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Por los que sufren

Después de 13 años ayudando a las viudas y a los huérfanos de Urabá, la hermana Carolina ha decidido llegar también hasta Chocó. Esta es su historia.

12 de mayo de 2007

Esa noche de 2001 dos niñas llegaron hasta la casa de las hermanas en el barrio Chinita de Apartadó. Era la una de la madrugada.
 
“Hermana, hermana, mi mamá... hermana la mataron, la mataron” le gritaban llorando a la hermana Carolina, directora de la fundación Compartir. Ella las acompañó hasta el barrio Santa María, donde vivían con su mamá. El cadáver estaba expuesto en la mitad de la calle, cerca de su propia casa de donde la sacaron los paramilitares a las 10 de la noche para acribillarla al frente de sus hijas. Llevaba tres horas tendida en el suelo porque la Fiscalía estaba ocupada atendiendo otros muertos, en otros barrios. Pero en las primeras horas de la mañana, cuando el cuerpo sin vida comenzaba a ser un espectáculo para todo el barrio, la religiosa decidió levantar el cadáver. Aunque era la primera vez que hacía algo semejante, el dolor y la sangre ya eran habituales en la vida de la hermana Carolina Agudelo.

“Yo me gradué en el horror en Medellín”, dice ella, recordando los años 80, cuando era rectora del Colegio Fe y Alegría en Blanquizal, uno de los barrios más violentos de la ciudad. Allí estuvo al frente de la institución durante 12 años y no era raro que varias veces a la semana, antes de abrir el colegio, se encontrara un muerto tendido en la entrada. Un muerto que podía ser uno de sus propios alumnos.

Luego la trasladaron a Magangué, Bolívar, donde estuvo por pocos años. En 1994 llegó a Apartadó, en el Urabá antioqueño, por esos días una de las zonas más convulsionadas del país. En un principio, su misión fue atender a las viudas y los huérfanos de la masacre guerrillera en el barrio de invasión La Chinita. “Hay un montón de viudas allá y necesitamos que alguien les ayude”, dijo el obispo de la época y le comentó, además, que la tarea no tardaría más de seis meses.

“Acá en Apartadó no había nada, recuerda la hermana, comencé a preguntar en las diferentes instituciones con qué me podían ayudar”, pero en plena recesión económica fue poco lo que encontró. Con algunas sillas y mesas, un ventilador y un escritorio decidió sacar un aviso en el periódico local en el que se leía ‘Próximo lunes 7 de febrero, se inaugura centro para las viudas’, y así fue. Seis días después de llegar al Urabá, la hermana Carolina ya estaba inaugurando la Fundación Compartir.

Aquel primer día llegaron casi 40 mujeres y lo primero que hizo fue preguntarles después de la muerte de sus maridos cuáles eran sus más grandes necesidades. Y hubo dos respuestas claras y directas: querían que sus niños tuvieran un jardín infantil donde estuvieran alejados de la guerra y, para ellas, querían un lugar donde pudieran ‘compartir’ sus duras vivencias. De ahí el nombre de la fundación.
Hoy atiende 1.700 viudas y 6.000 huérfanos por causas violentas en todo el Urabá antioqueño. Maneja un presupuesto anual de 700 millones de pesos y tiene centros de capacitación técnica, sicológica y alfabetización en Chigorodó, Carepa, Turbo, Currulao, Apartadó, San Pedro de Urabá, Arboletes, Mutatá y Necoclí. Tiene hogares infantiles y hogares para adolescentes en igual número de municipios y el próximo mes inaugura un centro donde se atenderá a la población infantil de Riosucio, Chocó.

“Será para 60 niños y será el más bonito de todos”, dice la hermana sin ocultar la emoción por llegar a una zona tan necesitada. La idea con este centro infantil no es sólo atender a una comunidad poco acostumbrada a este tipo de establecimientos, sino dar el primer paso de la Fundación Compartir en Chocó. Se espera que más adelante el Hogar de Riosucio también se convierta en un Hogar para la Ternura. Un programa que ya está en el Urabá y que consiste en tratar directamente los problemas familiares de cada municipio mediante la participación de sicólogos, trabajadores sociales y las hermanas de la Fundación. “Hay mucho por hacer y tengo las mismas ganas de cuando llegué a Apartadó”, dice la religiosa.

Y se le notan. Es el mismo tesón que la viene acompañando desde muy joven, cuando tomó la decisión de dejar a su novio de toda la adolescencia porque quería ser monja. A los 18 años de edad, cuando trabajaba como secretaria para la Contraloría Departamental de Antioquia, pasó la carta de renuncia argumentando deseos de servirle a Dios. Nadie le creyó hasta cuando empacó maletas. Dejó el novio, el trabajo y la familia para encontrarse con una realidad más cruda pero que, al mismo tiempo, la motiva a levantarse todos los días a las 4:30 de la mañana a atender su fundación en Urabá.

Cuando se le pregunta cuál es la meta de Compartir, la hermana Carolina no titubea para decir: “La meta es que se pueda acabar. Que se llegue el año en que no haya viudas por la violencia y se pueda terminar”.