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LEO SZILARD

Le cabe, como a Oppenheimer, la paternidad de la bomba atómica, pero su nombre apenas si aparece en los anales del invento.

2 de septiembre de 1985

Su papel en el nacimiento de la era atómica no pasa de ser una nota de pie de página en los libros sobre el tema. El silencio oficial hizo que prácticamente desapareciera de los anales de uno de los inventos más contradictorios del siglo XX. Se trata del húngaro Leo Szilard, un hombre de quien algún científico contemporáneo dijo que era "un inagotale pozo de ideas".
Un día de octubre de 1933, cruzando una calle de Londres, a donde había llegado presintiendo el peligro nazi, una idea brillante le vino a la cabeza. "Cuando el semáforo pasó a verde yo crucé la calle, escribió recordando el episodio, se me ocurrió repentinamente que si se podía encontrar un elemento que fuera bombardeado con neutrones y que emitiera dos neutrones cuando absorbiera un neutrón, tal elemento, si se reuniera en una suficiente cantidad de masa, podría desencadenar una reacción nuclear".
La idea iba a revolucionar el mundo. Había concebido la forma para liberar energía del átomo. Pero a Szilard no se le escapaba ni la promesa ni la esperanza que eso encerraba, especialmente teniendo en cuenta que había la posibilidad de que los nazis construyeran la bomba atómica. Sus colegas se mostraron escépticos. Pero Szilard no era fácil de disuadir y persistió en su proyecto. Se convertiría en uno de los principales promotores de lo que sería el Proyecto Manhattan. Para muchos científicos, a él le corresponde, aún más que a Oppenheimer, quien fuera director científico del proyecto en Los Alamos (California), la paternidad de la bomba atómica.
Pero ¿por qué esta figura ha sido tan mal tratada por la historia? Una parte de la verdad está contenida en documentos de la Segunda Guerra Mundial que se conocieron mucho después. Ellos revelan que hubo una campaña oficial, casi una conspiración, para negar el reconocimiento a las contribuciones de Szilard en tiempo de guerra. Víctima de sospechas acerca de su lealtad política, fue uno de los científicos más sensibles con respecto al peligro que entrañaba la energía atómica y nunca se abstuvo de expresar sus temores en los círculos científicos.
Era un hombre de gran inteligencia y encanto, pero podía ser también arrogante y obsesivo. Se empeñaba en dirigir a sus colegas en todo, desde política hasta finanzas, para no hablar del aspecto científico, hasta el punto de que lo llamaban "el General". Creía en la superioridad de los científicos, y era más un gestor de ideas que un ejecutor de las mismas. Las ideas le venían sorpresivamente o las incubaba largamente en un insólito lugar: la tina del baño. Un físico amigo suyo, James Franck, dijo una vez jocosamente que Szilard debería conservarse en un refrigerador, para sacarlo cuando se necesitaran ideas nuevas. Einstein llegó a regañarlo por ser "demasiado inteligente". Sin embargo, hoy escasamente se conoce su nombre en los altos círculos científicos.
Nació en el seno de una modesta familia judía en Budapest, ciudad que abandonó para ir a Berlin en 1919. Quería estudiar ingeniería química, pero pronto se decidió por la física y rápidamente obtuvo su doctorado con una tesis sobre termodinámica que es considerada un clásico. Fue consultor y profesor, pero a medida que el nazismo avanzaba con pasos de animal grande, Szilard, que siempre tenía listas dos maletas por si acaso, dejó Berlín en marzo de 1933, dos meses antes de que Hitler llegara al poder.
Se instaló en Londres y allí se dedicó a investigar los elementos conocidos, para encontrar uno que pudiera generar la reacción en cadena. Pensó primero, y equivocadamente, en el berilio. Después, en 1934 desarrolló un nuevo principio para separar elementos radioactivos artificialmente. El trabajo lo ubicó como físico nuclear y obtuvo por ello una beca para Oxford. Más tarde, en 1938, decidió instalarse en Nueva York. Realizó una serie de visitas a científicos en busca de que alguien le parara bolas para sus experimentos, pero sin éxito alguno.
En enero de 1939, llegaron sorprendentes noticias de Alemania: Otto Hahn y Fritz Strassmann habían logrado la fisión del átomo de uranio, un preludio de la reacción en cadena. Szilard empezó a pensar en armas atómicas, pidió un préstamo de dos mil dólares y montó un experimento para mostrar que una emisión de neutrones acompañaba una liberación de energía del uranio. En la primavera de 1939, se reunió con Niels Bohr fundador de la moderna teoría atómica, quien rechazó la idea de fabricar pronto una bomba. Pero Szilard no se desalentó y teniendo en mente los experimentos de Hahn y Strassmann y la posibilidad de que los alemanes construyeran una bomba atómica, decidió que había que llamar la atención del presidente Roosevelt. Pensó que sólo un científico como Einstein podía ser un interlocutor efectivo. Puso manos a la obra, visitó a Einstein y logró que firmara una carta que se haría llegar a la Casa Blanca. Pero antes de que se reuniera un comité designado para estudiar el asunto, Szilard y otros físicos colegas suyos, Teller y Wigner, se presentaron ante el representante de la Armada, coronel Keith Adamson, para pedirle dinero para financiar el proyecto. Aunque reacio al comienzo, terminó por dar un apoyo federal de dos mil dólares. Era el punto de partida de lo que más tarde se convertiría en un proyecto de dos mil millones, el Proyecto Manhattan.
Una vez puesto en marcha, Szilard encontraría aún obstáculos: bloqueo de información e inclusive intervención de sus llamadas telefónicas y de su correspondencia. En 1942, el director del laboratorio de Metalurgia de la Universidad de Chicago, que había asumido buena parte del trabajo, pidió al general Groves, el director del Proyecto Manhattan, que trasladara a Szilard a Nueva York. Pero Groves rescindio la orden que le habían dado, temiendo que otros científicos, en señal de protesta, abandonaran el laboratorio de Chicago. Szilard fue testigo del triunfo del físico Enrico Fermi, que logró con una pila nuclear la primera reacción en cadena controlada.

CLAMANDO EN EL DESIERTO
A comienzos del año 45 se hizo evidente que Alemania, el blanco original de la bomba, no desarrollaría la mortífera arma y que, además, estaba al borde de la rendición. Szilard venía insistiendo en la necesidad de un control de las armas atómicas después de la guerra, y se opuso a que bombardearan a los japoneses. Quiso comunicarle sus preocupaciones a Roosevelt y logró una cita para mayo 8 del 45, pero el Presidente murió el 12 de abril. Szilard intentó después ponerse en contacto con Truman, pero el nuevo Presidente lo envió a entrevistarse con quien sería su Secretario de Estado, James Byrnes, quien le dijo que ya se habían gastado dos mil millones en el proyecto y que los científicos no obtendrían ganancias de la energía atómica después de la guerra, si el arma no era usada. Además, argumentó que si se bombardeaba el Japón, eso intimidaría a los soviéticos los haría más manejables.
No había vuelta de hoja. Szilard se dio cuenta de que las consideraciones morales habían pasado a un segundo plano y de que eran las geopolíticas las que tenían prioridad. Hizo esfuerzos hasta el último momento para oponerse a que la bomba fuera lanzada sobre el Japón, inclusive dentro de los mismos científicos. Oppenheimer no estuvo de acuerdo con él y era de la opinión de que los científicos no debían oponerse a los designios de la política o reclamar responsabilidad alguna para dirigir el uso del arma. Se escribió una petición que obtuvo 68 firmas de científicos, pero nunca llegó al Presidente. Sin embargo, se afirma que aunque la hubiera leído, Truman no hubiera impedido el bombardeo a Hiroshima y Nagasaki. La política había tomado ya su decisión.
Como Szilard lo había previsto, los inventores de la bomba perdieron el control de su creación. Después de la guerra, Szilard continuó su cruzada por la paz. Abandonó en 1946 la física nuclear e incursionó en campos como la biofísica y las ciencias sociales. En 1959, lo atacó un cáncer de la vejiga. Su pelo se tornó blanco, pero su actividad no disminuyó: dictó sus memorias, escribió cuentos, tomó notas, concedió entrevistas y... le ganó la batalla a la enfermedad. Pero no pudo hacerlo definitivamente con la muerte. En 1964 murió de un ataque al corazón. Tenía 66 años. Fue un heraldo, un heraldo negro de la era nuclear. Después de la devastación de Hiroshima y Nagasaki que aún nadie puede borrar de su mente, expresó sus dudas y afirmó: "Si el primer alquimista con éxito fue indudablemente Dios, algunas veces me pregunto si el segundo no podría ser... el mismo diablo". Ahora, 40 años después de la tragedia, el mundo continúa haciéndose la misma pregunta, probablemente con más razón que antes.