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Como traductor de Mao Zedong (foto) Rittenberg siempre estuvo cerca de él e incluso asistía a sus reuniones privadas. Así es como conoció a Zhou Enlai, segundo al mando en la Revolución china, y al dictador norcoreano Kim Il Sung.

HISTORIA

El traductor gringo de Mao

Sidney Rittenberg, el primer estadounidense en vincularse al Partido Comunista Chino, le dedicó su vida a la revolución como intérprete oficial de Mao Zedong. Pero 16 años en una cárcel china lo hicieron volver a creer en el capitalismo.

2 de febrero de 2013

El primer año todo fue oscuridad. En una pequeña celda, sin luz y sin sonido distinto al de su propia voz, Sidney Rittenberg por poco pierde la razón. Los siguientes cinco años no fueron mucho mejores. Tenía una lámpara para leer, pero seguía en confinamiento solitario. “Estaba sentado frente a mi propia locura y sabía que solo podía sobrevivir uno de nosotros” cuenta. Lo peor es que él no entendía por qué estaba allí, pues creía haber demostrado su lealtad cuando se convirtió en el primer estadounidense en vincularse al Partido Comunista Chino (PCC) y en militar activamente en pro de la revolución de Mao Zedong. Cuando lo liberaron, lejos de sentir rencor por una condena injusta, siguió luchando por la dictadura del proletariado.


Si seis años en prisión no disuadieron a Rittenberg de seguir el camino que estaba trazando Mao, nada lo iba a hacer. Al menos eso creía hasta que lo enviaron de nuevo a la cárcel, esta vez por diez años. Al finalizar su segundo periodo tras las rejas, vio que la China de finales de los años setenta era muy lejana a las ideas por las que luchó gran parte de su vida, y regresó desencantado a Estados Unidos en 1980. Jonathan Margolis, periodista del diario Financial Times, lo encontró hace poco en Arizona. A sus 91 años, el que alguna vez fue un comunista empedernido, es consultor de empresas que quieren entrar al mercado chino para aprovechar el crecimiento económico de ese país.

Rittenberg, oriundo de Carolina del Sur, se enlistó en el Ejército durante la Segunda Guerra Mundial. Empezó a aprender japonés para servir como traductor, pero logró que lo cambiaran al programa de chino, pues creía que así iba a volver más pronto a casa. Sin embargo, desde joven le interesaron las propuestas comunistas y cuando llegó a China quedó maravillado con la revolución que se estaba gestando en las montañas de Yan’an: “La situación del mundo me parecía inaceptable, pero en Asia me di cuenta de que ellos tenían la solución para un futuro mejor”, cuenta. Terminado su periodo con las fuerzas militares, se fue al corazón del movimiento de Mao Zedong y poco después de conocerlo se afilió al PCC. 

Sin embargo, el líder chino nunca confió en los occidentales y cuando recibió una carta de Josef Stalin que acusaba al estadounidense de espionaje, lo envió a la cárcel. “Fue como si tu novia de toda la vida de repente apareciera en un juicio y te acusara de violarla”, dice decepcionado. Aún así no perdía la esperanza en el comunismo. Por eso, cuando lo liberaron después de la muerte de Stalin, se empecinó en volver a ganar la confianza de Mao para seguir trabajando por sus ideales. Empezó traduciendo apartes del Libro Rojo y eventualmente se volvió el intérprete oficial de Radio Beijing, el medio por el cual Estados Unidos recibía los mensajes de China.

Su compromiso con la causa comunista era tal que lo nombraron dirigente de una facción de los Guardias Rojos, lo que le dio gran poder. Eso lo cegó frente a las señales de que la temible Revolución Cultural, que dejó millones de muertos, iba en contra de la idea original de prosperidad y libertad para todos. “Todo era glamuroso. Creía que estaba haciendo historia y no me di cuenta de que Mao estaba rompiendo sus propias promesas”, ha dicho el estadounidense en más de una ocasión. Tal vez por eso guarda cierto aire triste. “Cuando lo entrevisté me dio la impresión de que se arrepiente de muchas cosas y de que esconde secretos oscuros”, le contó Margolis a SEMANA. 

Uno de los primeros episodios en los que Rittenberg mostró su desencanto ocurrió cuando le reclamó a Jiang Qing, la esposa de Mao, por los horrores de la Revolución Cultural. Ella no dudó en enviarlo de nuevo a la cárcel donde, otra vez en confinamiento solitario, el extranjero estrella del comunismo pasó los peores diez años de su vida. Su esposa Wang Yulin también vivió un infierno. Tuvo que pasar varios años en un campo de trabajo forzado donde la Guardia Roja la golpeaba a menudo y la hacía arrodillarse en un baño con un cartel que decía “esta es la esposa impenitente del perro imperialista”. 

Cuando Rittenberg salió de prisión, se dio cuenta de que la China con la que soñó ya no existía, y que la corrupción del partido había llegado a unos niveles insospechados. Empacó sus pertenencias, llegó a la embajada de Estados Unidos con su esposa e hijos, les expidieron pasaportes a todos, y se aventuró a una vida nueva en su país. “Su mayor logro fue empezar de cero a sus 60 años”, dice Margolis. En efecto, Rittenberg fundó una compañía de consultoría y ahora gana comisiones de seis cifras por establecer negocios en el gigante asiático. 

Cuando lo mira en retrospectiva, es consciente de que el camino no fue fácil, que estuvo marcado por el dolor y la decepción y que su meta de acercar a las dos potencias tampoco es sencilla ni tiene una hoja de ruta clara para lograrla. Pero si de algo está seguro es de que jamás traicionó la revolución. Por eso recuerda con tanto cariño la voz de la mujer que lo mandó a la peor de sus desgracias: “Una mañana, desde mi celda oí la melodiosa voz de Jiang Qing. Me puse muy contento, pues si ella estaba en la cárcel era porque yo ya iba a salir”.