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¿UNA NUEVA EVITA DE LOS ARGENTINOS?

Amalita de Fortabat es la emperatriz del cemento en Suramérica, la mayor productora de carne en su país, cena en la Casa Blanca con frecuencia y reparte algo de su fortuna entre los pobres.

17 de febrero de 1986

Dicen que pagó 7 millones de dólares por una pintura de Turner en 1980 y giró un cheque por 10 millones para adquirir un Van Gogh. Adora el champán bien frío al mediodía con tostadas untadas de caviar. Sus fábricas de cemento producen más de cinco millones de toneladas anuales y su hacienda de 160 mil hectáreas la convierte en la mayor productora de carne en Argentina. Durante la guerra de las Malvinas prestó a los militares su flotilla de aviones, helicópteros y pilotos, y trabajó como voluntaria en los hospitales atendiendo a los heridos. Mientras otras señoras millonarias acosan las tiendas de la Quinta Avenida buscando pretextos para derrochar su dinero, ella se sienta a manteles con David Rockefeller para hablar de la deuda latinoamericana y por la noche cena con Henry Kissinger para seguir hablando de política internacional.
Tiene sesenta años, pero aparenta diez menos; y para algunos argentinos, especialmente los habitantes de barriadas de Buenos Aires que miran con asombro cómo acepta ser la madrina de un bebé desconocido y pobre, ella es la reencarnación perfecta del mito de Eva Perón. Se llama Amalia Lacroze de Fortabat y desde hace diez años, a la muerte de su segundo marido, se convirtió, ante la resistencia de los altos ejecutivos de sus empresas, en la cabeza de un imperio industrial que le permite comprarse esas pinturas, cenar hasta tres veces al mes en la Casa Blanca y figurar en todas las listas de gente sofisticada que se reúne con cualquier pretexto.
Exuberante, desinhibida, coqueta, malgeniada, sentimental, populista, así es esta mujer que tiene muchas acciones en empresas norteamericanas como Pan American y ha sabido manejar una entidad como Loma Negra la más grande fábrica de cemento de Suramérica, al tiempo que dirige personalmente la construcción de una clínica infantil muy moderna en Buenos Aires, entrega premios anuales para narradores y poetas, y financia exposiciones del arte argentino en el extranjero. Obviamente mantiene con el presidente Raúl Alfonsín las mismas estupendas relaciones que mantuvo con los peronistas y con los militares: esa habilidad política y personal es la que algunos le alaban hasta el delirio. Es más, algunos piensan que en el fondo Amalia quisiera lanzarse algun día a la presidencia.
Alguien que la conoce muy bien define su situación y la de otros millonarios argentinos con estas palabras: "Ser rico en este país es un ejercicio de supervivencia, y quizás el mejor ejemplo es la misma Amalita. Fíjese en su carrera: durante los setenta se dedicaba a entretener a las esposas de los militares y ahora Alfonsín la llama para que lo acompañe cuando va a la Casa Blanca".
Amalia vive en un edificio de trece pisos en la zona del Barrio Norte, en Buenos Aires, que equivale al Upper East Side, en Manhattan. El edificio tiene dos entradas, cada una con su portero uniformado, su lobby y su ascensor, pero una de las entradas es exclusiva de Amalita, su hija y sus nietos, quienes viven en un duplex encima de su apartamento. La otra entrada para los demás. La de ella, por supuesto, está construida en mármol blanco.
Un reportero que estuvo almorzando con ella en ese apartamento, contempló sin apetito alguno ante el pato a la naranja y las crépes de maíz, la colección que incluye dos Warhol con la imagen de Marilyn, una pintura de Turner de 1836, un Brueghel que está al lado de la piscina, un Gauguin y un Van Gogh, que se contemplan con un método sencillo: el visitante va cambiando de lugar en la mesa mientras retiran los platos.
Cándidamente le dice a los visitantes: "Quisiera que fueran a Catamarca, una de las provincias más pobres donde construí una planta de cemento muy moderna, una auténtica joya que me costó 194 millones de dólares, me gustaría que vieran las estupendas relaciones que tengo con la gente, cómo me dicen "Señora Amalita" o "La Señora" y cuando se presenta una huelga, ellos me llaman y me explican que tienen que hacer la huelga porque están sindicalizados, pero que la huelga no es contra mí ni contra la empresa. Ellos tienen casitas fantásticas, pobres pero fantásticas, con lindos colegios y hermosos parques para los niños, y yo les doy becas a los muchachos que quieren seguir en la universidad".
Los fines de semana se los pasa visitando las siete fábricas de cemento que tiene en el país, con más de 4 mil empleados, y luego se marcha a sus haciendas, donde pasa los domingos. Le preguntan cómo se define, y dice: "Soy una trabajadora, no soy ni seré una diletante". Agrega que un amigo la llama "Apolo 12" porque durante toda su vida era como un misil amarrado a la tierra y una, vez que la dejaron volar, ya nadie la puede detener.
Además de ejecutiva, ella se siente una mujer, en el sentido femenino de la palabra: "Una mujer que trabaja no deja de ser una mujer en su casa, que se preocupa por que el champán esté frío y el aire acondicionado funcione. Tengo un doble trabajo. Soy presidente de muchas compañías y presidente de una fundación y también soy madre y abuela y una tía adorada por sobrinos y sobrinas que son como otros hijos. Dependen de mí, no económicamente, pero me ven como su padre y su madre, soy la cabeza de la familia... Generalmente ceno sola cuando estoy en el apartamento pero luego, cuando estoy en la cama, entonces vienen los nietos y se sientan cerca y me cuentan todo lo que hicieron".
Casi se ofende cuando le preguntan por su retiro: "¡Jamás!".
Hay un chiste que pinta a los argentinos como italianos que hablan castellano, actúan como franceses, quisieran ser ingleses; es un chiste viejo, pero muestra la enorme confusión cultural que afectó la nacionalidad de ese pueblo y que Amalita no niega en su caso personal: "Soy una cuarta generación de argentinos por el lado de mi madre viene la sangre española, además de parientes franceses, ingleses y alemanes. Hasta tengo un antepasado que figura en una obra de Voltaire. Los tres primeros años de mi vida los pasé en Francia, así que esa fue mi primera lengua, el francés. Después, el castellano. Después, el inglés. Fui educada en la Argentina en un colegio francés con monjas, por supuesto. Era algo estúpido porque nos enseñaban cosas como economía del hogar; cómo tejer; cómo cocinar. La generación mía no fue a la universidad, nos casamos. Yo quería ser médico porque mi padre lo era, pero mi familia se horrorizó ante la perspectiva de que viera cadáveres de hombres desnudos. Y en cambio me dejaron estudiar enfermería. La aprendí y practiqué, pero sólo con mujeres".
Se casó a los 19 años y se divorció poco después. Fue un escándalo porque se convirtió en una de las primeras argentinas en hacerlo. A pesar de todo, adoraba a su marido, fue el padre de su hija, y mientras vivió, mantuvo una estrecha amistad con él y lo ayudaba económicamente. A los 24 años se casó nuevamente con Alfredo Fortabat, y eso duró treinta años. Fue una vida tranquila para ella, viajando, cenando con Rita Hayworth y el Aga Khan, siendo huéspedes del rey Farouk. Era la hermosa esposa de un multimillonario.
Hay una leyenda que Amalita no rechaza: cuando su marido estaba ya muy enfermo, ella tomó las joyas y el avión particular y se marchó a Europa; pero cuando iba a mitad de camino, su marido la llamó para decirle que las joyas que se había llevado eran duplicados, y él tenía las verdaderas. Amalita regresó a la casa en seguida. Ahora comenta: "Estuvimos separados por dos semanas, fue por algo muy íntimo entre los dos, una especie de broma y nadie lo sabrá jamás". Pocas semanas después, él moriría dejándole la inmensa fortuna que ella ha incrementado. Su primera reunión con los vicepresidentes y directores de las empresas que heredaba fue dura, emocionante, porque ellos la veían como un simple objeto de decoración. Antes de verlos, leyó todos los papeles de la empresa que pudo, se entero de cómo iban los negocios y desde los primeros momentos los empleados sintieron que había otro jefe, que todo había cambiado, pero que las empresas tenían que seguir funcionando.
¿Cuál es el secreto? Ser como hombre en ciertas cosas, dice ella. En los asuntos de la fundación y en los actos sociales y caritativos, ella es una mujer. En los negocios, un hombre. Dirige hombres, entonces tiene que ser como ellos. Le divierte saber tantos años después que en esos primeros meses todos los dirigentes económicos argentinos estaban esperando sus primeros errores. Pero no los hubo. Amalita trabajo bien y lo sigue haciendo.
Le preguntan sobre su carrera política, sus ambiciones presidenciales. y dice:
-"Nunca entraré a la política por una simple razón: hay demasiados riesgos y yo odio perder. Nunca he perdido, siempre he sido una triunfadora, y la política no lo garantizaría".