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POR ARTE DE MAGIA

En silencio y sin torcer más cucharas, Uri Geller disfruta de inmensa fortuna ganada por su poder mental

8 de diciembre de 1986

Nunca antes como hace una década, el mundo había visto tanta cuchara retorcida, tanto reloj archivado que de golpe echaba a andar o tanto reloj en perfecto estado que se detenía súbitamente. Eran los años de Uri Geller, cuyo poder mental tomó fama internacional y se paseó por el planeta con su asombroso show de poder síquico a larga distancia: no era necesario que él estuviera presente para provocar esos desarreglos, sino que a través de la televisión transmitía su fuerza y las cucharas de la teleaudiencia no quedaban sirviendo ni para tomar la sopa.
En Colombia, hacia el 75, estuvo este judío de mirada penetrante y fue mucho lo que dañó, aunque también hay testigos que juran haber vuelto a oír las campanadas de la hora en relojes que estaban mudos hacía tiempo. Su poder intentó ser aprovechado en la ubicación de un secuestrado célebre (hubo recorridos en helicóptero sobre la Sabana de Bogotá a ver si descubría el cautiverio), pero el fracaso fue menos estruendoso que sus éxitos.
De repente --después de tanto asombro y también de que sus poderes hubieran sido cuestionados por científicos--, Uri Geller se marchó por la senda del olvido, pero recientemente dos periodistas brasileños descubrieron dónde, cómo, con cuánto y con quién vive este fenómeno síquico que ya tiene 40 años, un nuevo estilo de vida y una montaña de dinero conseguida porque (judío que es) supo aprovechar muy bien su cuarto de hora.

ATLETA,VEGETARIANO Y MILLONARIO
Geller fabricó su fortuna usando lo que el mundo le reconocía. Así, asesoró a gobiernos que querían descubrir o encontrar algo, y a compañías multinacionales en la búsqueda de petróleo o minerales preciosos. Con su nombre se crearon juegos de mesa; en algunas redes de televisión mantuvo programas y, en fin, en todos los campos que le daba su mente incursionó, menos--se dice--en la relojería, porque eran tantos los que arreglaba como los que dañaba.
Esa actividad le dio un dinero y ese dinero bien invertido le dio más dinero. Por ese camino llegó a construir una fortuna que goza de casas en Japón, México y Suiza, un chalet en Italia, un refugio en alguna parte de Europa donde va a pintar y por cada cuadro le pagan 15 mil libras esterlinas (unos cuatro millones y medio de pesos), un apartamento en el centro de Londres y una casa en las afueras de esa ciudad que es su estrella: le costó un millón de libras esterlinas (318 millones de pesos) y, para ponerla a todo confort, le invirtió otro millón de libras esterlinas (otros 318 millones de pesos). Esta mansión se la compró a un árabe y revela no tanto el sibaritismo de Geller como su inclinación naturista: tiene cinco salones, diez suites, dos cocinas, una cancha de tenis, una huerta inmensa, un lago con peces dorados, un embarcadero donde ancla el yate en el que suele hacer correrías por el Támesis y un refugio nuclear con paredes de dos metros de espesor.
Todo ese confort no quiere decir que el ex fenómeno síquico sea un hombre que viva disfrutando del mundo y sus placeres. Al contrario, es un millonario excéntrico no por el escándalo con que gasta su fortuna, sino por su recato: es un vegetariano que cultiva sus propias hortalizas y verduras y un jogging afiebrado que trota dos horas muy por la mañana y, para completar el ejercicio, hace otras dos horas de bicicleta estática.
Su vida, que comparte con su esposa Hanna y sus hijos Daniel y Natalie, es disciplinada, metódica, cronometrada. En una palabra, aburrida. "Cuando monto en bicicleta estática en una de las cinco que tengo dispersas por la casa, puedo leer y estar pendiente de mis negocios", dice orgulloso Geller y risueño, agrega: "Pero cuando hablo por teléfono en medio del ejercicio tengo que aclarar qué hago, para que no se piense que estoy haciendo el amor".
Su régimen alimenticio es drástico: sólo consume de 35 a 50 calorías todos los días y no se excede en los carbohidratos, porque su obsesión es mantenerse en forma y no contaminarse con ningún alimento. Por eso "cuando sucedió la catástrofe de Chernobyl, recogí en mi despensa diez mil garrafas de agua natural, por lo que pudiera pasar", cuenta orgulloso de llevar la vida que lleva, exenta ahora de las miradas de perplejidad que levantaba su paso cuando, hace ya una década torcía cucharas y desordenaba u ordenaba relojes.