Home

Gente

Artículo

VECINAS Y "AMIGAS"

Escándalo por las confidencias íntimas de Joan, la ex esposa de Edward Kennedy, publicado en un libro escrito por quien era su mejor amiga.

2 de diciembre de 1985

En las madrugadas, solitaria vencida y estragada por el alcohol, Joan Kennedy se sentaba en la cocina de su elegante apartamento en Boston y le contaba a una vecina todo cuanto su destrozado corazón quería sacarse, limpiarse, hablando de las infidelidades de su marido, de la arrogancia de sus cuñadas, de la forma como durante todos esos años de matrimonio la habían convertido en un simple objeto de adorno, inutilizándola hasta el punto de que era incapaz de freírse un huevo.
Eran dos buenas amigas. La una, de 49 años, esposa de uno de los hombres más populares en Estados Unidos y frustrado candidato a la Presidencia, Edward Kennedy, y la otra, de 45 años, Marcia Chellis, no sólo fue su confidente durante un tiempo largo, sino también durante la campaña presidencial de Edward, una asistente que servía más para escuchar chismes y rumores que para ayudar efectivamente.
Las unían varias cosas. Eran vecinas en ese lujoso edificio, iban a las mismas sesiones contra el alcoholismo, la una escuchaba a la otra y Joan, en principio, creía haber encontrado la amiga que no había podido hallar en la millonaria familia.
Pero ahora, una vez más, se cumple la tradición de que los amigos traicionan para publicar libros y hacer dinero: Marcia Chellis ha publicado hace poco un libro llamado Living with the Kennedys: The Joan Kennedy Story. Por supuesto el libro se está vendiendo bien y aunque los del clan han preferido no comentarlo Joan, quien sigue viviendo en el mismo apartamento y con la misma vecina, se ha mostrado herida y traicionada, revelando cómo varios meses atrás le había pedido a la otra que no publicara el libro porque el daño sería irreparable.
El daño ya esta hecho. Leyendo esta obra, que está compuesta por chismes, murmuraciones, confidencias obtenidas en esas madrugadas frías de Boston, cuando Joan en el fondo de su corazón se sentía una inútil, la imagen que queda es la de una mujer débil, manipulable, insegura y aplastada por la circunstancia de formar parte de un clan donde los hombres servían a su país y las mujeres les servían a ellos. Curiosamente, mientras se defiende de los cargos de traición, la autora dice que al contrario, el libro sirve para observar cómo Joan se sobrepuso con valor y dinamismo a todos sus problemas, comenzando por el alcoholismo y el lento proceso de divorcio.
Hija de un publicista de Nueva York y una alcohólica que murió en medio de una crisis, Joan entró al exclusivo Manhattanville College, siendo una chica muy popular porque modelaba para las cuñas de televisión y prensa de Coca-Cola y Revlon. Rose Kennedy, sus hijas Eunice y Jean, y Ethel, quien sería después la esposa de Robert, formaban parte de ese mundo de colegialas sofisticadas y sería Jean quien presentaría a la tímida Joan con su hermano Ted. Durante varios meses salieron juntos a todas partes se enamoraron y, como le contaría Joan a su confidente, Ted quería que hicieran el amor, pero ella, educada conservadoramente, prefirió dejarlo para la noche de bodas: "Era la única forma de atraparlo, de garantizar su interés en mí, mantenerlo con la idea de que sólo casándonos, podría tenerme".
Obviamente se casaron por lo católico en una ceremonia presidida por el cardenal Spellman. A los pocos días, Joan ya sintió lo que significaba ser una mujer entre los Kennedy. Las casas, inmensas, rodeadas de jardínes, siempre estaban llenas de guardaespaldas, niñeras, secretarias, sirvientas, mayordomos, políticos, artistas y para ella fue duro comprobar que su opinión nunca era tenida en cuenta jamás la consultaban: "Cuando dije que yo quería alimentar mi primer bebé, me lo quitaron y lo entregaron a una enfermera. No tenía que hacer nada, ni siquiera cortar una flor, porque ya había una persona encargada de eso. Yo no era nadie. Era un cero a la izquierda".
Por supuesto, Joan se sentía intimidada, rebasada por las otras mujeres del clan: Rose, la matriarca de la familia, era mirada por la joven como una santa: "Nunca la oí que se quejara de nada y yo tenía que hacer lo mismo, soportarlo todo, no quejarme jamás". Jacqueline, la etérea Primera Dama, era la suma de la sofisticación, y Ethel, la esposa de Bob, el símbolo de la maternidad, de la ternura. Cuando Joan se comparaba con el resto de las Kennedy, sentía que era inferior. Todo ello empeoró cuando, sucesivamente, perdió dos niños y más tarde se enteró de que, como su padre, como sus hermanos, como sus primos, Edward se sentía con pleno derecho a buscar otras mujeres, a ejercer la infidelidad como lo más natural. Cuando los primeros rumores la rozaron, Joan no quería creerlo pero poco a poco se fue enterando de todas las amantes y aventuras del marido. Se sintió asqueada, manipulada disminuida. Entonces, se entregó al alcohol.
Se dedicó a beber en la casa y en las fiestas. Era la verguenza de la familia porque pronto había que sacarla cargada, ya que difícilmente se tenía en pie. Para llamar la atención del marido comenzó a usar ropa demasiado llamativa, muy breve, con colores chillones que empeoraban las cosas. La carrera política del marido estaba amenazada por los escándalos de la esposa. El matrimonio estaba hundiéndose cada vez más rápido y la idea de un divorcio, en esa época, estaba fuera de toda lógica, para ellos. En 1976, 18 años después de haberse casado, Joan inició un programa de rehabilitación para alcohólicos. Algunos amigos iniciaron gestiones para reconciliarlos, pero ya todo estaba tan deteriorado (él la acusaba de ser la responsable de su fracaso político), que Joan se mudó a un apartamento en Boston y esa decisión la tomó por consejo de Jackie, una de las pocas personas del clan que nunca le dio la espalda.
No fue fácil la rehabilitación. Abandonada, se caía en los bares, hacía citas con chicos a quienes llevaba a su apartamento, y para sorpresa de ellos, se dormía antes de desvestirse siquiera; tan mal estaba. En esa época la cercanía de quien después publicaría todos esos recuerdos, la ayudó mucho.
Cuando el divorcio era algo imposible de evitar, una madrugada Joan le dijo a su amiga: "Si anoche hubiera tenido un frasco de píldoras a la mano, las hubiera tragado todas y le hubiera dicho adiós a toda esta porquería. Lo único que me retiene es saber que Patrick (uno de sus hijos), me necesita todavía...".
La idea de que por fin se liberaría del lastre de los Kennedy, produjo una serie de cambios síquicos y sociales en Joan y, según el libro, mientras el proceso de divorcio se adelantaba, se dedicó a encontrarse con toda clase de hombres, la mayoría más jóvenes que ella, a quienes encerraba en su apartamento durante los fines de semana. En medio de toda esa tensión, un hombre aparentemente llamó más su atención que los demás y en un principio, según Marcia Chellis, se tuvo la impresión de que podrían llegar a algo más formal, pero románticamente, ya Joan estaba devastada. Era un siquiatra, Gerald Aronoff. Joan, en esas charlas en la cocina con su amiga, le contaría que no quería enredarse con nadie, sino tener "muchos hombres, uno distinto cada noche y a los 50 entonces buscaré a alguien en quién confiar, con quién finalizar mis días".
Mientras iba dejando el alcohol y seguía buscando hombres, la misma tensión le desató una voracidad enorme y a toda hora se la pasaba comiendo lo que encontraba en esa cocina tan hermosa y tan moderna, pero llena de alimentos congelados que con sólo 10 ó 15 minutos de horneado ya estaban listos. Ella no sabía cocinar y se alimentaba muy mal y por eso prefería encargar comida caliente o detenerse en alguna cafetería y comprar varios platos, que apenas pellizcaría para arrojarlos luego.
Quizás la mejor imagen de la vida caótica que llevaba Joan Kennedy en esa época, la proporciona el libro cuando describe la cocina: en las alacenas donde la gente normal coloca platos y tazas, ella guardaba cajas y cajas de zapatos que no le cabían en los armarios, y donde debían ir otros utensilios, ponía las joyas. El refrigerador estaba repleto de langostas congeladas, pollo con crema y cerveza. Una mañana, orgullosamente, le contó a su amiga que había aprendido algo maravilloso: cómo usar el horno microondas.
El proceso del divorcio no fue fácil, porque los Kennedy, especialmente Ted, son avaros y no quería, como castigo a su alcoholismo, repartir sustancialmente su fortuna con ella. Pero al final fue generoso, le dio una mansión en la playa de Cape Cod, mientras ella tenía su apartamento en Boston y una pensión anual fija de 175 mil dólares. Los hijos, por supuesto, quedaron con el padre. Joan, según el libro en su parte final, por primera vez es una mujer libre, tiene muchos amigos, se interesa por el arte, reparte su vida entre la mansión de la playa y su apartamento en Boston. Irónicamente, en el mismo edificio siguen viviendo las dos mujeres: la que escribió el libro y la que se confensaba cándidamente en esas madrugadas, cuando el mundo era una porquería. Sigue siéndolo, por supuesto, pero ahora Joan Kennedy le teme menos.
Cuando le preguntaron a la Chellis por qué lo había escrito, dijo que por dinero. Necesitaba el dinero para ella y sus dos hijos (está divorciada de un constructor); luego asegura que lo hizo para mostrar el retrato de una mujer de coraje. En el fondo, según algunos comentaristas, se trata de una simple venganza contra esa familia, contra Joan, contra un nivel de vida que la autora jamás tuvo ni tendrá. Con una sonrisa, Marcia Chellis agrega: "Si Joan lee el libro, verá qué tanto fui fiel, porque me reservé algunas cosas peores".