FOTOGRAFÍA
La retratista de las estrellas
Por la cámara de Annie Leibovitz han pasado todos los personajes famosos. Pero sus deudas podrían llevarla a perder los derechos sobre su legendaria obra.
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Cuando Annie Leibovitz tiene una cámara en sus manos se vuelve todopoderosa. Las celebridades, encantadas por su habilidad para producir fotografías icónicas, dejan que ella realice hasta las más exageradas excentricidades: Whoopi Goldberg se sumergió en una tina de leche caliente, el artista Jeff Koons se disfrazó de mono volador, Sting se untó barro en el cuerpo y el actor John Cleese estuvo cerca de la asfixia mientras colgaba boca abajo de una grúa de casi 20 metros para parecerse a un murciélago. Todo es posible para esta maga de la fotografía, incluso paralizar las actividades del histórico Palacio de Versalles para que Kirsten Dunst modele al estilo de Maria Antonieta.
A Annie Leibovitz no le importan los presupuestos porque en juego está captar la esencia de un personaje. La obsesión casi enfermiza por tener una imagen perfecta es su marca personal y por eso, esta estadounidense de 59 años ha logrado convertirse en una fotógrafa reconocida, responsable de varias de las imágenes emblemáticas de finales del siglo XX y principios del XXI. Como prueba, la Sociedad Estadounidense de Editores de Revistas eligió dos de sus obras como las mejores portadas de las últimas cuatro décadas: la de John Lennon, desnudo y en posición fetal, al lado de su esposa Yoko Ono, pocas horas antes del asesinato del líder de The Beatles; y la de Demi Moore, sin ropa, mostrando su avanzado embarazo.
Aunque esas son las imágenes que la han catapultado a la fama, Leibovitz ha dejado su huella en personajes de todo tipo: desde Dick Cheney y Donald Rumsfeld hasta Carla Bruni y Michael Jackson, pasando por los Obama, Hillary Clinton y la Reina Isabel. También están las fotos de su viaje a Sarajevo, en plena guerra de los Balcanes, y los retratos más íntimos de su familia y de su amante, la escritora Susan Sontag, a quien fotografió tanto durante su relación de 15 años como en su agonía y su muerte, en 2004. Sus padres también fallecieron recientemente y hoy, Annie disfruta de su maternidad tardía con sus tres pequeños hijos: Sarah, nacida en 2001 gracias a un donante de esperma; y los mellizos Susan y Samuelle, que nacieron en 2005 del vientre de una madre sustituta.
Pero las imágenes de Leibovitz podrían tener pronto un destino trágico. Agobiada por las deudas, producto del mal manejo de su fortuna, Leibovitz contactó en 2008 a la firma Art Capital Group y le entregó como prenda de pago los derechos sobre sus fotografías, valoradas por The New York Times en más de 50 millones de dólares, a cambio de un préstamo por una suma cercana a 24 millones de dólares. Según la compañía, Leibovitz se ha negado a cumplir el contrato, por lo que tiene hasta la segunda semana de septiembre para saldar la deuda, si no quiere que el trabajo de su vida y varios de sus bienes terminen en manos ajenas.
Tanto Leibovitz como sus representantes se han negado a hablar del tema, tal vez porque saben que ella, más allá de sus problemas financieros, ocupa un lugar privilegiado en el mundo de la fotografía contemporánea. Desde pequeña, Leibovitz aprendió a ver la vida a través de un marco, aunque diferente al de la cámara: “ese marco era la ventana de nuestro carro, en el que viajamos de una base militar a la siguiente, pues mi padre era oficial de la Fuerza Aérea”. En los años 70, mientras estudiaba fotografía, comenzó su carrera profesional para la revista Rolling Stone. Trabajó con personajes como los periodistas Hunter Thompson y Tom Wolfe, consumió drogas hasta el punto de confesar que “casi le entrega su alma” a ese vicio, cubrió eventos como la renuncia de Richard Nixon, el lanzamiento de Apollo 17 y fue la fotógrafa oficial de una gira de The Rolling Stones. Para esa publicación, Leibovitz tomó la icónica imagen de Lennon y Ono en 1980.
Poco después de eso cambió de rumbo: dejó el ambiente pesado de Rolling Stone y se vinculó a Vanity Fair. Desde entonces, las estrellas no han parado de posar para ella. “Annie se preocupa profundamente por cada fotografía”, explicó a SEMANA Julian Dufort, quien fue su asistente hace diez años. “Ella sabe que cada vez que se reúne con un personaje es una experiencia única”.
Dufort sabe de qué habla. Él asistió a Leibovitz en una de sus portadas históricas para Vanity Fair: la de Arnold Schwarzenegger esquiando en Sun Valley, Idaho, en 1997. “Casi no logramos subir hasta la cima de la montaña. La compañía que operaba el helicóptero dijo que había demasiado viento y casi cancela la sesión. Finalmente soportamos una tormenta de nieve y llegamos a la cumbre, que era como del tamaño de una sala cualquiera, donde debía caber todo el equipo de trabajo. Ella definitivamente va más allá de lo que otros fotógrafos están dispuestos a soportar”.
De eso último también da fe otro de sus antiguos asistentes, Darien Davis, quien todavía recuerda asombrado cómo, en su primer día de trabajo, tuvo que acompañar a Leibovitz a fotografiar al bailarín David Parsons en las gárgolas de la terraza del edificio Chrysler, a más de 200 metros sobre las calles de Manhattan. “Ella no tenía arnés y estaba a una gran altura. Yo sólo pensé: ‘¿será que esto siempre es así?’ Es que para Annie, la seguridad personal no es tan importante como lograr la foto ideal”.
Esa perseverancia extrema es la que la ha llevado a convertirse en una mujer cuyo trabajo es reconocido alrededor del mundo. “La pasión por lo que hace es incomparable”, dice Davis. Y Dufort añade: “Por lo menos para mi generación, Annie es la fotógrafa más grande del mundo”. Tampoco es gratuito que haya sido catalogada como una “leyenda viviente” por la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.