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Leonardo nació en la región de Vinci, y murió en Francia a los 67 años. Fotos: Getty Images

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Leonardo Di Caprio protagonizará a Da Vinci, el mayor observador

En su nuevo libro, Walter Isaacson aborda la vida del gran genio, un adelantado a su tiempo que, por su manera de observar, aprender y combinar conocimientos, definió al hombre del Renacimiento.

28 de octubre de 2017

El creador de la Gioconda (o Mona Lisa) y La última cena, dos de las más grandes obras de la pintura universal, solo completó un poco más de 20 obras, y dejó muchas a medio camino. En efecto, Leonardo da Vinci se consideraba sobre todo un ingeniero, y a veces se aburría frente al lienzo. Varias anécdotas lo pintan más humano de lo que se puede suponer. Cuando en su juventud tomó rumbo de Florencia a Milán, infló su hoja de vida cuando lo consideró necesario. Años después, mucho más maduro, se enfrascó en una puja de telenovela con Miguel Ángel, el maestro asceta que lo detestaba por su manera de comportarse, vestir corto, rosado y oler a flores, y por hacerle reparos a su David, epítome de la escultura renacentista.

Da Vinci, tan extraordinario como díscolo, nació como hijo ilegítimo, un hecho que lo libró de ser notario, como dictaba la herencia de su padre, y lo privó de una educación formal. Estas condiciones, a primera vista lamentables, lo liberaron para buscar y labrar su propio camino. Nunca extrañó el oficio de notario, y suplió su falta de instrucción formal con un frenético interés por hacerse preguntas y la curiosidad para responderlas.

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Walter Isaacson, exeditor de la revista Time y expresidente de CNN, se dio a conocer por su biografía de Steve Jobs, y precisamente abordó este proyecto influenciado por la vida del creador del universo Apple. Jobs consideraba a Da Vinci (1452-1519) su mayor inspiración por su manera de combinar sus conocimientos en sus creaciones y por su obsesión por indagar y saber más. Isaacson se interesó y, como acostumbra, se lanzó a fondo en la vida del genio. Hace diez años empezó a investigar al ingeniero, matemático, arquitecto y pintor nacido en Vinci. En ese lapso viajó a Venecia, Florencia, Milán, París, Londres y Seattle, en pos de las 7.200 páginas rescatadas de los cuadernos del “genio más creativo de la historia”. Isaacson basó su relato en los cuadernos (no en las pinturas) y complementó su trabajo con entrevistas, reseñas de críticos, opiniones de historiadores de arte, ensayos y otras tantas biografías.

El resultado es Leonardo da Vinci, el libro que Publishers Weekly considera “un tributo monumental a una figura titánica”, que en 624 páginas cuenta el camino de Da Vinci desde su cuna, en Anchiano, pasando por Florencia, Milán, Roma, Venecia y terminando en su lecho de muerte en Francia. Por medio de la cronología de su vida, Isaacson analiza el método creativo del gigante, un hombre que con naturalidad y habilidad conectó siempre las artes, la ciencia, las humanidades y la tecnología. Para la revista The New Yorker, “el libro se convierte también en un estudio de la creatividad, cómo definirla y conseguirla”.

Quizás la lección más importante que Isaacson extrae y disemina tras recorrer sus fuentes documentales -con ayuda de expertos y académicos- es que Da Vinci difiere de genios como Mozart, que son uno entre millones. “La gente más creativa tiende a ser multidisciplinaria, gusta de ciencia y de arte. Da Vinci es mucho más que una combinación de Jobs, Einstein y Franklin. Estudiar sus páginas fue bailar con la mente más creativa del universo. La gente ha escrito sobre su arte, yo quería escribir sobre cómo se enseñó a sí mismo siguiendo una curiosidad incesante que lo salvó de conformarse con el conocimiento de la época”, dijo el autor al portal The Daily Beast. Por eso, Isaacson cree que Da Vinci, un genio que no nació superdotado, deja lecciones valiosas sobre cómo educar: “Hay que alimentar la curiosidad de los niños, motivarlos a ver lo divertido en entender el arte y la ciencia, y a pararse en esa intersección, donde nace la creatividad”.

En efecto, empezó a llenar cuadernos desde finales del siglo XV. En unos más pequeños consignaba observaciones y bocetos rápidos, y dedicaba los más grandes a estudios profundos de geología, anatomía, hidráulica y botánica, entre otros temas. La característica en ambos es que fluyen textos e imágenes extraordinarias. Con el paso de los años, ellos ilustran cómo sus intereses fluctuaron entre el arte y la ciencia en manifestaciones y creaciones admirables, y también al servicio de la guerra, en quizás su más grande contradicción.

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Isaacson rescata las costumbres de Da Vinci, quien todas las mañanas anotaba las preguntas que le suscitaba la vida. Zurdo, por algún motivo escribía de derecha a izquierda: “¿Qué tanto difiere la presión del aire arriba o abajo del ala de un ave? ¿Por qué el cielo es azul?”. A veces, más que preguntas, el italiano se imponía tareas: “Describe qué es un estornudo, un bostezo, un espasmo, una parálisis, el sudor, la fatiga, el hambre, la sed, la lujuria”. Según Isaacson, con ese nivel de ebullición mental, si da Vinci hubiera nacido hoy, los médicos seguramente le hubieran recetado algo para calmarlo.

Claudia Roth Pierpont anota en The New Yorker que Isaacson a veces peca en su aproximación, y su texto se confunde con un método de autoayuda ‘davinciana’, pero aplaude las muchas anécdotas que comparte con respecto a cómo su arte reflejaba sus inquietudes. Entre estas se destaca el relato de cómo llegó a la sonrisa de Mona Lisa. En 1508, Da Vinci conoció en un hospital de Florencia a un viejo de más de 100 años con el que conversó amablemente. Cuando el hombre murió poco después, Da Vinci se propuso trabajar con su cuerpo. Lo diseccionó con cuidado, registrando cada paso. Estudió a profundidad los músculos de los labios, tendones, huesos, nervios, y sus conexiones. Buscó el lugar exacto en el que los sentimientos se originaban en el cerebro, e investigó la manifestación física de las emociones espirituales, las muecas, el fruncir del ceño, la expresión de sorpresa o júbilo. Como añade Gerard DeGroot en The Times, “Leonardo se preguntó cuáles músculos controlan los labios y cómo cooperan para comunicar sentimientos”. De estas inquietudes y procedimientos surgió la más misteriosa de las sonrisas del arte universal.

Niño de campo, dandi universal

Isaacson empieza por la raíz. Habla del padre de Da Vinci, Piero, un notario que vivía en Florencia y que, en 1452, habría tenido a Leonardo con Caterina, una huérfana de 16 años de una aldea cercana. Esta teoría (hay muchas más) proviene de investigaciones de Martin Kemp (profesor en Oxford) y Giuseppe Pallanti. Si bien al bautizo de Leonardo concurrieron muchas personas y tuvo diez padrinos, en su infancia no vivió con Caterina ni con Piero, que tenían marido y mujer respectivamente. Leonardo creció con su abuelo Antonio y un tío cercano, que llevaban una tranquila vida campestre.

Varias muertes en la familia condujeron a su padre a llevar a Leonardo, de 12 años, a Florencia. La ciudad vivía un boom artístico, arquitectónico (con palacios impresionantes) y parecía una galería viva de la generación pasada, liderada por Donatello. En Florencia, anota Isaacson, había más talladores de madera que carniceros, y el clima que favorecía la creación y la imaginación le cayó perfecto al joven Da Vinci. Piero nunca hizo esfuerzos por legitimar a su hijo, pero sí obedeció sus gustos por dibujar y esculpir. Logró que Andrea del Verrocchio, prominente artista y cliente suyo, tomara a Leonardo bajo su batuta. Este lo instruyó en pintura y escultura, pero también le enseñó a trabajar con metales y le dio bases de ingeniería.

En el taller, Verrochio quedó impresionado por Leonardo. Además de ser muy buen mozo y agraciado, sus técnicas eran novedosas y su pincel, imaginativo. En las primeras biografías dedicadas a los maestros del Renacimiento, Giorgio Vasari aseguró, en 1550, que Verrocchio se retiró de la pintura cuando vio lo que Leonardo podía hacer. Da Vinci pasó casi diez años en ese taller trabajando y viviendo con su maestro. En 1476 tuvo sus primeros líos con la ley. Lo acusaron de sodomía, un acto satanizado entonces. Isaacson argumenta que esa acusación lo alejó de su padre definitivamente y también lo distanció del gran mecenas del boom florentino, Lorenzo de Medici. Por esa razón, o por su falta de experiencia en pintar frescos, este lo dejó por fuera de la lista de candidatos para pintar la Capilla Sixtinaque le entregó al papa Sixto IV, en 1481. De una u otra forma, su vida pedía un cambio, y lo buscó.

A sus 30 años, Da Vinci tomó rumbo a Milán. Allá presentó su hoja de vida, “que lidera el ‘ranking’ de las más infladas de la historia”, según el autor. Da Vinci se presentó al patrono de la ciudad, Ludovico Sforza, como ingeniero militar, diseñador de fortalezas, ingeniero hidráulico, constructor de puentes y arquitecto de túneles. También ofreció sus diseños de cañones, catapultas y de carrozas acorazadas. Y muy abajo, casi escondido, añadió que pintaba. Isaacson asegura que consiguió un trabajo por su extrovertida personalidad más que por sus dotes magnificadas.

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En Milán pasó 17 años en los que encajó perfecto en el estereotipo del dandi. En efecto, si bien empezó con trabajos de plomero, se destacó por su habilidad para montar espectáculos y fiestas. Para muchos académicos desperdició mucho tiempo y talento, pero en esa etapa vivió a gusto, mientras vistió de seda y satín rosa y púrpura. Retrató a las damas de Sforza, también dibujó su famoso Hombre de Vitruvio (1490), un ejemplo de su cruce entre bellas artes y ciencias. Comenzó a registrar sus actividades y observaciones en sus cuadernos y, por otro lado, conoció a Gian Giacomo Caprotti o Salaì, como apodaba a su pupilo y luego amante por décadas. Se trataba de un “mentiroso, avaro y obstinado ladrón”, según afirmó Leonardo en 1491, pero lo fascinaba profundamente.

Sforza le encargó a Da Vinci pintar La última cena en la pared de la iglesia Santa Maria delle Grazie. Desde 1495, el pintor aplicó una mezcla especial entre óleos y témperas y dejó una obra maestra de vastas dimensiones (8,5 metros x 4,5 metros) que juega con las perspectivas y ha dado pie a fenómenos como El código Da Vinci, la muy exitosa novela de Dan Brown. Su talento le valió congraciarse con las tropas francesas de Luis XII que tomaron la ciudad en 1499. Pero esa cercanía lo obligó a dejar Milán, pues Ludovico podía reconquistar la ciudad y no vería ese hecho con buenos ojos.

Regresó entonces a Florencia, en la que curiosamente coincidió con Nicolás Maquiavelo, enviado del temido Cesare Borgia, con quién operó como ingeniero militar por ocho meses. Allá, ahora reconocido por la maestría de La última cena, se enfrascó en una disputa con Miguel Ángel Buonarroti, homosexual como él, pero reprimido a ultranza. A ambos les recomendaron pintar en un mismo espacio, y no soportaron la idea. Luego, cuando el más joven reveló su escultura de David, por sugerencia extraña de Da Vinci las autoridades florentinas optaron por cubrirle el miembro viril con una hoja de bronce que permaneció por más de 40 años.

En las décadas por venir tuvo subidas y bajadas. Completó la Mona Lisa de regreso a Milán, y allí conoció un nuevo amor, Francesco Melzi. La inestabilidad política lo forzó a salir, y pasó días complicados en Roma. Pero murió en relativa paz a los 67 años en Francia, en un palacio que le concedió el rey Francisco I.

Hace pocos días, Paramount Pictures compró los derechos de la biografía de Isaacson para realizar una película que protagonizará Leonardo DiCaprio. En pocos días, Christie’s subastará su Salvator mundi, con un precio base de 100 millones de dólares. El cuadro salió a la luz en 2005 y es considerado el redescubrimiento artístico más importante del siglo XXI (pues desde 1909 no se confirmaba ninguna pintura de su autoría). La leonardomanía, que tiene tantas aristas como Da Vinci intereses, apenas comienza.