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'Más allá del dolor, homenaje a los ausentes'. Felipe Aguas, líder campesino fundador de la Anuc. Video. Montes de María

COMUNIDAD Y ESPACIOS DE ARTE

Una crítica a la tradición museológica en Colombia (y el rescate de algunos museos disidentes)

“La gran mayoría de los museos colombianos, con un número muy acotado pero significativo de excepciones, son, en realidad, instituciones del olvido”.

William Alfonso López Rosas*
24 de julio de 2019

Este artículo forma parte de la edición 165 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

A la memoria de Alberto Abello Vives

La gran mayoría de los museos colombianos, con un número muy acotado pero significativo de excepciones, son, en realidad, instituciones del olvido. Más que organizaciones de agenciamiento democrático de las memorias comunitarias, los patrimonios culturales y las identidades colectivas, han funcionado como espacios cerrados de musealización oligárquica de los patrimonios familiares de las exclusivas fracciones de la clase alta que los han monopolizado; de las hagiografías civiles de las élites científicas que los han administrado dentro de las instituciones académicas; o de los tesoros artísticos o documentales de ciertas organizaciones, como la Iglesia católica, la fuerza pública o las vanguardias industriales o financieras, que ven en ellos repositorios estratégicos para la reproducción de su legitimidad social y política.

La acción de muchos de nuestros museos, en este sentido, está profundamente signada por las políticas de exclusión simbólica que el Estado ha desplegado en todas sus dimensiones y en todos los ámbitos de la vida social; lejos de servir de potentes plataformas para la reproducción social de una ciudadanía cultural plena, han funcionado como gabinetes de curiosidades patrióticas, científicas o artísticas que, en la práctica, han negado el derecho a la memoria y a la apropiación social del patrimonio cultural a la mayor parte de la población. Más o menos inconscientemente, más o menos funcionalmente, los museos colombianos han desarrollado, en el aspecto simbólico, una política de la amnesia que forma parte connatural de la guerra de baja intensidad que ha vivido nuestra sociedad en los últimos sesenta años.

El carácter marginal que estos tienen dentro de las dinámicas culturales en general es la confirmación de su amnésica vocación institucional y de la manera como ellos han implementado su acción en los espacios sociales particulares. Aunque la mayoría se ha revestido de los discursos de la museología contemporánea, particularmente con respecto a su acción educativa, y en no pocos casos ha realizado un esfuerzo denodado por desmantelar esta tradición del olvido, el modesto impacto que tienen los museos de la sociedad no se corresponde con el papel estratégico que podrían jugar, por ejemplo, frente a la construcción y a la sostenibilidad de la paz. Sus audiencias regulares, por lo general, están situadas en nichos sociales muy acotados, que difícilmente incluyen a los ámbitos más populares de las ciudades más grandes y de los municipios más pequeños.

Tal vez el ejemplo emblemático de esta situación es el Museo del Oro. Desde su origen, pasando por la propia historia de sus colecciones y sobre todo por el infortunadísimo nombre que da dirección a su proyecto museológico, este espacio no solo se niega a comportarse como el museo nacional de antropología que debería ser, sino que, a pesar de las brillantes directoras que ha tenido, responde aporéticamente a una política de la representación mediante la cual es imposible encontrar el complejo lugar de las sociedades ancestrales contemporáneas. Y que, por otra parte, obedece funcionalmente a la mirada exotizante que la industria del turismo ha construido sobre el pasado prehispánico colombiano: nuestro patrimonio arqueológico aparece representado, en sus salas de exposición, como un “tesoro” elaborado en metales preciosos, dentro del código museográfico de los museos de arte moderno y contemporáneo, más que como información significativa de las culturas de los antiguos habitantes de estos territorios. En otras palabras, más que la mirada arqueológica, su proyecto museológico y museográfico promueve la de un corsario.

La tradición museológica disidente

Las excepciones a esta oprobiosa tradición museológica son pocas, pero muy significativas. Uno de los primeros museos que históricamente se inscribe en otro régimen museológico es el Museo de Arte Contemporáneo de Bogotá. Su origen y trayectoria social son decididamente diferentes a la mayoría de los museos del país. Hacia mediados de los años sesenta, el padre Rafael García Herreros, quien una década antes había iniciado la construcción del barrio Minuto de Dios en el lejano noroccidente de Bogotá, decidió solicitar a varios artistas la donación de una obra para conformar una colección seminal que muy rápidamente dio origen al único museo del país que, al día de hoy, ha sido acreditado por la Alianza Americana de Museos.

Bajo la dirección del artista y museólogo Gustavo Ortiz Serrano, este museo universitario se ha desmarcado de la ominosa tradición del gamonalismo curatorial, fundada por los llamados cuatro evangelistas (Alberto Sierra, Álvaro Barrios, Eduardo Serrano y Miguel González), de los principales museos de arte moderno del país, y que tan juiciosamente se reproduce en otros museos universitarios en donde se habla de “curadores comisionistas”. Además, ha consolidado una acción cultural muy significativa en la localidad de Engativá, zona de Bogotá completamente olvidada por el circuito de las instituciones culturales letradas.

Ahora bien, sin la menor duda, es fuera de Bogotá en donde han surgido los museos disidentes más radicales. El Museo Zenú de Arte Contemporáneo es un ejemplo emblemático. Al transformar su fragilidad institucional en potencia museológica, ha venido construyendo una agenda expositiva con un profundo impacto en Montería, la capital del departamento de Córdoba.

Nació a mediados de la primera década del siglo XXI, en uno de los momentos más graves de degradación de la violencia política de la región, lo que, al decir del artista cordobés Cristo Hoyos, uno de sus principales gestores, le da una gran particularidad. Con una trayectoria de más de una década, sin sede propia y sin una planta fija de personal, se trata, según su punto de vista, de una estrategia museológica que ha logrado un amplio impacto cultural en la ciudad por el gran número de visitantes que alcanza cada vez que abre una exposición y por la calidad de su programación, la continuidad de su acción y la pertinencia de su misión. Es un museo que despliega su acción con un profundo conocimiento de su territorio y que convoca a los diversos sectores sociales de la ciudad.

Aunque los más de veinte lugares y sitios de conciencia con que hoy cuenta el país son instituciones museológicas muy radicales, muchos de ellos con más de dos décadas de trabajo en la configuración de la memoria, la verdad y una cultura de paz, a través de la confluencia de saberes comunitarios y académicos de comunidades negras, indígenas y campesinas, tal vez el que ha logrado más relevancia mediática es el Museo Itinerante de la Memoria y la Identidad de Montes de María, El Mochuelo.

Como estas organizaciones museológicas, el origen de El Mochuelo está profundamente enclavado en los procesos de reconstrucción autónoma, creativa y solidaria de la memoria de las víctimas del conflicto armado. Posiblemente, a diferencia de estas organizaciones, este museo tiene origen en un grupo de intelectuales y activistas culturales que, mucho antes de que se agudizara el conflicto armado en la región de Montes de María, venía construyendo un proyecto comunitario de comunicación para la transformación social.

Entonces, el Colectivo de Comunicaciones de Montes de María Línea 21, liderado valiente y lúcidamente por Soraya Bayuelo y Beatriz Ochoa, en los momentos de mayor agresividad de los ataques a la población civil a mediados de la primera década del siglo XXI, inició un proceso irreversible de empoderamiento de los jóvenes en el derecho a la palabra, al uso público de la imaginación y la crítica. De allí que, incluso antes de que abriera sus puertas, El Mochuelo ya era una institución de referencia dentro de la Red Mundial de Lugares de Conciencia y la Red Latinoamericana de Lugares de Memoria. Y, hoy, a tres escasos meses de su instalación y apertura en la plaza central del Carmen de Bolívar, tiene un impacto enorme en la región; impacto que se agrandará ostensiblemente a medida que consolide su itinerancia por los municipios del Caribe colombiano.

No se puede terminar este texto sin hacer mención a otro tipo de instituciones abiertamente disidentes del orden conservador de administración de la memoria antes descrito. Se trata de los centros de ciencia que han empezado a proliferar por el país, en el marco de la legislación sobre ciencia, tecnología e innovación expedida por el gobierno nacional. A pesar de los enormes esfuerzos que han realizado los políticos, los arquitectos y los ingenieros para manipular los grandes presupuestos que se han asignado para su conceptualización, diseño y construcción desde el Sistema General de Regalías, es importante señalar que el grupo de trabajo del Programa de Centros de Ciencia de Colciencias tuvo la lucidez para reclamar y construir la especificidad museológica de este tipo de institucionalidad cultural. Por ello, es preocupante que las actuales directivas de la institución estén desmantelando al equipo que originalmente estructuró este programa. Es un muy mal mensaje para el país, puesto que desatender sus altos y complejos requerimientos disciplinarios y técnicos es abrir un boquete a la corrupción.

Basados en principio en el modelo conceptual de apropiación social de la ciencia y la tecnología que el grupo de profesores de la Universidad Nacional de Colombia –conformado por Carlo Federici Casa, Antanas Mockus, José Granés, José Luis Villaveces, Fabio Chaparro, Carlos Augusto Hernández y Julián Betancourt, entre otros– configuró en diálogo y debate en instancias como la Asociación Colombiana para el Avance de la Ciencia, y luego desde Maloka y el Parque Explora, estos museos también se han propuesto ampliar la pregunta por una ciudadanía cultural plena.

La tipología “centro de ciencia” es compleja y reúne una enorme diversidad de instituciones (museos de historia natural, zoológicos, acuarios, centros interactivos, planetarios, jardines botánicos, museos a cielo abierto, etc.). Además, vista desde la museología, va más allá de la producción disciplinaria de conocimientos dentro de la lógica del gabinete científico, y aterriza precisamente en la articulación de los saberes científicos, las comunidades y los territorios. En ese sentido, cada centro de ciencias construye su propio proyecto museológico, que responde a las realidades culturales y educativas de su entorno.

Termino mencionando al más llamativo de los que se han venido consolidando a través de la ruta de apropiación social de la ciencia, la tecnología y la innovación: el Centro de Ciencia Francisco José de Caldas de la Universidad de Caldas, ubicado en Manizales, en el Centro Cultural Universitario Rogelio Salmona, abierto al público en abril de 2018. Cuenta con un laboratorio de exploración digital y remediación, una imagoteca, aulas especializadas en diferentes áreas del conocimiento, así como con salas de exposiciones y trabajo colaborativo.

*López es historiador del arte. Es profesor asistente de la Universidad Nacional de Colombia, coordinador de los grupos de investigación Taller Historia Crítica del Arte y Museología Crítica y Estudios del Patrimonio Cultural.