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'Obispos muertos' (1958). Foto: Museo Nacional de Colombia.

A PROPÓSITO DE LA MUESTRA EN EL MUSEO NACIONAL

Por qué Colombia dejó de lado al joven Botero

La exposición 'El joven maestro: Botero, obra temprana (1948-1963)', abierta al público hasta el 28 de octubre, recupera al primer Botero, el de la experimentación sin precedentes en el arte colombiano, pero sometido desde hace tiempo al descuido.

Halim Badawi*
24 de septiembre de 2018

Este artículo forma parte de la edición 156 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

Una paradoja envuelve la figura del artista colombiano Fernando Botero. En ciertos círculos intelectuales es (casi) un lugar común afirmar que su obra temprana, la pintada entre 1949 y 1965, es el momento de su producción que reviste mayor interés en términos de exploración creativa y plástica. Esta época ha sido nombrada de muchas maneras: Cynthia Jaffee McCabe la llamaba su “época clásica”, y Christian Padilla, su “etapa de formación”. Sin embargo, a pesar del grito positivo casi unánime de los historiadores y críticos, este momento de su trayectoria ha sido el menos investigado, publicado y expuesto, e incluso, en términos comerciales, es el que tiene menor valor.

Muchas razones ayudarían a explicar la mala suerte y crítica situación de la obra reciente de Botero (mala suerte inversamente proporcional a las cifras del mercado del arte): una de ellas es que la inflación volumétrica boteriana, presente en su trabajo de 1965 en adelante, va dirigida a la consolidación de un “estilo”, y en el arte de nuestro tiempo lo que Botero entiende como “estilo”, a lo que el artista ha dedicado tanto esfuerzo, ya no será más un factor relevante en la creación artística. A diferencia del arte moderno, el arte contemporáneo privilegia la investigación libre, la búsqueda permanente por encima de las fórmulas artísticas o de éxito. Hoy los artistas, al menos los más interesantes, persiguen un arte de ideas, un arte crítico, un arte de la molestia y de la inconformidad más que un arte de la factura, la habilidad técnica o la repetición.

Pintura de la serie Mona Lisa (1959). Foto: Hernán Díaz | Cortesía Museo Nacional de Colombia.

Y en este sentido, la pintura reciente de Botero, más que la persecución de un estilo, parece la búsqueda de una marca distintiva en el mercado del arte, como cualquier otro producto artesanal o comercial que necesita diferenciarse de sus competidores. Mientras que, en un primer momento, Botero parecía un alma salvaje, llena de una atrevida y radical experimentación sin precedentes en el arte colombiano, lo cierto es que este primer momento de inquietud, búsqueda y curiosidad fue sometido a una marchitación forzosa por el auge de los precios, por las exigencias de los coleccionistas (esos que deseaban ver colgadas en sus casas obras de arte fácilmente reconocibles), por el sentimiento nacionalista que nubla el juicio crítico (sí, “Botero, el mejor artista colombiano” o “el más costoso del mundo”) y por el ditirambo de los medios de comunicación alrededor de su figura.

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Con respecto a esto último, hay que anotar que todos los medios de comunicación en Colombia, al menos los más visibles y poderosos, se han encargado de exaltar la figura del artista sin siquiera confrontar las fuentes de sus afirmaciones. Sobre Botero se han dicho tantas cosas que ya no importan los hechos sino las creencias, y así como se ha afirmado de Colombia, Botero se ha vuelto un acto de fe. Por ejemplo, la prensa local suele repetir, casi al unísono que es “el artista latinoamericano más costoso y más importante del mundo”, “el artista mejor pagado del mundo” o “el artista vivo más exitoso del mundo” (frases tomadas del programa Los Informantes, del Canal Caracol, del 1 de marzo de 2015). Por otro lado, en su momento la periodista Gloria Valencia de Castaño afirmó en televisión nacional que “en el panorama mundial de las artes plásticas el nombre del pintor colombiano Fernando Botero ocupa un primerísimo lugar sin discusión alguna”; mientras que Marlon Becerra, en una entrevista televisada del 27 de julio de 2011, afirmaba que Botero es “el artista vivo más cotizado del mundo”. Otros medios como las revistas Cambio, Cromos o Semana le han dedicado numerosas portadas con titulares como “¡Generoso!”, “El hombre del año” o “París corona a Botero”. Y bueno, no sobra decir que en los listados que se publican anualmente de los artistas más cotizados de América Latina o del mundo, el nombre de Botero no aparece entre los primeros. Así mismo, ciertas caracterizaciones alrededor de su figura como el artista “más exitoso” o “más importante del mundo” no son medibles de manera alguna y avanzan en contravía del juicio crítico académico. En ese mar de elogios y condecoraciones, los árboles de los medios de comunicación no dejan ver el bosque del arte en su plenitud.

El “estilo ditirámbico” aplicado sobre Botero ya había sido criticado por Marta Traba hace medio siglo en un artículo “No tanta gloria” (Estampa, 1961). Ella afirmaba: “Los profesionales del ditirambo lanzaban sus cataratas de adjetivos calificativos; el público quedaba pasivamente inundado por ellos, estupefacto ante tanta genialidad, y el artista se ajustaba, satisfecho, su corona de laureles. Así es como se van consolidando, no solo en Bogotá, desde luego, sino en todos los grupos pequeños de población de cualquier parte del mundo, los Olimpos locales”.

Botero versus Botero

Más allá de la marca y del ditirambo sensacionalista, ¿cuál es el Botero verdaderamente interesante? ¿Cuál es el Botero del pasado, del futuro y de la inquietud? ¿Cuál es el Botero que no podemos ver en el Museo Botero de Bogotá (institución consagrada al Botero de fórmula, al Botero más estático)? ¿Cuál es el Botero significativo para nuestra historia del arte? El curador Christian Padilla se ha propuesto traerlo al presente a través de una exposición abierta actualmente en el Museo Nacional de Colombia, El joven maestro: Botero, obra temprana (1948-1963), una muestra que busca recuperar al primer Botero, al Botero de la experimentación libre, ese que durante mucho tiempo ha sido sometido al olvido, un olvido del que probablemente no tengan tanta culpa los críticos o los historiadores como el propio Botero, el Botero más reciente. Para decirlo concretamente, el segundo Botero, su última versión de sí mismo, la versión de los titulares y de los récords de venta, tal vez sea el principal enemigo histórico, crítico y hasta económico del primero.

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Marta Traba, refiriéndose a la primera época del artista, afirmaba que había tantos Boteros como exposiciones había hecho. Indudablemente, durante sus primeros quince años, Botero reunió las influencias más disímiles: a finales de los años cuarenta era palpable la influencia de Pedro Nel Gómez, el artista antioqueño de los años treinta y cuarenta. A principios de la década de los cincuenta, Botero viajó a Tolú, un pequeño pueblo en el golfo de Morrosquillo, tal vez buscando seguir los pasos de Paul Gauguin, el artista francés que a finales del siglo XIX viajó a Tahití buscando un mundo primitivo que parecía tan ajeno a la civilizada y reglamentada París del barón Haussmann. Posteriormente, Botero recibió influencias imprevistas en sus viajes a México e Italia: en el primero bebió de la monumentalidad y la pesadez prehispánica, como vemos en aquellas enormes cabezas toltecas que parecen no tener cuello; mientras que en Italia bebió del hieratismo de los rostros impávidos de la pintura italiana del quattrocento, rostros carentes de expresión alguna, congelados en el espacio y en el tiempo, una pintura ejemplificada en las monumentales composiciones de Paolo Uccello o en esos retratos, también monumentales a pesar de su formato pequeño, de Piero della Francesca. En España, en el Museo del Prado, Botero conoció a Velásquez, de quien hizo varias versiones espléndidas, como la serie dedicada a El niño de Vallecas, un bufón de la corte española bellamente retratado por Velásquez.

Detalle de El niño de Vallecas (1959). Foto: cortesía Museo Nacional de Colombia.

Ya en la década de los sesenta, Botero fue “encontrando su estilo” (como él mismo lo llama), ese que reconocemos hoy: en un primer momento, su pintura, a pesar de acercarse cada vez más a “la realidad”, continuaba siendo “feísta” (término cariñosamente apodado por la misma Traba), con esos colores antinaturales y el trazo desgarrado, con una pincelada muy visible, especialmente libre en los contornos. En ocasiones, como vemos en sus retratos, hay ausencia de narración en la composición. Sin embargo, con el tiempo sus obras se hicieron más narrativas, sus colores se volvieron naturales y dulzones, lejos de los viejos contrastes violentos, y la pincelada se fue relamiendo, haciéndose invisible casi hasta desaparecer, cediendo ante los contornos más escultóricos, modelados no sin cierta pretensión quattrocentista.

De hecho, Marta Traba, en un artículo publicado en Cromos (1980), afirmaba que en el último período de Botero “sobreviene una codicia excesiva por narrar la historieta, la anécdota o ese detalle divertido que el público señala con el dedo y recibe a carcajadas o moviendo la cabeza, murmurando ¡Este loco de Botero!”. Sin duda, la audacia cromática de finales de los años cincuenta, plena de rosados, grises y púrpuras, ahora se había convertido en cielos azules, prados verdes, vestidos apastelados, detalles pintorescos y familias felices. Ya entre 1975 y 1982, Botero formula y consolida su impronta actual. Los volúmenes empezarían a ser escenificados en forma repetitiva, dirigidos a un espectador que busca una relación fácil con la obra, al comprador que se mueve llanamente entre un “me gusta” o un “no me gusta”. Una obra desprovista de cualquier rastro del viejo “feísmo” o de cualquier artilugio pictórico-crítico: un “sillón de reposo”, como decía Matisse y tanto le gusta repetir a Botero. Además, el artista responde al nuevo gusto de ciertos coleccionistas colombianos por las pinturas de gran formato, ampulosas y monumentales como los volúmenes que encierran.

Christian Padilla prefirió concentrarse no en esta segunda época tan popular y tan conocida, sino en la primera, esa que había llamado la atención de la crítica especializada. Padilla afirma que “Marta Traba se había encargado de catapultar a su generación de protegidos (Botero, Obregón, Negret, Villamizar, etcétera) bajo la premisa de que era un grupo sin precedentes y de ruptura; así que un primer punto de partida en mi curaduría era revisar cómo Botero encajaba. Botero no solo parte de esa mirada nacionalista local, admiradora de lo prehispánico y lo popular como extensión del muralismo mexicano, sino además integrado al lenguaje internacional de las vanguardias norteamericanas. Tal vez fue el primero en hacerlo, y muy precozmente. Nadie había revelado eso en el artista colombiano más reconocido, así que desde un inicio me propuse analizarlo desde una perspectiva académica de la que también carecía”.

Ver una nueva exposición de Botero que no se parece prácticamente a ninguna de las que hemos visto anteriormente (un antiguo Botero que no nos habla ni de viacrucis ni del kamasutra sino de pintura), indudablemente es un punto a favor de la historia, un punto para la mejor comprensión de nuestro arte sin la neblina de los nacionalismos y de las exaltaciones sumisas. Más allá del “maestro” y del “genio”, analizar el sentido y el significado del primer Botero, en su justa medida, al margen de las dinámicas del mercado del arte y de la industria editorial, es un pequeño triunfo para la inteligencia.

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*Crítico de arte. Director de la Fundación Arkhé: Archivos de Arte Latinoamericano.