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LOS ULTIMOS DIAS DEL SHA

Sexo y política hubo en la vida de Reza Pahlevi hasta su final en Panamá, según revelador libro.

26 de septiembre de 1988

Una noche de febrero de 1980, el embajador norteamericano e Panamá, Ambler Moss, fue despertado por la llamada histérica y angustiada que le hacía Robert Armao, encargado de asistir al depuesto Sha de Irán mientras era huésped incómodo del gobierno panameño y mientras grandes personajes como Henry Kissinger y David Rockefeller intentaban encontrarle otro lugar donde pudiera morir tranquilamente lejos de los cuchillos y los asesinatos de Khomeini.
Armao le dijo entonces al sorprendido embajador:"Quiero alertarlo sobre algo muy serio que está ocurriendo... Se han llevado al Sha. Creo que ha sido secuestrado".
Durante las últimas semanas, los peores rumores habían ocurrido en Panamá sobre la suerte del anciano y destruido monarca. Se afirmaba, por ejemplo, que el general Omar Torrijos estaba negociando la entrega del visitante a su peor enemigo, con el fin de obtener la liberación de los rehenes norteamericanos que permanecían en la embajada en Teherán tras tres angustiosos meses de negociaciones.
Tratando de calmar al histérico Armao, el embajador comenzó a llamar telefónicamente a todo el mundo. Torrijos no estaba. Noriega tampoco aparecía. Cuando pensaba seriamente en llamar a Washington, encontró a las 8:30 de la mañana al presidente Aristides Royo, a quien le soltó enseguida la pregunta: "¿Dónde está el Sha?". "Hombre, ¿no sabes que hasta el Sha puede tener derecho a una cana al aire?". El embajador no podía creerlo: el gobierno panameño le estaba sirviendo de celestina al Sha.Agonizando como estaba y con las relaciones conyugales deterioradas, el Sha se dejaba "secuestrar" en la noche para pasar una velada romántica en un hotel de Panamá.
Este incidente ridículo y pintoresco forma parte de un libro que apenas comienza a circular ahora en varios idiomas, escrito por William Shawcross y titulado The Shah's last ride, en el cual se reconstruye con toda clase de detalles, la odisea final de este hombre.
En el libro, a propósito de estas escapadas sexuales del Sha, se hace un recuento del estado de depravación y desorden que reinaba al momento de caer la dinastia de los Pahlevi. En medio de la corrupción, quien parecia tener las riendas de ese caos era la favorita del emperador, su hermana gemela la princesa Ashraf, objeto de toda clase de murmuraciones. En la historia de las dictaduras modernas pocas figuras tan extrañas y compulsivas como ella, quien se consideraba más cercana al hermano que sus esposas. Presunta cabeza del tráfico de drogas (demandó a varios periódicos y los hizo rectificar cuando publicaron historias sobre este tema), para nadie era un secreto que ella era más agresiva y más masculina, si se quiere, que el emperador y especulaban sobre un posible cambio en los genes al momento de ser concebidos.
Paralelamente a la corrupción propiciada en buena parte por la hermana del Sha, el libro también analiza el rápido proceso de descomposición alentado por el monarca y sus serviles ministros. Mientras Irán aumentaba su fuerza petrolera en el golfo Pérsico, crecía también el poder de la policía secreta que dependía personalmente del soberano, la Savak, que imponía miedo entre los ciudadanos y se convirtió en la pesadilla de intelectuales y liberales iranies. Todas las empresas extranjeras del país tenían varios funcionarios que eran policías y los mismos ministros se sentían vigilados y acosados. La corrupción siguió creciendo y mientras las reformas sociales del Sha se estancaban, mientras la pobreza aumentaba en las clases más populares, el monarca permanecía sordo y ciego, y cuando intentó detener la hecatombe ya las fuerzas de Khomeini estaban ubicadas muy cerca.
El Sha era un obseso sexual. Según el autor Shawcross, prácticamente no había negocio o decisión oficial que no tuviera alguna relación con el sexo. Las historias animaban las tertulias en las embajadas. Que el Sha había pretendido hacerle el amor a la hija de un ministro mientras volaban en un helicóptero sobre Isfahan; que tenía una amante muy joven en París, que las amantes del extranjero enviaban las facturas de su ropa y sus comidas a la embajada iraní más cercana para que las pagaran; que la reina se sentía avergonzada con estas infidelidades; que en el extranjero nunca compartían habitación porque quería dejarlo libre para sus conquistas; que al llegar al festival de Venecia, el prefecto local se había escandalizado cuando el Sha le pidió una mujer para la noche y tuvo que intervenir el primer ministro, Andreotti, para satisfacer el apetito del monarca.
El Sha las preferia europeas, rubias, muy jóvenes y con la boca grande. La mayoría de las muchachas que estuvieron con el monarca en los setenta coinciden en calificarlo como un hombre triste que buscaba más su compañía y su conversación que su cuerpo. En ocasiones sólo bailaban lánguidos tangos, bebían "Chivas", comían caviar y se sentaban juntos a mirar la salida del sol.
Con todo ese trasfondo de corrupción, soledad, ambición, ceguera política y decadencia, el libro retoma la historia en febrero de 1980 cuando el embajador es despertado por Armao. Ya llevaba un año vagando por el mundo después de ser depuesto. Estaba condenado por el cáncer. Hasta ese momento numerosos médicos lo habian tratado, en Teherán y el extranjero, y es evidente que, por incapacidad o por miedo, prefirieron ocultarle la gravedad del mal. La verdad es que tocar el cuerpo del monarca era casi imposible porque el protocolo lo prohibía y los médicos hacían verdaderas maromas para auscultarlo apropiadamente. Cuando en 1979 el cáncer fue revelado, era muy tarde pero casi todos entendieron por qué el Sha y sus allegados habían guardado el secreto: si los norteamericanos, sus principales aliados, se enteraban, entonces lo dejarían a su suerte porque el fin estaba cerca.
A finales de abril de 1979, cuatro meses después de la salida de Teherán, el Sha descubrió que tenía una especie de pequeño nudo en el cuello y su médico francés voló a Bahamas donde la familia estaba asilada. Cuando fue evidente que la única parte donde el Sha sería tratado adecuadamente era Nueva York, el presidente Carter aceptó que la familia real viajara a Estados Unidos. En la noche del 22 de octubre de 1979 ingresó al New York Hospital con el nombre de David Newson.
El 4 de noviembre de 1979 se produjo la toma de la embajada americana en Teherán y miles de enfurecidos militantes de Khomeini pedían la entrega del Sha. Para que las negociaciones pudieran al menos comenzar, era evidente que el enfermo tenía que salir de territorio norteamericano, y en medio de escoltas del FBI, uno de los hombres más ricos del mundo tuvo que bajar hasta el sótano, seguir en medio de desperdicios por un callejón trasero y ser embarcado en una limosina hacia el aeropuerto de La Guardia. Después de una tormentosa escala en San Antonio, encerrados en un hospital, siguieron hacia el único país del mundo que los aceptaba, Panamá, donde un hombre afable y dicharachero, dicen las malas lenguas, aceptó la visita porque le tenía muchas ganas a la fortuna de los Pahlevi.
Comenzó entonces el tira y afloje con los iraníes pidiendo que Torrijos asesinara o entregara al Sha, mientras Carter quería que los rehenes fueran liberados en Teherán y el soberano cada vez desconfiaba de todos, hasta de su sombra. Era un prisionero y en el fondo, ya no le importaba. Cuando las presiones ya eran intolerables, mientras aumentaban los rumores sobre un inminente asesinato o secuestro de la familia real, organizados por Torrijos y Noriega, el presidente Carter habló con Sadat y éste aceptó recibir al monarca en desgracia. El viaje, sin escalas, le costó al Sha más de 250 mil dólares, un auténtico robo. Lo operaron varias veces , lo siguieron sometiendo a radiaciones salvajes, el cuerpo se le iba reduciendo, los iraníes presionaban, los rehenes seguían atrapados, los médicos que llegaban en enjambres y cobrando excelentes honorarios y gastos de viaje, no se ponían de acuerdo y el Sha entró en franca agonía.
Como recuerda Farah Diba para este libro, el Sha jamás se quejó, nunca abandonó su dignidad real, nunca protagonizó una escena de histeria o desesperación.
A las cinco de la mañana, cuando el sol es apenas una raya de tigre en el cielo de El Cairo, parecida a la piel de los tigres que el Sha había cazado tantas veces, la hermana sintió que la mano que apretaba, una mano pequeña y afeminada, comenzaba a enfriarse mientras el ruido de los monitores y aparatos clínicos se detenía. La muerte le llegó finalmente el 27 de julio de 1980, para terminar los sufrimientos de un hombre cuya historia hubiera podido ser un cuento de hadas.