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Peggy Guggenheim, una historia de sexo, arte, dolor y fama

La gran mecenas artística del siglo XX fue tan promiscua y transgresora como los cientos de artistas que apoyó y con los que intimó. Un documental recoge su vida, marcada por el dolor, y un legado que gana importancia con el paso del tiempo.

5 de agosto de 2017

Margaret ‘Peggy’ Guggenheim trascendió su linaje y labró un legado propio en una familia cuyo apellido distingue museos de fama mundial en Nueva York, Bilbao, Berlín y Venecia. Lejos de la sombra, pero no de las críticas de sus tíos y de una sociedad que la tildaba de ‘pobre niña rica’, Peggy se convirtió en la más influyente mecenas artística del siglo XX. Acaudalada e imperfecta, criticada y maltratada, vivió dónde y cómo le vino en gana, se acostó con todos los artistas y escritores que quiso –como Samuel Beckett–, y dio rienda suelta a un apetito por el arte vanguardista que le dejó al mundo en su gran colección en el Palazzo Venier dei Leoni de Venecia. Entre placeres, inseguridad por su prominente nariz y profundas cicatrices emocionales (perdió a su padre, su hermana, uno de sus amores y a su hija), encontró en el arte y la pasión los motores de su vida, en una época en la que la sociedad los miraba con buenos ojos en los hombres, pero los condenaba en las mujeres.

Por sus muchas anécdotas, escenarios y personajes, la vida de Peggy podría fácilmente alimentar una película de Hollywood. Pero, hasta ahora, nadie la había retratado como Lisa Immordino Vreeland en el documental Peggy Guggenheim: Art Addict, que ha llegado por olas al mundo. Se estrenó el año pasado en Reino Unido, hace un mes en Francia y desde hace semanas se encuentra subtitulado en Colombia en YouTube. Art Addict relata las varias fases de la vida de Guggenheim y las hilvana con la última entrevista que concedió antes de morir, de 81 años, en 1979. También incluye voces como las de la artista Marina Abramovic y el galerista Larry Gagosian. Y se suma a varias biografías como Art Lover: A Biography of Peggy Guggenheim de Anton Gill, Mistress of Modernism: The Life of Peggy Guggenheim de Mary Dearborn, y a su autobiografía Out of This Century (que algunos rebautizaron ‘Memorias de una ninfómana’).

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Para vivir como lo hizo tuvo que escapar de su destino en los círculos de la alta sociedad neoyorquina. Viajó a París en cuanto recibió 450.000 dólares de la herencia de su padre (una suma considerable, pero lejana a los 70 millones de dólares que muchos especularon). Allá se casó con Laurence Vail, en sus palabras, “para perder la virginidad”, y entró en contacto con bohemios, artistas y escritores. Guggenheim siguió su corazonada y, sin formación artística pero con gran olfato, se dejó guiar de maestros como Marcel Duchamp, quien en medio de un affaire con ella la instruyó en la diferencia entre lo surrealista y lo abstracto. La muerte de su madre en 1937 le representó otros 450.000 dólares, que decidió usar para abrir la galería Guggenheim Jeune, el año siguiente en Londres. Allí presentó trabajos de Jean Cocteau, Kandinsky, Moore y Calder. Y si bien tenía planes para hacer un museo, la guerra que asomaba lo impidió.

Al mismo tiempo, entre 1938 y 1940, Peggy afinó su criterio y adquirió una de las colecciones más importantes de la historia, con trabajos de Picasso, Dalí, Braque, Miró, Mondrian, Léger y el escultor Brancusi, entre muchos otros. Se propuso adquirir un cuadro por día y lo logró contra la corriente, negociando con agilidad y arriesgando su vida, pues los nazis se acercaban a la Ciudad Luz. Las obras le costaron 40.000 dólares y, curiosamente, el Louvre de París rechazó protegerlas en sus bóvedas de la devastación de la guerra. Hoy valen miles de millones de dólares y existen, en gran medida, porque Guggenheim las adquirió y las salvó al enviarlas a Estados Unidos. Pero también patrocinó artistas y con ese apoyo salvó vidas al ayudarles a escapar del fascismo que consideraba su arte degenerado. Así lo hizo con Max Ernst, expresionista con el que luego se casó.

De vuelta a Nueva York, en 1942, abrió Art of This Century, una galería icónica en cuanto a las obras y la forma de presentarlas. En esta, Guggenheim congregó las corrientes europeas y estadounidenses, lo abstracto y lo surreal, y en la noche de apertura usó en una oreja un arete de Tanguy y otro de Calder para “mostrar su imparcialidad”. También entre 1941 y 1946, años en los que descubrió e impulsó a Jackson Pollock (su mayor orgullo), dio vitrina a Willem de Kooning y Mark Rothko, entre otros, y le inyectó vida al expresionismo abstracto norteamericano. Además, rompió paradigmas cuando montó una exhibición dedicada exclusivamente a 31 artistas mujeres.

Hastiada de su país, donde nunca se sintió a gusto, vivió su último capítulo en Venecia, la ciudad con la que siempre soñó y que la recibió al terminar la Segunda Guerra Mundial. La biennale de 1948 se sirvió de su colección, que luego montó en su propio palazzo, donde sigue maravillando a sus muchos visitantes, que en cada salón se topan con obras maestras. Y si bien odiaba envejecer, entre varias razones porque no podía tener más amantes, vivió rodeada de sus adorados perros lhasa apso, algunos enterrados con ella cuando murió en 1979. En sus muchos años allá, hizo de Venecia una parada obligada en la escena del arte mundial.

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Burbuja y liberación

Margaret nació de la unión de dos familias multimillonarias: Guggenheim y Seligman. De niña, junto a su padre Benjamin, su madre Floretta y sus hermanas Benita y Hazel, vivió en palacios en la Quinta Avenida de Nueva York y se educó como dama de alta sociedad, pero esto no le significó mayor alegría. Nunca se calló, y de niña criticó a su padre por tener muchas amantes, pero lo adoraba. Por eso nunca se repuso de su muerte, en el naufragio del Titanic, cuando ella apenas tenía 14 años.

Sus padres representaban una manera de vivir que ella no deseaba, y de la que se libró, valiente y determinada a hacerse un vida entre artistas y escritores”, dijo a SEMANA su biógrafa Mary Dearborn. En efecto, la muerte de Benjamin y los tratos de su excéntrica madre, Floretta, que repetía todas sus frases tres veces y usaba tres relojes, la impulsaron a escapar. Encontró trabajo en una librería de la ciudad, en la que entró en contacto con las artes. Y en 1920, apenas pudo, tomó rumbo a París donde le esperaba la liberación.

En la Ciudad Luz se entregó de lleno al arte y al sexo. Inspirada por los frescos eróticos de Pompeya, se propuso recrear todas esas posiciones con su marido de turno y con otros. Los artistas talentosos le atraían casi patológicamente, y repetidas veces mencionó que la “buena charla” le resultaba un gran afrodisiaco. Estimó haberse acostado con más de 1.000, ella misma se llamó ninfómana y confesó, con alta dosis de valentía, los varios abortos que tuvo. Alguna vez le preguntaron cuántos maridos había tenido, y contestó: “¿Míos o de las otras?”.