a la hora de comer, sobre sus sueños.

Desde muy temprano Greene no sólo descubrió que quería ser agente secreto, sino que, en condiciones de peligro, frente a la posibilidad del miedo, podía hacer cosas increíbles. Como periodista del Times, de Londres, pidió siempre ser enviado a los lugares de mayor peligro y ya en terreno desconocido escogía los sitios y la hora para salir a buscar el riesgo. En su criterio más interior, para escribir novelas primero era necesario vivirlas. No había cumplido aún los 22 años cuando su primer amor lo llevó a enfrentar un juego mortal que repetiría seis veces a lo largo de su vida: la ruleta rusa.

Graham Greene conoció a Gwen Howell en la casa de sus padres en Sheringham, durante un día de fiesta. Todavía recuerda la arena de la playa donde fatalmente la vio tendida, boca abajo, la falda levantada por la brisa, dejando ver la frescura de sus muslos, mientras los demás leían o correteaban. Desde ese instante, Greene sólo pensó en ella. Era diez años mayor que él, pero eso no le importaba. El amor fue menos largo que intenso.
"La fuerza de una pasión-- dijo después --no debería ser medida por su brevedad. Una tormenta en medio del mar puede concluir en pocas horas, pero mientras dura es capaz de arrastrarlo todo hacia la muerte. Eso paso en este caso".

En las vacaciones, él visitaba a Gwen Howell en la guardería de Berkhamsted donde ella trabajaba y la acompañaba, sentados junto al fuego de la chimenea. En "El ministro del miedo", su novela de 1943, refiriéndose a aquellos momentos Greene escribió que "él podía sentir su olor durante todo el recorrido hacía el dormitorio. Podía seleccionar con rápidez su fragancia en medio de todas las que inundaban una tienda y adivinar en la oscuridad la textura de su piel". Greene conservaba entonces la inocencia ciega y apasionada de un adolescente, y como un adolescente fue empujado de manera implacable hacia el sufrimiento, la pérdida y la desesperación, que él había confundido con la felicidad.

Por Gwen, Graham tomó clases de baile en una escuela y, mientras ambos intentaban enseñar a varios pequeños los pasos aprendidos, aprovechaban para darse besos al compás de los valses o del foxtrot. "Mi amor por ella fue irracional", recuerda hoy el escritor. Porque Gwen Howell tenía su pasado y su futuro comprometidos con otro. En 1918, mientras prestaba sus servicios a la Marina británica, ella había conocido en Malta a un joven llamado Conway Spencer, de quien se enamoró. El compromiso se hizo oficial, pero en 1920 ella regresó a casa y Spencer, que trabajaba con el telégrafo, fue enviado a un recorrido a través de varias islas del Océano Indico. La familia de Gwen puso objeciones al noviazgo. El compromiso se rompió, aunque ellos continuaron escribiéndose varias veces al año. Cuando se reencontraron, habían pasado cinco años. El prometió estar de regreso para el matrimonio en febrero de 1925.

Greene lo sabía todo. Sus viajes frecuentes, más para visitar a ella que a sus padres, sus poemas, el bombardeo de cartas amorosas que durante un período ella contestó semanalmente y un poema de amor que le dedicó por radio desde Oxford en enero de 1925, fueron sólo parte de la enconada lucha que hiciera para separarla de su prometido, un extraño para él y, de alguna forma, para ella. De todas maneras, muy poco podía hacer el estudiante de historia moderna en una situación así. Tan sólo urgirla a que rompiera por su amor el compromiso. Pero ella vivía también sus propias luchas.

Gwen y Spencer se casaron, según lo convenido, en una iglesia de Bloomsbury. El día anterior, la madre de Gwen le hizo quemar todas las cartas de Graham. La madre del escritor fue a la boda. Y él dejó consignado, en sus poesias de entonces, el caldo de su amargura.

Aquí surge su segunda clave. Por esos días había leido en un libro del escritor Ossendowski que en Rusia algunos funcionarios intentaban escapar del aburrimiento con un singular juego de horror: "Un hombre introduce una bala en el tambor de un revólver, que luego hace girar al azar. Su compañero coloca el revólver en su cabeza y aprieta el gatillo".
Graham buscó el revólver en el armario de Raymond, su hermano mayor que lo había recibido en regalo de un amigo, muerto después en la guerra. Allí había también una caja de municiones. Esa noche caminó hasta la playa. "Introduje una bala en el tambor, eché las manos atrás, lo hice girar, coloqué entonces el cañon del arma en mi oído derecho y apreté el gatillo. Sentí su clic prolongado. Baje la mano, mire el tambor y vi que la bala estaba ahora en la posición de disparo. Me había salvado por un tiro".

Muchos amigos de Greene dijeron después, tras los continuados intentos que él hiciera de la ruleta, que el escritor no lo hacía para matarse, sino, por el contrario, para gozar más la vida. "En ese juego, es una apuesta que se hace por la muerte y cinco que se formulan por la vida". Y añadía el mismo Green: "Dada mi curiosidad por la muerte, se trata de un juego que de todas maneras no pierdo".

También --lo ha dicho en otras ocasiones-- era poner a prueba su valor, su propio coraje. "Una sensación de insatisfacción conmigo mismo. Recuerdo que cuando adolescente no sabía ni quién era. Me miraba al espejo y decía: Y este ¿quién carajos es?"

El profundo aburrimiento de la vida y la curiosidad por la muerte, última posibilidad de escapar. Pero en el fondo del oído derecho, en el mundo de la memoria sensible, siempre estuvo Gwen Howell: "Es que cuando el objeto de nuestro amor se ha ido, el tedio crece en toda su magnitud y entonces nos asuela el deseo de atrevernos a apretar el gatillo hacia la última aventura"