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A pesar de que Sharif nació en 1932 en Alejandría (Egipto) tuvo una educación occidental, de corte británico. Su mostacho tupido y sus ojos expresivos lo caracterizaron en las decenas de largometrajes que protagonizó.

IN MEMÓRIAM

El hombre de los ojos oscuros

Omar Sharif fue un extraordinario actor que arruinó su carrera por sus adicciones al juego y a las mujeres. Murió arruinado y solo.

18 de julio de 2015

Cometí errores, pero nunca me arrepentí. Eso me hubiera hecho infeliz. Y considerando las circunstancias, creo que haría otra vez todo lo que hice”, afirmó el actor egipcio Omar Sharif en su autobiografía de 1978. Sharif vivió y murió como quiso. Modestamente reconoció que su fama mundial llegó con algo de suerte, siempre tuvo los pies en la tierra.

La semana pasada, Sharif murió de un ataque cardiaco en un hospital en El Cairo. Enfermo de
alzhéimer, sin un lugar al cual llamar su hogar y sumido en la quiebra, dijo adiós a una vida que vivió a sus anchas. “No soy rico, pero vivo la vida como alguien muy rico”, afirmó sobre sus gastos desaforados, usualmente asociados con su adicción a apostar y jugar a las cartas. Nunca maquilló sus problemas y motivaciones: “Creo que no podría vivir sin sostener cartas en mis manos”, aseguró. El actor fue recordado alrededor del mundo por sus roles más impactantes, en Lawrence de Arabia, (por el cual fue nominado al Oscar a mejor actor de reparto y ganó el Globo de Oro en 1963), en Doctor Zhivago (que le valió el Globo de Oro a mejor actor en 1966), y en Funny Girl (1968), la película con la que irrumpió en Hollywood. Desde su década gloriosa, los sesenta, lo acompañó una fama de jugador adicto y mujeriego dulce.

Hay escenas que cimientan la carrera de un actor. Y la presentación de Sherif Ali, interpretado por el egipcio en Lawrence de Arabia (1962), basta para probarlo. Hasta filmar ese largometraje, Sharif era un éxito de taquilla en Egipto, pero la extensa escena en la que su personaje envuelto en ropajes negros surge de las dunas del desierto en su camello, se acerca a la cámara y revela su impactante rostro, lo catapultó de fenómeno local a ícono mundial en 1962. Muchos conocedores, como el actor Patrick Stewart, la definen como una de las mejores presentaciones en la historia del cine. Tomó dos días de rodaje y, a juzgar por la recordación que le generó a Sharif y a la cinta, fue un enorme acierto del director británico David Lean. Uno que se sumó al de escoger a Sharif para el rol.

Actor contra la corriente

Omar Sharif, cuyo nombre verdadero era Michel Demitri Chalhoub, nació en Alejandría en 1932, se crio en un ambiente aristocrático y católico. A sus 11 años, y con sobrepeso, su madre lo inscribió en un internado de corte inglés, del cual salió mucho más delgado y hablando perfecto el idioma. Así pues, creció hablando francés en su casa, aprendió el inglés en el internado y luego se graduó de matemático y físico de la Universidad de El Cairo. Trabajó por unos años en la compañía de su padre, pero siguiendo su pasión y aprovechando su porte definió su futuro en la actuación y se enroló en la Royal Academy of Dramatic Art en Londres.

Sharif solo aprendió árabe cuando regresó y empezó a figurar en producciones locales en la década de los cincuenta. Quería evitar que sus padres lo reconocieran, pues estos esperaban que escogiera una profesión más digna, pero después de un tiempo poco le importó. En 1954 empezó a figurar y un año después conoció a Faten Hamama en un rodaje. Compartieron un set, actuaron en Siraa Fil-Wadi, se enamoraron y, una vez Sharif se convirtió al islam (y cambió su nombre a Omar El-Cherif), se casaron en 1955. En la época, Hamama era muy famosa y la pareja se convirtió en un fenómeno cultural. Sharif filmó 20 películas en un lapso de cinco años, incursionando incluso en el cine francés y se cimentó como un ícono del cine egipcio, hasta que su inglés, sus facciones, su mostacho y sus ojos llamaron la atención del director británico David Lean, quien terminó por cambiar su vida.

Las pasiones eternas

Las mujeres jugaron un papel clave en su vida, tanto en la realidad como en el mito del que la prensa hizo eco. “Ojalá hubiera vivido la vida que me atribuyen”, afirmó, sobre los rumores de sus romances con sus coprotagonistas. Sharif aseguró que su único amor fue su esposa, Hamama, de la cual se separó en 1974 y con la que tuvo un hijo, Tarek (que de niño interpretó a un joven Zhivago en la cinta protagonizada por su padre). Pero más allá de sus modestas declaraciones, tuvo historias románticas con incontables divas del cine como Sophia Loren, Julie Andrews, Catherine Deneuve, Anouk Aimée y Barbra Streisand, con quien protagonizó su primera película en Estados Unidos. Aimée lo recuerda como “un ser profundamente delicado, bien educado, rodeado de misterio e interesado en los demás”. Sharif también se involucró con decenas de mujeres mientras saltaba de grabación en grabación, hotel en hotel y casino en casino.

El juego fue otro de sus motores. Su madre, íntima amiga del rey Farouk, fue una apostadora endiablada y sembró en el joven esa tendencia. Una que se manifestaba de distintas maneras. Desde que se hizo hincha del club de fútbol británico Hull City, Sharif llamaba desde locaciones remotas a preguntar si había ganado. Con las cartas la situación fue más intensa. En bridge se convirtió en una autoridad, escribió un libro y muchas columnas de prensa sobre el juego y se comportaba en la mesa según su idea de que el bridge era como hacer el amor: “Se necesita un buen compañero o una buena mano”. Pero el saberse talentoso lo hizo propenso a la adicción, y en otros juegos su suerte era distinta. Una noche de 1991 sacrificó 1 millón de dólares en la ruleta, un hecho que lo forzó a vender su apartamento en París, el último lugar al que llamó casa. Tras su década gloriosa en los sesenta, actuó en películas mediocres porque sus deudas lo llevaron a aceptar muchos papeles por el dinero. También porque odiaba decir no.

Pero nunca culpó a nadie más que a sí mismo. Por eso, antes que una figura del cine, se despidió un ser humano lleno de virtudes y vulnerabilidades, un verdadero señor.